Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

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martes, 12 de febrero de 2013

Películas: Django sin cadenas (o desencadenado) y La noche más oscura.

Por Enrique Lacolla

La proximidad de la entrega de los Oscar hace llegar a las salas comerciales o a los videos, una cantidad de títulos que se cuentan entre los más importantes rodados durante el año pasado. Aquí analizamos uno bueno y otro deleznable en su intención.

Django sin cadenas.- Quentin Tarantino es un tipo aparte en la fauna del cine norteamericano. Es un cultor de la violencia, del cine “gore”, del gran guiñol, a una escala desmesurada incluso para un cine como el estadounidense, aquejado por una especie de patología de la violencia. En Tarantino, sin embargo, la violencia, si bien puede ser hiperbólica, invasiva y envolvente, no es gratuita como en la generalidad de las producciones comerciales de ese origen, que la han escenificado tanto y de acuerdo a mecanismos tan repetitivos. Hasta el punto de haberla en cierto modo esterilizado.. . 

Al decir esterilizado no quiero implicar que su producido sea innocuo. El grueso de la producción policíaca, de terror, guerra, asesinatos, asaltos y emboscadas que regurgita del cine norteamericano no es, en sentido estricto, una vacuna. Lo es sólo en la medida en que crea anticuerpos en el espectador no contra la violencia en sí misma, sino contra su capacidad para reaccionar frente a ella. El espectáculo de la tortura, la violación, las rociadas de balas que matan a gente indiferente o repelente para el público en la platea, mientras deja intactos a los “héroes”, hace que la masa de los espectadores reste significado a esas orgías de sangre y que cuando esa misma violencia, allí ficticia, se ejerza en la vida real, en lugares remotos y sobre individuos a los que la propaganda pinta casi como alienígenas, la acepte y la acoja incluso con satisfacción.(1) 


Pero el cine de Tarantino no discurre sobre ese carril tortuoso. La violencia que pone en escena es, a pesar de su desmesura, mucho más realista. Y también políticamente incorrecta, al revés de lo que propone el canon hollywoodense de estos días. Se inserta en un ámbito donde ciertas coordenadas de la historia se engarzan con la mitología que con ellas ha fabricado el cine. Al hacer esto, al crear una nueva leyenda, ayuda a preguntarse sobre la realidad que pudo tener ficción que ha rodeado a la anterior. Es el caso de Bastardos sin gloria y también de Django sin cadenas


Pero cuidémonos de enfatizar demasiado este punto. Lo esencial en Tarantino es su desbocado amor a la forma fílmica y a su historia. El director de Los perros de la calle ha acuñado un cine que le pertenece en exclusiva, brutal, profano, irónico y lleno de citas a realizadores y movimientos cinematográficos del pasado. EnDjango sin cadenas la referencia y el homenaje apuntan al spaghetti western, el género glorificado por Sergio Leone y Sergio Corbucci allá por los años sesenta y setenta. Grueso, popular, desaforado y pasablemente ridículo en ocasiones, produjo sin embargo algunos filmes memorables, como El bueno, el malo y el feo,Los héroes de Mesa Verde (“A fistful of dynamite”) o Érase una vez en el Oeste. La fantasía y la inverosimilitud se daban de la mano en esas películas con un puntillo realista que rescataba casi sin darse cuenta el rostro bárbaro de la conquista del Oeste. De algún modo ese género daba vuelta a la sentencia de John Ford cuando hacía decir a uno de sus personajes: “entre la verdad y la leyenda, elijo la leyenda”. 


Django desencadenado –yo preferiría esta traducción a Django sin cadenas, pues infiere no sólo la liberación de los grilletes del esclavo, sino también la explosión de su ira-, se ambienta un par de años antes del estallido de la guerra civil entre los estados, y en este sentido se la puede acoplar, quizá no arbitrariamente, con el otro título de Spielberg que comentamos días pasados en esta misma página: Lincoln


Tarantino y Spielberg son antípodas, a pesar de que ambos son cultores del cine popular. Los dos son maestros en el arte del relato y en la habilidad para capturar la atención del público hasta el punto de proponer su seducción, cosa que a veces los aproxima a la demagogia. Pero Spielberg se atiene a la tradición clásica de Hollywood, con historias bien reflexionadas y atadas a guiones irreprochables, manejando tanto el cine de aventuras como el de la reflexión crítica (aunque por supuesto mechada por la acción física, como es el caso de Munich(2)), mientras que Tarantino se vincula más bien al cine clase “B”, al “comic”, a las historietas y a las películas de género como son las de artes marciales, las de pistoleros o las de guerra. 



En Django desencadenado Tarantino toma a dos personajes –un dentista alemán reciclado en caza-recompensas- y un esclavo al que el primero rescata con el propósito de hacerle identificar a tres fuera de la ley que está persiguiendo. El Dr. Karl Schultz (personificado de manera deliciosa por Christoph Waltz, el fascinante y mefistofélico coronel de la SS en Bastardos sin gloria) es un tipo que interpreta siempre el mandato que tiene de capturar “muerto o vivo” a un proscrito, en el primero de los dos sentidos. Esto no le impide detestar la institución de la esclavitud y que se aficione al negro que ha liberado, convirtiéndolo en su colaborador remunerado. El pacto que se establece entre ellos es que Django, el negro, colaborará con su mentor a cambio de que este lo ayude a rescatar a su esposa, esclava en la plantación de un siniestro traficante interpretado, con deleite, por Leonardo Di Caprio. 


La película tiene dos tiempos; el segundo está marcado por la aparición de este tercer personaje. La primera sección es vertiginosa, arrolladora; la segunda ingresa a un paso más lento –pero no más calmo, pues la bestialidad y la violencia están siempre latentes e irrumpirán sin frenos en la última media hora del filme. 


El arte de Tarantino se basa en familiaridad con el museo del cine: sus películas citan una infinidad de referencias a las que ilustra y varía de múltiples maneras. En Kill Bill era el filme de artes marciales, en Pulp Fiction el filme de gangsters y en Bastardos sin gloria, la película de guerra y los próceres del expresionismo alemán, matizado todo por un toque de spaghetti western, como introduciendo el tema del que sería su siguiente trabajo, la obra que estamos comentando. Aquí Tarantino se remite como hemos dicho a las figuras de Corbucci y Leone, apela a los servicios de Ennio Morricone en una composición musical y especifica aun más su homenaje aportando la presencia de Franco Nero, el Django original, en un fugaz cameo. También se permite un guiño a Pierrot le Fou, de Godard, cuando evapora al personaje que fugazmente encarna volándolo con la bolsa llena de explosivos que lleva sobre el cuerpo. 


Pero no es sólo la aventura por la aventura en sí lo que habita a Django desencadenado; está también el asunto de la esclavitud y del pasado estadounidense. Y es aquí donde podemos establecer una comparación entre la película de Spielberg que mencionáramos y el filme de Tarantino. El director de Lincoln teje una compleja trama narrativa para mostrar los tejemanejes de la política y la suprema habilidad del presidente para arribar a una solución a medias del problema de la esclavitud, manejando con pulso de alquimista las medidas de la concesión y la intransigencia. Tarantino elige, como era de prever, un camino mucho más radical. Sus personajes en vez de aceptar un arreglo humillante, estallan y, en vez de conceder, vuelan la plantación donde se la perversidad se aloja. 



El arte es flexible y permite fantasías que no se acomodan con la realidad. Pero no por eso deja de plantear opciones que están en el fondo de las cosas. La liberación del mal pasa por el exterminio de quienes lo encarnan, y Tarantino no se queda corto a la hora de distribuir plomo y dinamita sobre esos personajes. Es regocijante la manera en que Django ajusta cuentas con el mayordomo negro de la plantación, una especie de Tío Tom (interpretado por Samuel L. Jackson) no sólo servil sino también cruel con los otros esclavos. No en vano el radicalismo negro ha convertido al personaje de Harriett Beecher Stowe, cuya novela tanto ayudó a la causa abolicionista en el siglo XIX, en la encarnación del sojuzgamiento aceptado y de una bondad evangélica que en definitiva se resolvía en la aceptación de su destino servil. Aquí Stephen, el mayordomo que asiste a Candie, el terrateniente personificado por Di Caprio, es un monstruo cuya devoción por la familia del amo lo convierte en un diligente verdugo de los suyos. Esta es una de las invenciones más brillantes de la película de Tarantino y no es casual que ella se cierre con la aniquilación de este personaje –muerte necesaria para que su raza viva. 


La brillantez narrativa del filme es enorme y se encadena en un montaje con momentos de gran intensidad y con efectos visuales –como las gotas de sangre que van a salpicar los copos de algodón- tan bellos como significativos. El humor que distingue a los guiones que escribe Tarantino chisporrotea a lo largo de toda la película y toca momentos excelsos, como en la ridícula cabalgata de los primeros cultores del Ku Klux Klan. De las interpretaciones hemos hablado ya, de modo que no queda mucho que agregar. James Foxx como Django está muy bien, aunque la película pierde algo de su atracción con la desaparición de los personajes de Di Caprio y sobre todo de Christoph Waltz. Se los extraña y uno quisiera verlos reencarnarse para seguir disfrutándolos. 


La noche más oscuraO de cómo aprender a despreocuparse y a amar la tortura.- 



Kathryn Bigelow es una talentosa realizadora norteamericana que cuenta en su haber un buen relato de guerra, The hurt locker, donde sin embargo mostraba ya la hilacha en el sentido de que se trata de una cineasta al servicio de las tesis propagandísticas del sistema de poder que enseñorea a Estados Unidos. Esa historia ambientada en Irak se centraba en un núcleo de guerreros encargados de la peligrosa misión de desactivar IEDS ( Improvised Explosive Devices) sembrados por la resistencia iraquí contra la ocupación norteamericana. Los soldados norteamericanos eran mostrados sin adornos, indiferentes al sufrimiento propio y ajeno y encerrados en su propio ámbito, con un ominoso desdén para con el mundo que los rodea. Lo cual no dejaba de otorgarles un aura de heroicidad provista de cierta rudeza olímpica. 


En La noche más oscura esa alienación respecto de los datos del mundo exterior y esa obsesiva inmersión en la propia tarea está muchísimo más enfatizada y se combina con una inconsistencia histórica y con una falta de consideración humana que hacen de esta película uno de los más detestables documentos de nuestra época. Elleit motiv del filme no es otro que el elogio de la tortura como expediente para obtener información. La hipocresía y el cinismo (ambos términos se complementan) de los patrones de la CIA definen’ sus procedimientos como “técnicas de interrogación avanzada”, pero este eufemismo no puede disimular que el “submarino”, el castigo corporal, la exposición a situaciones humillantes, al hambre, al frío o al calor extremos; la falta de sueño, el abandono, la reclusión en cajas donde el prisionero yace desnudo en posición fetal, y la presión y extorsión psicológicas no son otra cosa que torturas. La película “normaliza” estos procedimientos al hacérnoslos ver como un componente necesario del gobierno del mundo en las actuales circunstancias. Aunque ese gobierno se lo hayan arrogado Washington y sus aliados por su propia cuenta. 



La Bigelow justifica esas prácticas a través de la experiencia de Maya, la agente de la CIA (personificada por Jessica Chastain, candidata al Oscar por esta prestación) que la película afirma fue la fuerza impulsora que llevó, tras once años de caza, al descubrimiento del escondite de Osama bin Laden y a su asesinato. O ejecución, si prefieren. 


El elogio de la tortura se desprende en forma natural de todo el desarrollo de la película, que no se guarda nada, desde las imágenes de castigo explícito hasta la admisión de los “sitios negros” en el mapa del mundo, hacia los cuales la agencia remite a sus sospechosos para que, ¡suprema muestra de humor negro!, la aplicación de las “técnicas avanzadas de interrogación” no violen la ley que prohíbe la tortura en el territorio de la Unión. 


Lejos de plantearse al menos un dilema ético en torna a su tema, la película tiende un manto justificativo respecto de los desafueros de los agentes de la “Compañía”. Lo hace de manera implícita, al abrir el filme con la grabación real de los diálogos angustiados de los pasajeros atrapados en los vuelos dirigidos contra las Torres Gemelas o con los llamados agónicos de quienes se encontraban sitiados por las llamas dentro de ellas. Es un expediente eficaz, conmovedor… y demagógico, pues no hace mención alguna a los millones de víctimas causadas por las intervenciones norteamericanas en el tercer mundo que precedieron al ataque; ni al hecho de que la gestación de la Némesis neoyorquina tuvo elementos dudosos que pudieron haberla hecho el escenario de una provocación monumental… 



La noche más oscura pudo ser escrita por un equipo de agentes de la CIA o por cualquiera de los asesores de George W. Bush cuando acuñaron el concepto de la "guerra infinita contra el terror”. El núcleo de esa teoría es que sólo trasgrediendo los límites de lo permitido en las convenciones internacionales será posible para Estados Unidos obtener venganza y seguridad. Bigelow sirve esta tesis con consecuencia nada admirable. Del relato se desprende un elogio de la tortura como resultado de la imagen en última instancia “humana” y “positiva” de los torturadores o de los que los comandan. Corren riesgos, están sometidos a mucha tensión. Esta, sin embargo, al menos aquí, deviene más bien de la falta de resultados de los interrogatorios que de la brutalidad con que se los practica y del problema moral que esos métodos conllevan. El filme por cierto podría justificar a los esbirros de la ESMA o a los miembros de la Gestapo. ¿Acaso Klaus Barbie no realizaba un esforzado trabajo en pro de la seguridad de la Wehrmacht cuando trabajaba en los cuarteles de la Policía de Seguridad alemana en Lyon, durante la ocupación? Él también perseguía a “terroristas” que asesinaban a los soldados alemanes y a los partidarios del gobierno colaboracionista de Vichy. 


La guerra no es un negocio amable, en especial cuando se trata de lidiar con organizaciones clandestinas. El “tercer grado”, por repudiable que sea, se desprende como un fruto podrido del árbol del bien y del mal. Pero una cosa es reconocer esa asqueante realidad y otra es justificarla, institucionalizándola y admitiéndola como parte de la vida cotidiana. Los verdugos pueden ser necesarios, pero hay que tener un carácter muy especial para aceptar la tarea. El filme de Bigelow apunta a hacer potables y notables (en un sentido exaltante) a esos personajes. Doblemente penoso resulta el hecho de que el elogio a esa función asesina esté referido a una mujer. Si este es un logro del feminismo –como en cierto modo insinuó la directora en algún reportaje- y si el personaje de Maya es un arquetipo de la mujer nueva, medrados estamos. La liberación de la mujer no puede pasar por igualar al hombre en lo que este tiene de más brutal, y por abandonar los rasgos de compasión y sensibilidad que se supone son connaturales al sexo femenino.

La trama está bien contada, desde luego, pero ese brillante y austero oficio no hace sino corroborar la perversidad del trabajo fílmico de Bigelow. Un dato interesante e inquietante para cerrar. En un reportaje concedido a La Nación, preguntada acerca de su próximo proyecto, Kathryn Bigelow contó que piensa ambientar su siguiente película en la Triple Frontera. Esto es, en el límite entre Paraguay, Argentina y Brasil, donde se asienta Ciudad del Este, que el gobierno norteamericano no se cansa en señalar como un nido de conspiradores árabes, de terroristas trashumantes y de narcotraficantes. La presencia del acuífero guaraní, de la represa de Itaipú y de los formidables recursos hidroeléctricos que pueden explotarse en la zona, nunca se mencionan en las difusas advertencias que emanan de Washington. Como dato al margen hay que mencionar que la embajada norteamericana en Asunción ha incrementado mucho su personal durante el año pasado, después del derrocamiento del presidente Lugo..(3). 

Si hacía falta algo más para sindicar a la Bigelow como una colaboradora de la CIA, creo que con esta precisión alcanza.

Notas 

!) Claro está que también puede haber efectos “colaterales” como gustan señalar los encargados de prensa del Pentágono. Por ejemplo, la matanza de escolares en un idílico pueblito del Medio Oeste o el ametrallamiento de un público adolescente que ha concurrido a ver una película de Batman. 


2) Una excepción la constituyó uno de las películas que menos se le ha tenido en cuenta a Spielberg: la estupenda El color púrpura, para mi gusto la película más sensible y conmovedora de este director. 


3) Nii Nikandrov: CIA orchestrates Pre-Election campaign in ParaguayStrategic Culture Foundation, Febrero 2013.

Fuente: http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=316

Saludos rituales, Bocha... el sociólogo.

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