Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

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miércoles, 28 de marzo de 2012

24 de marzo: Claves y persistencias

Por Enrique Lacolla
Fue la página más siniestra de la historia de la Argentina contemporánea. El sistema de poder que la posibilitó ha retrocedido, pero está lejos de haberse desvanecido.

La conmemoración del aniversario del golpe de estado de 1976 se ha instalado como un número puesto en el calendario político argentino. Hay motivos de sobra para ese registro. Pero quizá no siempre se lo evalúe en toda la intensidad y magnitud que tuvo esa fecha nefasta. A veces suele dedicarse tan sólo a la evocación de una catástrofe que arrojó un abrumador saldo de víctimas entre los pertenecientes a una generación. Importa sin embargo establecer una conexión histórica entre ese episodio y los que lo antecedieron y lo siguieron. Visto en esa perspectiva, el 24 de marzo de 1976 se sitúa como un punto de quiebre decisivo en la historia argentina contemporánea y pone en evidencia que las secuelas de ese horroroso experimento de ingeniería social están lejos de haberse eliminado todavía. 

No nos vamos a remontar a los orígenes de la historia argentina, aunque es evidente que esta se ha visto recorrida por una antinomia entre la antinación y la nación prácticamente desde un principio. Entre la aceptación de un desarrollo que consolidó las condiciones de la dependencia del poder externo y se ejerció a favor de unos estratos privilegiados, y los intentos dispersos pero persistentes de enmendar el programa oligárquico-imperialista ensayando alguna forma de autogestión dirigida a dotar al país de una soberanía verdadera, con participación de las masas populares y en beneficio también de estas, y no tan solo de una reducida casta de explotadores y sus clientes. 

El primer intento coherente en este sentido tuvo lugar a mediados del siglo XX y fue protagonizado por el peronismo. Este promovió la industrialización, produjo una importante redistribución de la riqueza, promovió la participación popular en las decisiones políticas -bien que a través del protagonismo casi excluyente de un líder carismático en el que se reconocían las masas-, y propulsó una política exterior que se independizaba de la sumisión al imperialismo y que entreabría las puertas a un proyecto de integración latinoamericana. Era demasiado para el establishment, que aprovechó los flancos débiles del gobierno y su aplastante personalismo para fraguar, con apoyo anglonorteamericano, las condiciones de los golpes de estado de junio y septiembre de 1955, que derrocaron de forma sangrienta a esa experiencia de poder nacional y popular. 

Los gobiernos peronistas sin embargo habían dejado una estructura industrial importante, que a su vez había dado lugar a una clase obrera consolidada y resistente. El ataque contra las conquistas laborales y la industria en general de parte de los nostálgicos de los fastos del Centenario, de la Argentina agro-ganadera y de los grupos de poder financieros y empresariales encontró por lo tanto obstáculos para llegar hasta el fondo. Se produce entonces un interregno calificado por una especie de empate social, en el cual un ejército purgado de sus componentes nacionales por la contrarrevolución del 55, desempeñaba el papel de garante del estatus quo; esto es, de dique de contención respecto de la expresión política de las masas descontentas. La proscripción electoral del movimiento mayoritario se prolongó a lo largo de 18 años, hasta que en 1973 la expansión de la guerrilla y el terrorismo y sobre todo la presión pública puso a la tutela militar del establishment contra la pared. No había más remedio que soltar lastre y llamar a Perón para que pusiera orden y realizara los objetivos de la revolución nacional interrumpida por el golpe septiembre de 1955. 

Pero la prolongada proscripción había hecho estragos. El jefe del movimiento nacional estaba viejo y enfermo, y bajo sus pies bullía una agitación encarnada en la juventud peronista y en los emergentes de la guerrilla montonera o ultraizquierdista que se revelarían imposibles de domar. Salidos en general de la clase media, hipnotizados por el ejemplo de la revolución cubana, creyentes en la “teoría del foco” y animados de desdén hacia el movimiento obrero tal cual era (es decir, muy distinto del modelo ideal fraguado por su imaginación calenturienta), presumieron que podían “rodear a Perón” e imponer un proyecto para el cual, obviamente, esta sociedad no se adecuaba en absoluto. El viejo jefe, que era experto en manejar a los otros y en no dejarse manejar por ellos, reaccionó de manera inclemente, pero, durante el breve lapso que duró su tercer mandato, sin llegar a brutalidades extremas. Y esto pese al asesinato por Montoneros del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, provocación monumental que quebró el regocijo por la aplastante victoria electoral de septiembre de 1973. La muerte de Perón unos pocos meses más tarde, abrió el camino a un caos que sería aprovechado por unas fuerzas armadas adoctrinadas por Estados Unidos y cuyos elementos, incluso los que podían nutrir un sentir nacional opuesto al de la cúpula, se fusionaban en el rencor y el miedo que sentían frente a un accionar guerrillero que las apuntaba en forma directa. Para el 24 de marzo del 76 la actividad subversiva había sido erosionada muchísimo, pero la situación de conmoción persistía, en gran medida alimentada por los choques entre el ala derecha y el ala izquierda del movimiento justicialista. 


Ruptura del interregno

Estos datos brindaron el pretexto para un golpe que no sólo terminó –a través de una represión insensata, copiada de los manuales de la contraguerrilla implementada en Vietnam y Argelia- con los remanentes de la guerrilla urbana, sino que consintió, en el clima de shock creado por esa represión salvaje, la destrucción de los pilares del Estado de Bienestar, el ataque al movimiento obrero, la imposición de políticas antiproteccionistas apuntadas a una liberalización irrestricta de las importaciones y la contracción de una deuda externa que no haría sino crecer en las décadas posteriores y que condicionaría pesadamente al país, hasta llevarlo al punto que los doctrinarios de la Escuela de Chicago establecían como propicio para la puesta en práctica de las tesis más extremas del “capitalismo del desastre”. Esto es: eliminación de las regulaciones y reglamentaciones que impidan la acumulación de beneficios de parte de los grandes conglomerados del capital financiero, recorte drástico de los beneficios sociales y traspaso a manos privadas de todo lo que los gobiernos populares habían creado en el sector de las obras públicas. Para facilitar esto último se pusieron en prácticas políticas de vaciamiento de empresas estatales que habían trabajado con mayor o menor eficiencia –como YPF, los ferrocarriles o Aerolíneas Argentinas- y se sumergió a la gestión pública de la economía con una avalancha de infundios y de información distorsionada que ocultaba que la finalidad substancial de los servicios públicos residía en su aptitud para el fomento y desarrollo del país en su integridad, y no en la maximización de un beneficio que iría a parar a manos de unos pocos empresarios privados, desinteresados de todo lo que no fuera la ganancia inmediata. 

La metodología infame que la dictadura procesista puso en práctica para sembrar el terror causaría un trauma perdurable en la psicología argentina. Hicieron falta casi 30 años para que los efectos del terrorismo de Estado perdieran gran parte de su mordiente. En el ínterin, sin embargo, el país había perdido el tren, tanto en el sentido concreto de la expresión, significado por la desestructuración de su red ferroviaria, como en el metafórico, supuesto por el retraso respecto de otras economías. Como la brasileña, pongamos por caso. Pues lo iniciado por la dictadura de 1976 a 1983 sería perfeccionado y recibiría sanción constitucional a través de los gobiernos “democráticos” que la siguieron, y que no tuvieron otra voluntad que la de seguir por el camino trazado. 


26 años y una década después

En diciembre del 2001, sin embargo, las redomas del furor estaban llenas. Las nuevas generaciones estaban hartas del saqueo; después de Malvinas y del desprestigio por lo actuado durante la dictadura, las fuerzas armadas no experimentaban el menor interés en reproducir el intervencionismo del pasado y la clase política estaba moralmente en quiebra. El país estaba otra vez en la puerta del caos. Por suerte hubo quien supo interpretar el momento y pudo sacar el país a flote, reconectando la gestión estatal a las pautas de un gobierno con pretensiones de nacional y popular. Néstor Kirchner y su mujer Cristina –provenientes de las filas del setentismo- han podido invertir algunas de las coordenadas más siniestras de la política económica y de la política internacional. Su accionar ha sido más que meritorio, en especial si se toma en cuenta lo que hubieran hecho sus opositores más en vista, tanto dentro como fuera del justicialismo. Pues la composición de lugar del neoliberalismo excluye cualquier atisbo de rebelión respecto al orden de cosas dictaminado por los pontífices de la Escuela de Chicago, y se guardaría muy bien de heterodoxias como la reanimación del mercado interno, las políticas activas de sostén a los grupos en situación de precariedad existencial, la repotenciación de la industria y la renacionalización de la seguridad social, llevadas a cabo por los gobiernos Kirchner. 

Ahora bien, como lo hemos dicho muchas veces, estos logros no agotan el tema sino que apenas roen la periferia de un sistema de dominación cuyos puntales siguen intactos. Y lo más grave es que, en los últimos meses, las posibilidades de “profundizar el modelo”, lema electoral de la presidente, se han visto socavadas por actitudes y políticas prácticas que tienden a debilitar los instrumentos de los que el movimiento nacional puede valerse para llevar a cabo sus objetivos. Por supuesto, hay que ver lo que Cristina Fernández entiende por profundizar el modelo, pero no parece que el choque frontal con la CGT y una aproximación al empresariado que no propone un quid pro quo de parte de estos, sean los expedientes idóneos para llevar a cabo la reforma en profundidad que el país necesita. 

Esa política ha generado por otra parte la respuesta a su vez torpe y sobredimensionada del secretario general de la CGT, Hugo Moyano, quien no parece entender que su pelea con la presidente no pasa por cuestiones personales sino por la definición de una estrategia de largo aliento, donde las reivindicaciones sindicales deben articularse con una propuesta de desarrollo fundada con solidez y explicitada sin reparos. Así nos encontramos con actitudes y declaraciones paradojales de ambos lados: un desdén y un rencor apenas disimulado de la Presidente hacia el secretario general de la CGT, y una inverosímil toma de posición de Moyano en el campo de los medios y la hostilidad con la que desde allí se dirige al gobierno. Moyano entrevistado por Nelson Castro y hablando exclusivamente en contra del gobierno resulta un remedo muy poco auspicioso del lamentable show de Pino Solanas cuando concurrió al programa de Mariano Grondona y se dejó halagar irónicamente por este. Si Moyano es “censurado” en el canal oficial y aprovecha la ventana que le da un canal enemigo del gobierno (y de él mismo, además, pues la hostilidad del monopolio Clarín hacia su figura es bien conocida), no tiene porqué atacar sólo al Poder Ejecutivo; también debería referirse a la naturaleza reaccionaria de sus interlocutores. Además, ¿cómo puede hablar el secretario general de la central obrera de una “sovietización” del gobierno? “Soviets” fueron los consejos de soldados, obreros y campesinos que protagonizaron la revolución rusa; nada que ver con un gobierno que, como el de Cristina Kirchner, sigue vacilando ante la ya evidente necesidad de renacionalizar el petróleo, el gas, la energía y el subsuelo, y no se anima a tocar el tema de una reforma del sistema financiero y de una recaudación impositiva que sigue atada a esquemas regresivos. 

Como se ve, el ciclo abierto por el golpe del 76 no se ha revertido del todo aun. Se ha avanzado muchísimo en el tema de los derechos humanos y se han operado modificaciones muy serias en la gestión económica y en una política exterior que, por primera vez, pone “su Norte en el Sur”; pero el núcleo duro del sistema no ha sido vulnerado. No hay razón para rasgarse las vestiduras, sabiendo que, aunque la gestión del actual gobierno sea a veces insatisfactoria, la que desarrollarían sus opositores no sólo sería mucho más incompleta sino que se esforzaría por invertir las tornas y devolvernos al “horror económico” de las décadas que nacieron en la sangre de la guerra civil larvada del 76 y terminaron en las revueltas del 19 y 20 de diciembre del 2001. Pero se debe cobrar conciencia que la situación no está para triunfalismos y que falta mucho camino por hacer.

Fuente: http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=274

Dejo mi saludo ritual como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.

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