Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

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lunes, 14 de marzo de 2011

Largas a Vargas (ampliado)

Imagen: DyN
El escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó ayer en España y Argentina una columna en torno de la polémica suscitada por la invitación a inaugurar en Buenos Aires la Feria del Libro. En el texto, el Premio Nobel de Literatura alude a Horacio González, cuya carta inicial a la Fundación El Libro generó la discusión. Aquí, la respuesta del ensayista.


 Por Horacio González *
Como veo que usted ha escrito en El País y lo ha reproducido La Nación, algo que en ciertas épocas se llamaba un brulote, debo responderle. Pensé, Vargas, que todo estaba claro. Que la polémica que resta se haría de un modo adecuado. Escribo esta nota para seguir defendiendo que sea así, y para ello deberé insistir una vez más que donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización. Entonces, daré largas a Vargas. Es cierto que mi primera carta se prestaba a interpretaciones de diversa intencionalidad (por eso, fue aclarada y para que quedara aún más clara, retirada por indicación de la Presidenta; había volado la imaginación de varios diarios y del propio Vargas Llosa, que recordó la censura de sus libros durante el gobierno militar, en una extrapolación que no la hubiera hecho mejor su estrambótico personaje, el locutor de La Tía Julia y el escribidor). Pero la carta, al decir “lo invito a reconsiderar” y otras expresiones parecidas, no intentaba dar ninguna indicación a las autoridades de la Feria contrapuestas a la presencia de Vargas Llosa, sino a seguir interpretando la inauguración como el espacio de la voz de escritores que evitaran las típicas efusiones de cruzados de una organización política, que ante cualquier crítica menor estallan al grito de “inquisición, inquisición”. Luego, bienvenida su charla. Está muy claro que nunca hubo una supuesta cruzada contra el cruzado, limitándole sus libertades al Sr. Marqués. Cualquier espíritu que sepa evitar las zancadillas del prejuicio, la arrogancia o la testarudez, sabe que no fue así. Pero es una pena que Vargas Llosa se deje llevar por sus relaciones peligrosas. Relaciones peligrosas es una novela del siglo XVIII escrita a través de epístolas. Algo me dice, pues, esta cuestión de las cartas. Acepto que aun siendo ellas ingenuas, pueden parecer aventuradas. El tema de aquella novela admite una descripción, el encanto del libertinaje, tema de Vargas Llosa. Ahora sé que también es tema del cual también debemos ocuparnos.

En sus cartas recientemente publicadas Vargas Llosa da prueba de su mala fe (pero poco sartreana en este caso), al creer que escribe contra censores y nacionalistas. Busca enemigos fáciles, a priori repudiados en el mundo globalizado en el que se mueve. ¿Qué peor que el inquisidor y el aldeano reducido a su necedad, el pobre individuo obturado por su cerrazón? ¿Contra eso discute usted, Vargas Llosa? Si es así, no es un polemista genuino, dispuesto a comprender razones y argumentos de sus contrincantes. Se mueve dentro de grandes cli-shés despojados de espesura, esos que le festejan las derechas mundiales. No vacila, en la cumbre de su fervor por la bravata –una fruición que domina a la perfección, pero con una superficialidad que en general no tienen sus novelas–, en arrojarnos a Ernesto Guevara o a Alberdi como inculpación, y al universalismo democrático y republicano como cartilla que no poseeríamos. ¡Meras argucias del pobre polemista mal informado!

Cuando usted escribió la saga de Roger Casemet, un alma conversa que pasa de su condición de agente humanitario del Imperio Británico hasta tornarse representante juramentado del Alzamiento protagonizado por la Hermandad Republicana Irlandesa, había demostrado mayor sensibilidad hacia las ideologías del siglo, los tormentos espirituales de los hombres combatientes o los rasgos mesiánicos de las raras criaturas antiliberales que pueblan el retablo revolucionario. Se dirá que el novelista promueve un interés especial por figuras que condenará en cambio el polemista de derecha, y que las dos esferas están separadas. Cierto, pero asombra la ligereza con que actúa con personas que no conoce, cuyo pensamiento no ha consultado, montándose así en previos eslabones de desprecio solventados por el grupo Prisa. En efecto, todo es muy rápido. No podemos comprender que como novelista alguien atienda bien las múltiples conciencias de sus personajes, y como polemista sea un prejuicioso señorcito, munido de sus certezas cortesanas, sin saber el significado real del episodio que lo involucra, paseándose por el mundo impartiendo condenas episcopales y dando cátedra sobre cómo fingirse víctima y actuar como un damnificado, que no lo es. No sabíamos cuánto le gustaban Alberdi y Che Guevara, señor Vargas Llosa, si no lo hubiéramos invitado a alguna mesa redonda sobre estos temas. Pero entonces allí sería necesario considerar diversas cuestiones. Nuestro universalismo parte efectivamente del concepto de pueblo-mundo de Alberdi, expresado en oportunidad de su oposición a la guerra contra Paraguay y la simultánea guerra Franco-Prusiana. Habría que ver qué piensan sus actuales amigos sobre esos puntos. No es el mismo universalismo del abstracto cosmopolitismo globalizado, sino que es el internacionalismo con atributos libertarios, que en nuestro caso mucho inspiramos en un Jorge Luis Borges, estación que queda muy lejos de la parada Vargas Llosa.

Le informo, mi amigo, que la Biblioteca Nacional de la Argentina, entre sus tantos linajes histórico-literarios (el morenista, el groussaquiano, el nacional-popular democrático), cultiva el de Borges, especialmente en lo que se refiere al tratamiento de las fantasmagorías complementarias de la historia. Hay una de ellas, la del “tema del traidor y del héroe” que usted, Sr. Vargas Llosa conoce bien, pues en él se inspira para escribir El sueño del celta. A condición de que esa circularidad de figuras contrapuestas no paralice la historia, es un buen ejercicio ético para cultivar una prudencia esencial para juzgar los grandes caracteres del movimiento social. Si Vargas Llosa sabe de esto, ¿por qué insiste en un juego menor de considerarse la víctima que no es, el censurado que no es, el perseguido que no es, el humillado que no es y, en última instancia, el liberal que no es? Sí, porque el liberalismo, tradición ideológica compleja, incluye la consideración absoluta por los argumentos que surgen del Otro, de ahí que las grandes filosofías del siglo XX son filosofías del Otro en diálogo trascendente con las filosofías del liberalismo de otras épocas.

Me refiero a las grandes herencias del hegelianismo, el marxismo, la fenomenología, el existencialismo, el psicoanálisis lacaniano, y sin duda también de Heidegger, cada uno con sus diferencias y dificultades. No hacen otra cosa que replicar en variados ambientes históricos las grandes conquistas antiabsolutistas del liberalismo revolucionario. La conversión incesante a la que Vargas Llosa somete a sus personajes y opiniones, lo hace hoy un protagonista especial de la transformación del liberalismo de la alteridad (y algo de eso sabía cuando le escribió su buena carta a Videla para pedir por los escritores desaparecidos) en un liberalismo repleto de astucias aprendidas en los laboratorios de una derecha internacional poco afecta al debate, pero insaciable en la invención de villanos y esperpentos con los que sería pan comido debatir. No somos eso, Sr. Vargas. Si desea discutir, cuando dé sus conferencias entre nosotros, trate de afinar sus argumentos para que no sean simples fachadas con las cuales confundir a las buenas conciencias sobre los gobiernos populares que usted busca debilitar. Lo escucharemos de todas maneras, pero lo preferimos en su mejor agudeza antes que en su enunciación chicanera. No le hace bien quedar a un nivel inferior a la de las más débiles “zonceras” que el escritor argentino Arturo Jauretche supo criticar con ironía.

Si se le pudiera decir algo a Vargas Llosa –a su sensibilidad de novelista, no de articulista mal informado– le indicaríamos que deje de inventar hombres infames y réprobos, prefabricados en el laboratorio creado por alquimistas duchos en moldear marionetas como contrincantes, con las que les sería fácil discutir y derrotar sin la molestia del argumento. Si aun no le molesta argumentar, Sr. Vargas, ensaye hacerlo con nosotros, que no somos lo que usted caricaturiza sin resguardar estilo ni cuidado. El buen liberal, si no es excesivamente de derecha, dice que el ser es lo que es, pero que puede cambiar. Usted, como liberal, parece en cambio un arrebolado dialéctico de las catacumbas más atrevidas: el ser no es lo que es y es lo que no es. Y así, le gusta debatir contra espectros de su propia imaginación y encima se convierte en guevarista. Se lo festejamos. Cuando ofrezca sus conferencias quizás tendrá oportunidad de aclararnos tantas confusiones, y si se lo permite su papel de monarca en el Olimpo desde los que manda sus rayos de Júpiter sin averiguar de qué se trata, acaso se anime a debatir estos temas sin recurrir a injurias, que no lo favorecen, pues incluso el arte de injuriar requiere estar antes bien informado. Relea los consejos de Borges al respecto. O vea cómo debatieron, escribieron y formularon un universalismo desde su circunstancia peruana, José Carlos Mariátegui o César Vallejo. Confío, Vargas, que no los haya olvidado.

Fuimos nosotros los que dijimos que lo respetábamos como novelista, no sólo las suyas de los inicios, sino también las de su madurez. Es que tuvimos en cuenta para eso la condición amplia del lector contemporáneo, el lector que a pesar de ser buen custodio de sus propias exigencias, también se entrega a las obras bien planeadas y escritas, aunque salidas de un gabinete de recursos y géneros que ya no reservan sorpresas mayores. Si nos colocamos en las posiciones más rigurosas, es evidente que este es su caso, al ofrecer ahora una novelística para un lector abstracto internacional, facturada con buenos recursos, pero ajena a la aventura de las lenguas que se piensan a sí mismas en su argamasa interna de disonancias y experimentaciones.

Ahí, nos permitimos dudar de que usted siga frecuentando los horizontes de la gran novela –las de Faulkner, Conrad o Flaubert que esgrimiera en sus primeros escarceos–, sustituidas apenas por las técnicas del buen artesano. Créanos, Vargas Llosa, abra su escucha a quienes no sólo no lo censuramos ni lo injuriamos, escuche a quienes bien lo hemos leído y decidimos entablar una discusión con usted; no asemeje su labor literaria en lo que le queda de elegante, bien resuelta, sin duda ingeniosa, con los atributos del panfletista desflecado (adjetivo de David Viñas), que ve amenazas inexistentes, horrorosos nacionalismos, inquisidores atrabiliarios y otras yerbas del bestiario del ciudadano exquisito. ¿Nosotros atados a los postes restringidos de cualquier cierre cultural? No, amigo mío: somos hijos de José Martí, universalista latinoamericano, y de José Lezama Lima, poeta irredento. Nunca nadie quiso impedir sus conferencias; ahora le pedimos que las dé si es posible con los temas de este debate, que se informe adecuadamente sobre las ideas que trata de embestir, y una vez cumplido, que trate de exponer caballerescamente sus ideas, como en otros tiempos supo hacerlo. La ciudad que todos deseamos ver sin el mundo viscoso de las órdenes y oscuros poderes que usted caracterizó y criticó muy bien en sus primeros escritos, lo espera para un digno debate. No se hurte de él con esas fáciles prisas por el agravio inútil.
* Ensayista.

http://www.pagina12.com.ar/diario/debates/32-164125-2011-03-14.html

Por Eduardo Grüner

Más pavadas para Vargas

Uno duda, mucho, antes de darle más “largas a Vargas” –para retomar la feliz expresión radragasiana de Horacio González–. Muchos amigos dicen: Vaya, ya basta, ¿van a alargar la lata hasta la sanata? Argumento atendible. Es un riesgo, sí: hay cosas más dramáticas, Libia, Japón (a lo mejor tiene razón Rep y viene el tsunami final antes de la Feria). Y, aun admitiendo quedarse entrecasa, dicen, no será darle demasiada manija al plumífero (alguien debe recordar ese epíteto del colorado Ramos), no será darle demasiado pastito a las fieras, dale, largá, que venga, diga lo que quiera y se vaya, y a otra cosa, total, estas pavadas pasan, igual ni tirios ni troyanos van a cambiar de opinión por lo que diga ninguno de ambos bandos. El propio Vargas debe estar pensando eso, en su nuevo papel de “primer sorprendido”. Pero, no, mire, Vargas, el tema es otro, no es usted, no sólo usted, por lo menos. El tema es, justamente, ese de los “dos bandos”, de los tirios y troyanos. Así que usted sabrá disculpar, usted comprenderá, porque es un hombre de textos, que lo usemos como pre-texto para discutir eso. Vea, lo voy a decir, para empezar, con un apólogo. Viñas se nos fue prematuramente –como pasa siempre–. Voy a ser completamente egoísta, y hasta un poco brutal. Pero es que me atrevo a pensar que más de uno habría alquilado balcones –parece que en una época los balcones se alquilaban– para escuchar qué le respondía David. ¿Quiero decir con esto que lo habría hecho mejor que González? Claro que no: lo habría hecho de otra manera, seguro, pero la respuesta de Horacio –la habrá leído, imagino, ya que leyó las anteriores– es impecable (como dicen los uruguayos). No, Vargas, la ventaja de Viñas es que usted no habría podido tan a la ligera tacharlo –porque usted lo usa como tachadura: como anulación y descarte– de intelectual “K”. O sea: usted se hace el distraído, o, como se dice, “finge demencia”, dando por descontado, con un plumazo, que todo el que se atreve a objetar lo que usted piensa y dice es un intelectual “K”. Es una doble operación –hábil, pero hay otros hábiles, créame, que han adquirido habilidad de lectura leyéndolo a usted entre muchos–: paso uno, todos los que se le oponen son “K”; paso dos, a los que son “K” –usted no necesita explicar esto, lo da por sobreentendido– los descalifica como intelectuales. Su lógica, en este punto, me hace acordar a la de los muchachos de la Liga del Norte italiana, que llaman “africanos” a los de Sicilia, dando por sentado que “africano” es un insulto. Pero, Vargas, usted sólo está insultando a su propia inteligencia: usted sabe, es un hombre de letras, que no puede usar una letrita para tapar una maniobra ideológica tan ramplona. Y si se la cree en serio, permítame, con toda humildad, que le corrija su doble error: paso uno, no todos los intelectuales que lo discutimos –perdone que me incluya pedantemente en esa magna categoría, es para ir rápido– somos “K”; paso dos, no todos los intelectuales que ademáss son “K” actúan como “funcionarios”, aunque desempeñen alguna función: como diría una psicóloga amiga, “no proyecte, Vargas”: si algún “funcionario” hay en este debate, no es precisamente González. Pero no hay, en verdad, tales errores (tal vez sólo algún exceso): todo esto usted lo sabe perfectamente. Sigamos –como dijo otro intelectual argentino– con el “paso a paso”: paso uno, usted les da letra fina a sus amigos de la nación (de cualquier nación, puesto que usted se precia con justicia de ser cosmopolita) para que “tachen” a los intelectuales discutidores de “K”, es decir de peleles de alguna voz “oficiosa”; paso dos, ya que estamos, usted alimenta –porque a sus amigos les conviene– un lamentable sentido común que viene creciendo como una fatalidad desde el lío aquel de la 125 (usted estaba casualmente aquí, se debe acordar): a saber, que todo el que piensa diferente –no digamos ya en contra– de lo que piensan sus amigos es una suerte de fundamentalista “K” irracional, troglodita, un poco fascistón, o estalinistón, vaya a saber. Vale decir: una especie de alambicada, retorcida, bizantina teoriita de los dos demonios, con usted trabajando de ángel componedor. No sé bien cómo logró imponerse ese gigantesco (e interesado) malentendido de que aquí todo es “K” o anti-K”, pero usted, Vargas, bien que lo aprovecha. Y, mire, no, no hay ángeles y demonios tan fácilmente etiquetables, al menos por fuera de extremos sobrehumanos. En la tierra firme hay otras cosas: hay luchas políticas e ideológicas, por ejemplo, que implican toda clase de complejos matices, alineamientos “coyunturales” dentro de las estrategias “estructurales”, todo eso que no facilita esos acantonamientos simplotes que sus amigos (y no solamente: a algunos “K” también les sucede) nos quieren vender. Usted eso también lo sabe, Vargas, o lo sabía. En los años ’60 –supongo que no lo ha olvidado– usted firmó la famosa carta de protesta ante el gobierno de Cuba por el caso Padilla. ¿Lo hizo porque ya entonces era de derecha? No, al contrario: lo hizo porque era de izquierda, y le pareció (no hace falta ahora abundar sobre las complicaciones del asunto) que había cosas que no se podían hacer en nombre de la izquierda. Un gesto bien consistente. ¿Y necesito recordarle que aquel manifiesto lo encabezó nada menos que Sartre (a quien, dicho sea de paso, usted destrató tan peyorativamente en su prólogo a Madame Bovary. Qué nos esperará a los demás...)? Es decir: hubo un tiempo en que usted sabía discriminar sin ser un discriminador. Por supuesto, después usted cambió de idea. Nada tenemos que objetar a eso, entiéndase. Todo intelectual tiene el derecho –y hasta la obligación, si ese vuelco lo siente honestamente en su “fuero interior”, como se dice– de defender sus cambios de ideas. Pero una cosa es cambiar de idea, y otra cambiar de posición. Me explico, o trato: una cosa es, sea de izquierda o de derecha, ejercer el deber intelectual de criticar lo que se juzgue criticable también en el propio “bando”, y otra cosa es escamotear detrás de la crítica al otro bando las perversiones del propio (eso se llama “parte por el todo”, “fetichismo ideológico”, y en el límite clínico “psicopatía”). Porque, caramba –no, empezamos esto como pequeño homenaje a Viñas, así que no digamos “caramba”–, carajo, Vargas, usted sabe bien, ha leído a Shakespeare, que hay más cosas entre el cielo y la tierra que las que nuestras filosofías pueden explicar. Sabe bien que no le basta anteponer la letrita “K” para ocultar, como quien tapa el sol con el pulgar, que hay muchas posiciones que oponerle (suponga que le digo: yo no soy “K”, Vargas; entonces, ¿qué hacemos? ¿Se niega usted a discutir conmigo? ¿O alucina que estoy de su lado?), así como sabe bien que no le basta citar su oposición a Videla o a Pinochet para ocultar su apoyo a las masacres de Irak o Afganistán, perpetradas por los mismos, o equivalentes, mandantes de Videla o Pinochet. Y, con todo respeto por las proporciones, sabe bien que no le basta tildarlo a González de “funcionario” para invalidar sus argumentos. Y sabe bien que la crítica intelectual, que usted tanto ha ejercido bien o mal, no es censura, ni llamado a la prohibición, ni linchamiento. Y si usted sabe todo eso, Vargas, ¿está entonces jugando el jueguito de la “razón cínica” (con perdón de esa notable escuela filosófica de la Antigüedad)? Lo hemos leído mucho, como dice Horacio, y nos cuesta creer semejante cosa. Claro que el aprecio literario tampoco es garantía de nada, y –aunque me gustaría insistir en que este es un debate político, no poético– Américo Cristófalo, en alguna de estas mismas doce páginas, pudo arriesgar no que usted no “escribe bien” –no conozco una definición infalible de qué significa eso– sino que, junto con su ética, usted había cambiado su literatura. No sé, tal vez los liberales, y para colmo un poco ingenuos, seamos nosotros: todavía creemos que un intelectual tiene deberes. Consigo mismo, para empezar. En todo caso, para volver al principio, no se me ofenda, pero usted es una simple excusa, que “cayó como peludo de regalo” (habrá leído, casi seguro, nuestra poesía gauchesca). La anécdota feriante, en sí misma, carece de mayor trascendencia; hablamos de otra cosa. No hace falta que gallee, pues, que patotee con que entonces ahora sí va a venir a hablar de política, etcétera. ¿Qué quiere que le repliquemos? ¿“Que se venga el marquesito”? No, Vargas, no vamos a usar ese lenguaje de bravucón entorchado para darle el gusto de que siga ciniqueando con la pavada de que lo tratamos del mismo modo que la dictadura. Usted puede venir cuando quiera, no hace falta que se lo digamos ni que nadie le dé permiso. Ni siquiera que lo inviten. Sepa, sí, que respecto de este tema, “estamos en otra”. Diga lo que le plazca, donde le cuadre. Ni la ciudad ni los perros argentinos lo van a maltratar. Lejos de ello, usted puede, si quiere, tener con nuestros intelectuales, sean o no “K”, una buena conversación. En la Catedral, incluso, si gusta. O en la vereda de enfrente: desde allí también se puede hablar en serio.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-164230-2011-03-16.html

Zamba de Vargas

 Por Noé Jitrik
Ahora, que parece irreversible, e irreparable, como al final de una batalla perdida, que el escritor peruano (lo señalo por si alguien ignora este dato) Mario Vargas Llosa vendrá a la Argentina, país que le preocupa intensamente, e inaugurará la Feria del Libro, se me precipitan algunas imágenes personales, fogonazos de recuerdos que las discusiones de estas últimas semanas despertaron.

Sobre ellas, sin ánimo de soplar un poco más sobre los hervores a los que asistimos, puedo decir que la pelea –que eso es una polémica– tuvo momentos intelectualmente interesantes: las intervenciones de Horacio González, las reflexiones de Eduardo Grüner y por ahí tal vez algún otro aporte que no he terminado de recoger; también momentos inertes, de varias personas de excelente intención pero que volvían a los argumentos en curso como si los estuvieran concibiendo en ese preciso momento. Toda esta zona muy en contra del vehemente peruano, muchos muy afectivamente sentidos por sus opiniones sobre este país, su cultura, su política, su gente y hasta su clima, muy pocos poniendo en cuestión la importancia de su obra, ni qué decir discutiéndola. También hubo algunos deficientes que, ignorando que balbuceaban, terciaron (un desconocido Juanete Tercanova, por ejemplo) sin traer mayor luz al conflicto. No pueden dejar de contarse los sorprendidos “de lejos” de que se pusiera en la picota a tan distinguido escritor, cuates de Vargas o equidistantes árbitros de un partido cuyas reglas ignoraban: uno puede imaginar las caras que pusieron y el desenfado con el que opinaron. Lo curioso fue la admiración que causó la intervención de nada menos que la Presidenta, los paños fríos que puso alegraron a quienes tal vez no defiendan al peruano pero que detestan a sus contendores. Fue un bonito vericueto, nada pone más contento que el que le pongan un bozal a un potro que se piensa que está desbocado y que lo haga el dueño del caballo. Vargas también intervino pero no añadió gran cosa a todo lo que, precisamente, quienes lo cuestionaron condenaban. Tuvo sus defensores locales desde luego, libertad de opinión, censura, autoritarismo, en fin obviedades más bien vulgares que no tiene sentido rememorar pero que tendían, como lo hacen casi todos los días, a endilgarle al Gobierno la horrible intención de menoscabar a un cuasi genio.

Pues, todo esto ya pasó, el cuestionado promete contraatacar en persona y en el “locus”, que no será, según parece, “amoenus”, y como los argumentos son siempre los mismos no creo que se pueda esperar que el fuego de la pasión se reavive: ni Vargas Llosa reconocerá que su don analítico y/o profético es algo corriente y más bien alimentado por estereotipos, ni la Feria que metió la pata, ni los críticos del episodio creerán que todo está bien y que la presencia de este Premio Nobel será un acontecimiento inolvidable por la riqueza de conceptos y la originalidad de su pensamiento.

Así que ya está y vuelvo al comienzo, o sea a lo personal. Y el comienzo es una escena en una casa de la calle Copérnico, en la que Leopoldo Nacht y su mujer, Beatriz, solían recibir a los pichones de escritor que éramos hacia 1960. En una de esas noches, alegres, divertidas, amistosas, desembarcó Mario Vargas Llosa, que acababa de publicar La ciudad y los perros, novela que de entrada tuvo un considerable impacto y cuya temática y estilo eran muy propios de un momento de auge existencialista, mucho compromiso, mucha denuncia, mucho ímpetu. Por eso, algunos asistentes esa noche fueron amistosos y cordiales, otros, que compartían esa poética, lo miraron con reservas y desconfianza, era un momento en que, excepción hecha de Cervantes, ningún novelista podía ser aceptado así como así y menos los que se ocupaban de temas tan candentes como ésos, a saber las infamias de la oligarquía, las brutalidades de las dictaduras, los injustos privilegios sociales, la asepsia de determinados escritores, más bien oficiales. David Viñas, presente en esa reunión nocturna, que también había estudiado en un liceo militar, encarnaba esa distancia que, por el momento, era prudente porque Vargas no se salía, con astucia, del carril y, por añadidura, era recibido con todos los honores no sólo por nosotros sino sobre todo por Cuba y alguna de sus instituciones, la Casa de las Américas notoriamente, que entonces poseía un poder sancionador indiscutible. Era un mundo de relaciones y afinidades, tanto que cuando los cubanos le publicaron a Viñas en 1962 su premiada Los hombres de a caballo, Vargas Llosa figura en las dedicatorias, detalle que desapareció en las ediciones posteriores de ese comprometido relato.

Durante aquella reunión muchos, entre otros yo, pensaron que Vargas Llosa era un amigo y que por lo tanto formábamos parte de un grupo o universo o mafia o como se la quiera llamar, en parte bajo la cúpula de la Revolución Cubana, en parte por la realista poética de la denuncia, en parte porque era irresistible la tendencia a la formación de grupos y el anudamiento de amistades que prometían ser eternas.

En esa creencia, no desmentida por los hechos, me encontré dos veces con Vargas en Europa; en París, después de Mayo del ’68 la primera: en una reunión en la Ciudad Universitaria –que culminó con una gigantesca cena en un lugar árabe, cous-cous lleno de luces mediante, con César Fernández Moreno, Tomás Eloy Martínez, Sylvia Rudni, Juan José Saer y varios más– Vargas tuvo una respuesta muy eficaz cuando uno de sus paisanos le recordó, a voz en cuello, que Hugo Blanco había dado su vida por la revolución. “¿Qué?”, le dijo serenamente, “¿usted quisiera verme muerto?” ¡Cómo sonaba una declaración semejante en ese ambiente tan jugado! Son momentos y no es ingrato recordarlos. La segunda vez fue al año siguiente en Londres: asistió a una conferencia que emití en el King’s College; recuerdo el tema, era sobre las relaciones entre personajes y diálogos en la narración. El estuvo en desacuerdo con mis hipótesis pero el agua no llegó al río y al día siguiente comimos juntos, incluida su mujer de entonces, ya no recuerdo si era su tía, su prima u otra cosanguínea. Fue buena la comida, hablamos, nos entendimos, simpatizamos.

Tal vez por eso me sorprendió que hacia 1982, creo, cuando coincidimos en un cóctel en Alemania, promovido por una Verlag no sé cuántos que le estaba publicando alguna de sus novelas, no hablé con él, no pareció reconocerme, estaba repartiendo sonrisas entre alemanes ansiosos, en pleno triunfo. Es cierto que ya había roto estrepitosamente con Cuba, es cierto que le habían dado unos cuantos premios y que el furor por el “boom”, del que formaba parte como su cuarta pata, rendía todavía muchos frutos, pero nada de eso, me parecía –reconozco mi error de apreciación– justificaba la pérdida de la memoria. Quiero creer que no sentí demasiado la herida narcisista pero tal vez también me equivoco en eso puesto que recuerdo la escena con toda precisión.

No me extraña que posteriormente yo no haya hecho el menor intento de reanudar la conversación londinense, más cuando ya se estaba deslizando por el tobogán de una política que no me parece elegante calificar pero respecto de la cual no podría dejar de pensar que una cosa es la decisión de cambiar de ideas y otra el ridículo, aunque tampoco me tomo demasiado en serio, puede ser simplemente que una carrera de éxitos en el mismo campo en el que uno no obtiene más que solitarias, aunque reconfortantes, lecturas, dé lugar a un sentimiento vergonzante de resentimiento y, por qué no, de enferma envidia.

Luego algunas lecturas, no muchas: la divertida Elogio de la madrastra, muy excitante, muy “La sonrisa vertical”, su entidad pública, su candidatura a la presidencia en el Perú –lástima que le ganó el payaso de Fujimori, podría haber sido como Rómulo Gallegos, novelista social igual que él–, artículos en diarios importantes, un hijo acaso más emprendedor que él mismo, más novelas hasta el Nobel que le acarreó innumerables elogios y reconocimientos en los que toda comparación era evitada cuidadosamente.

Algunos no estaban tan felices: su libro sobre Onetti, según afirma Roberto Ferro –yo no lo leí–, no es que sea flojo, está lleno de inexactitudes, por decir lo menos; su última novela ha sido juzgada por Oscar Collazos como un aparato casi metálico por fría; circula una indignada carta de 1995 de Juan José Saer a propósito de las vueltas que le dio a la cuestión de los derechos humanos en la Argentina durante la última dictadura; en su reivindicación Esteban Peicovich rescata en La Nación una carta que como presidente del PEN Club le escribiera a Videla reclamando por el derecho a la libre expresión de los escritores amenazados por una creciente censura, en fin, el conjunto es como la novela de un joven apuesto, bien vestido, londinense o barcelonés, triunfador, realista, bien remunerado, pero en lo que me concierne nada ya personal y directo, ni que importe, sólo un nombre lejano como tantos otros, una presencia que uno juzga de acuerdo con lo que piensa sobre lo que dicho nombre u hombre emite, ya tristemente perdida la atmósfera que reinaba en la casa de Leopoldo Nacht aquella noche de 1962, cuando todos los que estaban ahí se prometían un futuro y creían que irían a alcanzar con las escrituras por venir un mundo algo menos falso, más poético.

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-164355-2011-03-17.html

Dejo mi saludo ritual al Marquéz como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.

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