Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

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miércoles, 11 de julio de 2012

El Viaje a la selva (II parte)

Artículo enviado por Lili Mansilla

 Por: Héctor Abad Faciolince

El escritor habla de los peligros de la minería en el Amazonas, de la cultura ancestral de los indígenas que allí habitan, y de cómo es vivir sin radio ni televisión ni internet.



5 El peligro de la minería
El riesgo más grande para la conservación cultural y ambiental de la selva podría venir del subsuelo (que sigue siendo de la Nación), es decir, de esa maldición vestida de bendición que sería la riqueza mineral escondida bajo la tierra. Hoy no hay peligro mayor que la minería para la integridad ecológica de la Amazonia colombiana. Con la derrota o el repliegue de la guerrilla, con la decepción de los narcos, con la llegada de gobernantes menos corruptos y más eficientes, un nuevo tipo de pertinaces visitantes ha aparecido en estos territorios de frontera: los geólogos. Desde Mitú se nota que son legión y que recorren los ríos haciendo excavaciones y mandando pruebas de suelo a los laboratorios nacionales o internacionales. Algunos de estos geólogos han sido contratados por grandes compañías mineras del mundo para que manden muestras de las piedras y el suelo. Y al mismo tiempo hacen lo posible por comprar al Gobierno títulos y derechos para, eventualmente, explotar el subsuelo.

La “confianza inversionista” y la política minera del anterior gobierno consistió en abrirse de patas y conceder derechos sobre el subsuelo a precios irrisorios por hectárea. Por pocas cosas que haya debajo de la corteza, hay empresas dispuestas a comprar millones de hectáreas en derechos, a semejante precio. Esos títulos, al fin y al cabo, se pueden revender en el mercado internacional. Y con un solo hallazgo de oro, plata, cobre, níquel o minerales escasos como el coltán, sus títulos se valorizarían exponencialmente. Ese es el mayor riesgo que corren estas tierras y estas comunidades indígenas. Sus capitanes y líderes lo saben y se preparan jurídicamente para defenderse, con la asesoría de Gaia, la Fundación de Von Hildebrand, entre otras instituciones y personas. Aspiran a que el Gobierno trace líneas infranqueables en su territorio, para que las reservas ganadas hace 25 años no sean invadidas por vías subterráneas y destrozadas por la minería. Hace poco el Gobierno impuso una moratoria para la venta de títulos en estos territorios. Es un primer paso en la dirección correcta.

Mientras esto ocurre, si es que ocurre, es asombroso recorrer el Pirá Paraná, visitar sus comunidades, y comprobar con los ojos que viven casi como vivían nuestros antepasados humanos de hace diez mil años. La experiencia es perturbadora y fascinante al mismo tiempo. Esto se puede ver como un retraso imperdonable, pero también como un mérito, una muestra de vitalidad y sacrificio en condiciones extremas; sobrevivir en la selva, sin técnica, es casi tan difícil como sobrevivir en el polo norte. Mi sensación es que están siempre en el límite de la supervivencia, esquivando la muerte con escasos recursos, muy poca comida, y en un contacto con la tecnología que es incierto, lejano, esporádico, y tan caro que casi nunca resulta posible o por lo menos estable. Siembran veinte variedades de yuca brava, siete de coca, algo de piña y plátano, y poco más. Recolectan frutos silvestres y raíces, dependiendo del período del año; comen insectos, en especial hormigas, y cazan aves y micos, todavía con cerbatanas y dardos envenenados. Tienen hachas y herramientas de labranza de hierro (este es el avance tecnológico importado que más les ha convenido), y tanques de plástico, en los que recogen el agua lluvia. Hay por ahí alguna motosierra herrumbrosa —ese enemigo número uno de los árboles centenarios— pero como la gasolina es carísima y casi imposible de conseguir, yacen arrinconadas y oxidadas en chozas carcomidas por el humo y la humedad. Los anzuelos y cordeles son modernos, pero la pesca es mínima, y sólo mejora cuando usan el barbasco en lagunas artificiales, pues el río es muy ácido, y pobre en peces grandes. Pero también el barbasco —por mucha tradición antigua e indígena que tenga— puede ser nefasto para la fauna del río.

6. La absoluta lejanía
Aunque estoy lejos de todo, geográficamente, a mí me parece que estoy mucho más lejos en el tiempo que en el espacio. Cuando la anomalía técnica de la avioneta se eleva, siento que me interno en el pasado del género humano, y que si hoy ocurriera un cataclismo nuclear, una larga noche producida por un meteorito, serían estas personas, capaces de sobrevivir casi con nada (agua, aire, hojas, pepitas, insectos), de comer cualquier cosa, y con el solo instinto de los ojos y las manos, los que tendrían el duro cometido de volver a poblar la tierra de seres humanos.

Nunca, ni siquiera en la China, me había sentido tan extraño y tan lejos de mi mundo. La selva amazónica es un inmenso desierto verde, lleno de vida, sí, pero inhóspito y casi invivible para quien no haya nacido ahí, para quien no sepa descifrar el confuso jeroglífico de esa infinidad de hojas, insectos, reptiles, bejucos, raíces, árboles y matas, tantas que se confunden en una acumulación caótica, un ruido visual incomprensible para ojos inexpertos. Las lenguas makuna, edduria o barasana (u otras de estos mismos cepos lingüísticos, que se hablan por allí) me resultan tan familiares y fáciles de entender como el mandarín. Allá, en lo profundo del Pirá Paraná, al sur del país, exactamente sobre la línea ecuatorial, esa entidad política y burocrática que llamamos Colombia es una cosa tan remota que ni siquiera hay funcionarios; ni ejército; ni paramilitares; ni narcotraficantes; ni policía; ni secuestrados ni secuestradores; ni curas; ni políticos.

Uno prende el radio de pilas, de día, y solamente oye hormigueos y silbidos siderales. Dos veces, en el insomnio de la madrugada, alcancé a oír algo: “Guerrillero, ¡desmovilízate!”, y el lejano acordeón de un vallenato. No hay electricidad y por lo tanto las noches sin luna son perfectamente oscuras; no hay música amplificada (qué descanso); no entra el celular (qué alivio); no hay sal, no hay azúcar, no hay tiendas para comprar azúcar o sal, papas o arroz; es imposible conseguir una cerveza, un aguardiente, una Colombiana, una Coca Cola; por supuesto no hay señal de internet o de televisión. Están ellos, los indígenas, los dueños de la selva, ellos con su vida compleja y su cultura ancestral, y ese ruido indescifrable de la inmensa diversidad biológica: miles y miles de especies botánicas y animales, incomprensibles e idénticas si uno no es nativo y vive de ellas, o al menos botánico o biólogo o entomólogo. Un blancuzco miope y citadino, como yo, no es más que un inválido en el corazón de la manigua. Todo conocimiento libresco, literario, es inútil y risible en esta que José Eustasio Rivera llamaba “Infierno verde” y que yo llamaría más bien “desierto verde”.

Moviéndonos por trochas, literalmente en fila india, o subiendo en canoa por el río, visitamos cuatro comunidades indígenas. La primera, San Miguel, es la más desarrollada y poblada, y me dejó una sensación ambigua de desolación y maravilla; la segunda, la maloca de Benjamín, durante un aguacero de horas, me reveló la ensoñadora verborrea que produce el mambe; la tercera, Sónaña, encerrada en sí misma, agobiada por la escasez y sordamente agresiva, me dejó un mal sabor en la boca, y temor en el pecho; la cuarta, Puerto Ortega, amable y amena, me reconcilió con la cultura indígena, me llenó de optimismo y esperanza. Trataré de ir con orden por las cuatro estaciones de mi viaje.

7. La comunidad de San Miguel
San Miguel alberga cerca de trescientas almas y fue fundada hace más de medio siglo por curas misioneros católicos que le dieron el nombre del arcángel. Me dicen que fue el padre Manuel Elorza, un cura negro, jesuita, el que trajo la imagen del arcángel y abrió un internado para que estudiaran los indios. Pero hace más de treinta años un grupo de indígenas iconoclastas se hartaron de los curas misioneros. Hubo un problema básico, elemental, y fue que los maestros misioneros empezaron a sentirse atraídos por las muchachas internas, y se dieron a la muy cortesana y descortés tarea de seducirlas. Las mujeres en la selva son un recurso más precioso que la yuca o el agua, por lo que los líderes indígenas se enfurecieron y resolvieron mandar al carajo a todos los maestros; quemaron la imagen del ángel, tumbaron la capilla y —con tal de no perder a sus mujeres— decidieron recobrar tanto su lengua como sus viejos rituales y prácticas religiosas. Ahora viven en un sincretismo que incluye, entre otros muchos dioses, a Jesús y a algunos santos y ángeles cristianos, más sus antiguas deidades: anacondas celestes, jaguares de Yuruparí, plantas rituales, antepasados, ánimas, hijos del tiempo (seres sobrenaturales que se comunican con nosotros durante el sueño o las tomas de yagé), lugares sagrados de peregrinación, micos, guacamayas, lapas, árboles, raudales…

Recién llegados nos llevan a conocer la maloca (que es el centro ritual, el lugar de reuniones, el comedor común cuando hay eventos y el corazón de cada comunidad indígena). La primera sorpresa —casi una alucinación contradictoria— ocurre en ese momento. Al pasar de la excesiva luz exterior a la penumbra de la maloca, nos deslumbra encontrar allí 13 computadores portátiles encendidos en los que un grupo de hombres jóvenes (más de 20, y una sola mujer) aprenden a usar procesadores de palabras. Transcriben el relato de sus lugares sagrados, de los mitos relacionados con su cultura y con el río Pirá Paraná, de sus migraciones ancestrales, en sus propias lenguas (pertenecen a distintas etnias), y a punto seguido copian la traducción al castellano. Los computadores están conectados a una pequeña planta eléctrica de gasolina, y los adiestran dos maestros de la Fundación Gaia (de la cual Martín von Hildebrand es el director). Teclean lentamente con sus índices para pasar a la pantalla las hojas que han copiado y dibujado a mano. Los dibujos de los animales y los lugares sagrados se escanean y se añaden al texto.

Entro y salgo varias veces de la maloca mientras los jóvenes pasan al computador sus investigaciones. Uso la puerta Sur (la de los hombres) y también la puerta Norte (la de las mujeres). En la maloca, como en las sinagogas y en las mezquitas, los hombres y las mujeres tienen zonas separadas, salvo durante los bailes rituales. Lo que más me gusta de la maloca, en la perpendicular luz del mediodía, en este meridiano del calor tropical, es que adentro todo está más difuminado, la luz más tenue y la temperatura es varios grados más fresca. Converso largamente con Roberto Marín (Yebá-Boso es su nombre tradicional), que me explica el significado de la maloca.

“La maloca (Hairi Wí, ‘Grande Casa’, en lengua barasana) es un modelo del cosmos. Representa, para nosotros, todo el territorio del Pirá Paraná, como si fuera un mapa. El techo es el cielo, la bóveda celeste: la vara de la cumbrera es el tránsito del sol; las varas de los lados son el tránsito de las constelaciones. Las cuatro épocas del año se rigen por el movimiento de Las Pléyades. Esas épocas son: 1. La de los gusanos que salen de la tierra. 2. La de los frutales silvestres; cuando los árboles florecen y les salen pepas. 3. La de Yuruparí, época de curación y prevención de las enfermedades. 4. La del cultivo —en la cual estamos— cuando se siembran las chagras y se cosecha. Las vigas de la maloca son los grandes raudales (o cachiveras) a lo largo del Pirá Paraná. Otros postes representan algunos lugares sagrados: el cerro Yupatí de la Pedrera (al cual pueden peregrinar mentalmente, sin moverse de la maloca, para recibir los buenos efectos de la romería); el Hueco de Guacamaya en La Chorrera. Las serranías de la región que cercan el territorio para salvaguardarse de invasiones...”.

La explicación es larga y cada vez se vuelve más compleja y detallada, mientras me señala partes cada vez más pequeñas de la maloca; es como resumir la Biblia en un rato, recorriendo una capilla con frescos, y por eso termino por perderme. Roberto me habla también de preceptos y dietas. Me explica cómo se cura la comida para que no haga daño (enfermedades y muertes ocurren por no respetar estos preceptos de dieta) mediante rezos y sahumerios. Luego me habla de los Jaguares de Yuruparí, que son los dueños de todo, y son criaturas que dejaron de ser personas y se convirtieron en seres sobrenaturales que, cuando se los invoca y vienen, purifican el ambiente de la región.

Al mismo tiempo me habla de plantas, raíces y tomas rituales (los niños empiezan a tomar alucinógenos desde los 7 años, más o menos al mismo tiempo que nosotros hacemos la primera comunión con una hostia insípida). Luego se explaya en una especie de relato obsesivo que tiene sobre las cosas que le dijo el yagé alguna vez (sé que es una obsesión pues luego oigo que se lo cuenta insistentemente también a Edward y a Martín). Repite mucho algo: que él no heredó la oratoria de su padre, que era hablador. Los dueños del yagé le dijeron que él no sería orador. Lo que él soñó fue con muchas mujeres que le servían, muchas chagras sembradas de coca y yuca brava (las hojitas de la coca se movían alegremente al viento, dice). Él preguntó: ¿de quién son? Y el yagé le dijo: esas mujeres son tuyas; esa yuca es tuya; esas hojitas de coca que se mueven alegremente son tuyas. “Por eso yo soy el soberano de los alimentos, y lo que debo hacer es asegurar el mantenimiento de la maloca. Tengo que aceptar las recomendaciones que los hijos del tiempo me revelaron a través del yagé”.

Esto fue, muy resumido, lo que le entendí a Yebá-Boso sobre su papel de líder en la comunidad. Espero no traicionar su historia ni su pensamiento. Le pregunto por la línea ecuatorial, que pasa tan cerca de allí. Él me dice: “Al norte de San Miguel, después de Caño Colorado, hay un raudal que, según nuestra tradición, es el centro del mundo: Gttaguibua. Por ahí, dicen los blancos, cruza la línea ecuatorial. Para nosotros es el centro del mundo”. Roberto Marín se queda callado: se echa en la boca grandes cucharadas de mambe, y se levanta para cambiar de interlocutor.

En San Miguel hay orden y limpieza; espacios abiertos, cancha de fútbol, escuela, puesto de salud. Es una comunidad consolidada, quizá con un problema de crecimiento pues se la ve hirviendo de niños por todos lados y, según ellos, eso no es bueno. Por tradición cultural, y por motivos de supervivencia, las comunidades del Pirá Paraná son seminómadas, con asentamientos fijos transitorios, que no deberían durar más de veinte años. Pasado este tiempo la tierra alrededor se agota. Los cultivos se hacen tumbando selva, quemando el rastrojo, y sembrando allí —fundamentalmente— las variedades de yuca brava que es la base de la alimentación, y las plantas de coca, a cuyas hojas los indígenas están tan apegados como a su propia tierra. Las proteínas se pescan o se cazan. El resto del alimento se recolecta, según las estaciones del año. Pero la tierra, la caza y los frutos se van agotando cuando permanecen mucho tiempo en un lugar. La selva es, en cierto sentido, pobre; no en diversidad (por algo las compañías farmacéuticas patentan ilegalmente su riqueza química), pero sí en alimentos. Su producción —sin fertilizantes ni insecticidas, que en su cultura son impresentables— no da para sustentar grandes poblaciones. Hay que dividirse por grupos, dejar el sitio y trasladarse separadamente más lejos, para encontrar tierra virgen, tumbar el monte y volver a sembrar en suelo fértil. El que se deja atrás necesita quince o veinte años más para recuperarse, y mientras tanto no debería tocarse.

Una población exitosa como San Miguel es, entonces, un peligro. Cada vez los desplazamientos a las chagras (extensiones de cultivo de cada familia) son más largos, hasta de seis y siete horas a pie para llegar y para transportar de vuelta lo cosechado. Eso hace difícil la vida, y todo demasiado laborioso. Esto explica, también, que las niñas pequeñas (de entre 6 y 10 años) se queden en el pueblo a cargo de los niños más pequeños (y los llevan cargados de un lado a otro, algunos casi tan altos como ellas, apoyándolos a horcajadas sobre sus caderas), mientras los adultos van a sembrar la chagra o a recolectar la yuca brava, en jornadas de ida y vuelta que duran todas las horas de luz.
Todo en la selva es paradójico. Una comunidad exitosa se convierte en un peligro para sí misma. En cierto sentido los indígenas viven como las comunidades de monjes: una vez hay demasiados en un sitio, se requiere abrir otro convento en otro paraje, más lejano, y el grupo se parte. Pero en San Miguel hay infraestructura para recoger el agua lluvia; hay radioteléfono para informar llegadas o calamidades; hay compartel (teléfono satelital) que funciona con energía solar y tarjetas que se compran en Mitú; reciben visitas de vacunadores y tienen una nevera (alimentada también con paneles solares) donde se guarda suero antiofídico, vacunas y otras medicinas básicas que deben estar refrigeradas, respetando la cadena de frío. Alejarse de la población es alejarse de todo esto, y pocos lo quieren hacer. Eso hace que, por la escasez de comida, crezcan las tensiones. La economía que practican (el comercio prácticamente no existe) no es para tantos, ni para quedarse quietos tanto tiempo. Pero tampoco es posible echar a nadie. Esa es la encrucijada en que se encuentran: algunos de ellos deberían irse, ¿pero quiénes?

Fuente: http://www.elespectador.com/impreso/nacional/articulo-357910-el-viaje-selva-de-hector-abad

Dejo mi saludo ritual como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.

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