
Arabia Saudita,
el factor clave
El terremoto de las  pasadas cinco semanas en Medio Oriente ha sido la experiencia más  tumultuosa, devastadora y pasmosa en la historia de la región desde la  caída del imperio otomano. Por una vez, conmoción y pavor fue una  descripción apropiada. Los dóciles, supinos, incorregibles y serviles  árabes del orientalismo se han transformado en luchadores por la  libertad y la dignidad, papel que los occidentales hemos asumido siempre  que nos pertenece en exclusiva en el mundo. Uno tras otro, nuestros  sátrapas están cayendo, y los pueblos a quienes les pagábamos por  controlar escriben su propia historia: nuestro derecho a meternos en sus  asuntos (el cual, por supuesto, seguiremos ejerciendo) ha sido  disminuido para siempre. 
Las  placas tectónicas siguen desplazándose, con resultados trágicos,  valientes e incluso humorísticos, en el sentido negro del término.  Incontables potentados árabes habían proclamado siempre que querían  democracia en Medio Oriente. El rey Bashar de Siria dice que mejorará la  paga de los burócratas. El rey Bouteflika de Argelia ha levantado de  pronto el estado de emergencia. El rey Hamad de Bahrein ha abierto las  puertas de sus prisiones. El rey Bashir de Sudán no volverá a postularse  a la presidencia. El rey Abdulá de Jordania estudia la idea de una  monarquía constitucional. Y Al Qaeda, bueno, ha estado más bien callada.  ¿Quién hubiera creído que el anciano de la cueva de pronto saldría al  exterior y se deslumbraría por la luz de la libertad en vez de la  oscuridad maniquea a la que sus ojos se habían acostumbrado? Ha habido montones de mártires en todo el mundo musulmán, pero las banderas islamitas no aparecen por ningún lado.  Los jóvenes hombres y mujeres que ponen fin a los dictadores que los  atormentan son musulmanes en su mayoría, pero el espíritu humano ha sido  mayor que el deseo de morir. Son creyentes, sí, pero ellos llegaron  allí primero y derrocaron a Mubarak mientras los esbirros de Bin Laden  aún siguen llamando a deponerlo en videos ya rebasados.
Pero ahora una advertencia.  No ha terminado. Experimentamos ahora ese sentimiento cálido,  ligeramente húmedo que precede al restallar del trueno y el relámpago.  La película de horror final de Kadafi aún debe terminar, si bien con esa  terrible mezcla de farsa y sangre a la que nos hemos acostumbrado en  Medio Oriente. Y el destino que le aguarda,  sobra decirlo, pone en una perspectiva aún más clara la vil adulación de  nuestros propios potentados. Berlusconi –que en muchos aspectos es ya  una espantosa imitación de Kadafi–, Sarkozy y lord Blair de Isfaján se  nos revelan todavía más ruines de lo que los creíamos. Con ojos basados  en la fe bendijeron a Kadafi el asesino. En su momento escribí  que Blair y Straw habían olvidado el factor sorpresa, la realidad de que  este extraño foco estaba por completo chiflado y sin duda cometería  otro acto terrible para avergonzar a nuestros amos. Y sí, ahora todo  periodista británico va a tener que agregar la oficina de Blair no  devolvió nuestra llamada al teclado de su laptop.
Todo el mundo insta ahora a Egipto a seguir el modelo turco,  lo cual parece implicar un placentero coctel de democracia e islamismo  cuidadosamente controlado. Pero si esto es cierto, el ejército egipcio  mantendrá sobre su pueblo una vigilancia repudiada y nada democrática en  las décadas por venir. Como ha expresado el abogado Alí Ezzatyar, “los  líderes militares egipcios han hablado de amenazas al ‘modo de vida  egipcio’… en una no muy sutil referencia a las amenazas de la Hermandad  Musulmana. Parece una página tomada del manual turco”.
El ejército turco se ha revelado cuatro veces como creador de reyes en la historia moderna de su país.  ¿Y quién si no el ejército egipcio, creador de Nasser, constructor de  Sadat, se libró del ex general Mubarak cuando su tiempo llegó?
Y la democracia –la  verdadera, desbocada, fallida pero brillante versión que los  occidentales hemos hasta ahora cultivado con amor (y con razón) para  nosotros mismos– no va a convivir felizmente en el mundo árabe con el  pernicioso trato que Israel da a los palestinos y su despojo de tierras  en Cisjordania. Israel, que ya no es la  única democracia en Medio Oriente, sostuvo con desesperación –junto con  Arabia Saudita, por amor de Dios– que era necesario mantener la tiranía  de Mubarak. Oprimió el botón de pánico de la Hermandad Musulmana  en Washington y elevó el acostumbrado cociente de miedo en los  cabilderos israelíes para descarrilar una vez más a Obama y a Hillary  Clinton. Enfrentados a los manifestantes democráticos en las tierras de  la opresión, ellos siguieron la consigna de respaldar a los opresores  hasta que fue demasiado tarde. Me encanta eso de la transición ordenada:  la palabra ordenada lo dice todo.
Sólo el periodista israelí Gideon Levy lo entendió bien. ¡Deberíamos decir Mabrouk Misr!, escribió. ¡Felicidades, Egipto!
Sin  embargo, en Bahrein viví una experiencia deprimente. El rey Hamad y el  príncipe heredero Salman han estado plegándose a los deseos del 70 por  ciento chiíta de su población –¿80?–, abriendo prisiones y prometiendo  reformas constitucionales. Le pregunté a un funcionario del gobierno en  Manama si tal cosa es de veras posible. ¿Por qué no tener un primer  ministro electo en vez de la familia real Jalifa? “Imposible –respondió,  chasqueando la lengua. El CCG no lo permitiría.” En vez de CCG –Consejo de Cooperación del Golfo–, léase Arabia Saudita.
Y es aquí, me temo, donde nuestro relato se vuelve más oscuro.
Ponemos muy poca atención a esa banda autocrática de príncipes ladrones;  creemos que son arcaicos, analfabetos en política moderna, ricos (sí,  como Creso nunca soñó, etcétera), y reímos cuando el rey Abdulá ofreció  compensar cualquier descenso en el dinero de rescate de Washington al  régimen de Mubarak, como ahora volvemos a reír cuando promete 36 mil  millones de dólares a sus ciudadanos para mantenerlos callados. Pero no  es para reír. La revuelta que finalmente echó a los otomanos del mundo árabe comenzó en los desiertos de Arabia; sus tribus confiaron en Lawrence, McMahon y el resto de nuestra banda (I). Y de Arabia salió el wahabismo,  esa poción espesa y embriagadora –un líquido negro coronado por espuma  blanca– cuya espantosa simplicidad ha atraído a todo aspirante a  islamita y atacante suicida en el mundo musulmán sunita. Los sauditas criaron a Osama Bin Laden, a Al Qaeda y al talibán. No mencionemos siquiera que ellos aportaron la mayoría de los atacantes del 11 de septiembre de 2001.  Y ahora los sauditas creerán que ellos son los únicos musulmanes que  continúan en armas contra el mundo resplandeciente. Tengo la ingrata  sospecha de que el destino del desfile de la historia de Medio Oriente  que se desenvuelve ante nuestros ojos se decidirá en el reino del  petróleo, de los lugares sagrados y de la corrupción. Cuidado.
Añadamos una nota ligera.  He estado recogiendo las citas más memorables de la revolución árabe.  Tenemos Regrese, señor presidente, sólo bromeábamos, de un manifestante  contra Mubarak. Y el discurso de estilo goebbeliano de Saif al Islam al  Kadafi: “Olvídense del petróleo, olvídense del gas… habrá guerra civil”.  Mi cita favorita, egoísta y personal, llegó cuando mi viejo amigo Tom  Friedman, del New York Times, se reunió conmigo a desayunar con su  acostumbrada sonrisa irresistible. “Fisky –me dijo–, ¡un egipcio se me  acercó ayer en la plaza Tahrir y me preguntó si yo era Robert Fisk!”
Eso es lo que yo llamo una revolución.
Por Robert Fisk
The Independent
Nota (I) El autor alude a Inglaterra 
Traducción: Jorge Anaya
Saludos rituales, Bocha. 
 
 
 
 
 

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