Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

Evolución

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jueves, 19 de enero de 2012

300 días en Afganistán


Texto y fotografías de Natalia Aguirre Zimerman


El texto que sigue, excepcionalmente largo incluso para las dilatadas tradiciones de esta revista, cumple sin embargo con medidas también excepcionales de calidad e interés que nos llevan a publicarlo de un tirón: es la versión muy personal de lo que vio y vivió una joven médica colombiana durante algo más de 300 días en Afganistán, adonde llegó el 9 de septiembre de 2002 y de donde partió el 15 de julio de 2003.



Preludio necesario
El texto que sigue, excepcionalmente largo incluso para las dilatadas tradiciones de esta revista, cumple sin embargo con medidas también excepcionales de calidad e interés que nos llevan a publicarlo de un tirón: es la versión muy personal de lo que vio y vivió una joven médica colombiana durante algo más de 300 días en Afganistán, adonde llegó el 9 de septiembre de 2002 y de donde partió el 15 de julio de 2003.
 
Afganistán es un país que los colombianos conocemos sobre todo a través de la óptica guerrerista y maniquea del periodismo americano, en particular el de televisión. A este periodismo le interesa muy poco la vida cotidiana de los lugares en los que se desarrollan las batallas y se obsesiona en cambio con las implicaciones geopolíticas de los conflictos. Como Afganistán está en guerra desde hace más de dos décadas y acaba de padecer el fundamentalismo talibán, lo corriente sería encontrar en los microrrelatos que siguen ante todo hechos de sangre y fanatismo. Sin embargo, el lector encontrará la visión de una joven médica paisa, minuciosa, humana e incontaminada por las jergas y los prejuicios típicos de los corresponsales de guerra. Desde luego que el conflicto no está ausente de sus relatos, pero aun así podemos encontrar en ellos a mucha gente de carne y hueso que vive, sufre y se divierte en un sobresalto constante que con gran facilidad transita de la vida a la muerte.
 
Vale la pena aclarar que Natalia estaba en Afganistán a título de médica gineco-obstetra en una misión de la prestigiosa ONG Medicins sans Frontières (o MSF), si bien lo que ella relata no refleja de ninguna manera la versión oficial de MSF, así ellos estén al tanto de la presente publicación. Se trata simplemente de las observaciones personales que la autora envió por e-mail a su familia y a sus amigos en Medellín, así como de las fotos que tomó para ilustrar su experiencia. No sobra recalcar que su estadía en Afganistán coincidió con el momento en que el ejército de Estados Unidos invadió a Irak, de modo que los riesgos para la seguridad de los representantes de MSF y demás ONG humanitarias se agudizaron mucho en el proceso, según se nota aquí y allá en el texto.
 
Lo demás no es lo de menos: estamos ante un retrato múltiple de la vida cotidiana de un pueblo martirizado y llevado a grandes abismos por una tradición religiosa problemática y por una larga historia de traumas e invasiones. Mucho se ha hablado de las diferencias que existen entre la escritura femenina y la masculina. Pues bien, lo que sigue sólo lo pudo escribir una mujer. Esperamos que los lectores lo aprecien. A nosotros, tanto los microrrelatos como las fotos nos parecen extraordinarios, de suerte que los publicamos de una buena vez en toda su gloriosa extensión.

Una alfombra mágica moderna
No sé ni por dónde empezarles a contar lo que he visto en los últimos tres días. Salí de París hacia Dubai porque la carretera de Pakistán a Afganistán está muy peligrosa, ya que en estos días es el aniversario del bombardeo sobre Kabul y se teme que ocurran incidentes conmemorativos. Salí con cuatro acompañantes: Petra (una logística holandesa como de mi edad), Yoerguen (un anestesiólogo alemán queridísimo que iba rumbo a Sri Lanka), al que decidimos llamar “Yogurt” para podernos acordar, Alain (un cuarentón reportero de MSF) y Katrina (la partera neozelandesa). Desde el check-in se vio lo ostentoso de la aerolínea. Los tags para las maletas eran rojos, de plástico grueso, blandito y súper bien diseñado.
 
Cuando llegamos a Dubai a la 1:30 a.m., nos bajamos, y en emigración vimos una gente de fantasía. Unas mujeres africanas, negras como el carbón, de 1,90 m de estatura y ropa de colores muy fuertes, con vestidos enormes y tocados como medio tribales en la cabeza. Estas africanas, además de imponentes, tenían una voz de tono muy bajo y miraban con la cara en alto. No tengo ni idea de su nacionalidad pero viajaban solas. Luego vimos toda clase de musulmanas, con toda clase de trapos en la cara y rayones en las manos. Había una especialmente triste. Parecía ser la esposa de un duro saudita, barrigón, de atuendo blanco. Tenía toda la cara cubierta con un velo gris oscuro; las manos, blancas e impecables, adornadas con joyas ultra costosas; los zapatos, de tacón y negros. Detrás de ellos un maletero traía tres french poodles blancos, grandes e impecables, iguales a la dueña.
 
Como era de esperarse, el equipo pasó tranquilo por in­migración, pero como yo tengo pasaporte colombiano y no tenía visa, me sacaron a un lado y se me enfrió todo. Pensé: me van a deportar y mínimo me voy de violada en la prisión local de Dubai. Afortunadamente, un viajero experimentado que me acompañaba les echó el cuento de que era sólo por una horas y que yo era de un equipo huma­nitario. La carreta funcionó y me dejaron salir hacia el hotel. Por cortesía de los Emiratos Árabes nos alojamos en un hotel lujoso y bastante miamesco (como todo en Dubai, ¿o será que en Miami todo es arabesco?). Tres horas más tarde regresamos al aeropuero, me monté en el vuelo de Naciones Unidas, un Fokker medio destartalado, y llegué a Afganistán.
 
Aterrizaje
 
Uno llega hasta Kabul desde una altura mayor de la normal porque, al igual que Medellín, la ciudad está metida entre montañas y tiene una en la mitad. Cuando el piloto piensa que ya está cerca a la pista, se tira en picada y uno cree que se va a matar. Pero no, todo lo tienen bien calculado para que no nos tumben (por motivos de seguridad uno nunca sabe a qué horas sale o llega, porque los talibanes derriban los aviones a punta de rockets). El avión vuela muy bajito y en el último momento lo aterrizan con una precisión impresionante. Lo primero que uno ve en la pista son los cadáveres de cientos de aviones, y los esqueletos de buses y carros, dispuestos a ambos lados de la pista. Algunos muy oxidados (como si pertenecieran a una guerra pasada); otros parecen recientemente fusilados, y los carros en que viaja la población están premórtem. ¿Cómo describirles la ciudad? Hagan de cuenta que están en Tolú luego de la bomba de Hiroshima, y de que no ha llovido en cuatro años. Todo es café grisoso (salvo la gente), y la ciudad tiene varicela. Todos los frentes de las casas y edificios muestran cicatrices de los tiros de los Kalash­nikov porque como las construcciones son de ladrillo terroso, se les cae el pedazo del lado del huequito.
 
Nos recibieron los conductores de MSF y nos llevaron a la casa.
 
La casa es en realidad una serie de edificios que pertenecieron a un hombre muy rico, hace muchos años, rodeados por un muro alto que impide mirar hacia afuera. Tiene dos pisos. Es un monstruo de casa, de aproximadamente diecisiete cuartos (apenas normal para una familia afgana rica). Tiene ocho baños con agua caliente. Los muebles son de los años sesenta, y en cada cuarto hay una lámpara enorme de cristal, tipo araña, y un tapete persa. En la biblioteca hay televisor, grabadora, libros (para mi pesar casi todos en francés), juegos, como billar afgano y Scrabble (pero los franceses no saben bien inglés y no pueden jugar) y rompecabezas.
 
Ya comencé a trabajar. Hasta hoy me tocó trabajar en ropa prestada porque tenemos restricciones severas de movimiento dentro de la ciudad, e ir al bazar está totalmente prohibido. Así que tuve que conseguir mi primera shwar kamize por medios no muy santos, que no les puedo contar porque la holandesa sabe español, el mail es compartido y me hago deportar si me pillan. La ropa es feísima, color mugre (eso lo camufla a uno muy bien en este polvero); gruesa, porque el invierno está por comenzar, y la pañoleta gigantesca (según las reglas).
 
Fui a las tres clínicas que me toca supervisar porque básicamente estoy aquí para organizar dos servicios de maternidad en dos clínicas rurales que no los tenían y que estaban destruidas. Una ONG alemana las está reconstruyendo, y nosotros nos encargamos de habitarlas y ponerlas a funcionar y de convencer a la población de que vengan a parir al hospital. La razón básica es que la mortalidad materna en Afganistán es la más alta del mundo: ¡1,7 por cada cien partos, lo que significa que se muere una de cada 60 mujeres que tiene un hijo! Éste es un indicador muy claro de lo mal que viven las mujeres en este país. El promedio de vida de una mujer es de 45 años, y la mayoría no sabe leer ni escribir. En conclusión, estoy al frente de un hospital veterinario.
 
Exquisiteces
 
En la casa somos muchos y tenemos dos cocineros que se lla­man Khan y Zaman. Son unos encantos, no hablan ni una palabra de inglés o francés, pero no importa porque son unos genios para cocinar y ya me los amigué para no pasar trabajos. Todos los días nos tienen una canasta de frutas frescas para el desayuno (melón, uvas, peras, manzanas y bananos), y a las 12:30 venimos de las clínicas y nos tienen pan afgano fresco. Éste se llama nan (se pronuncia como nun, o sea monja en inglés). Es largo, aproximadamente de 60 cm, y plano, y de ancho tiene como 20 cm. Lo fabrican en hornos, en las panaderías de las viudas de la guerra, y es como pan árabe pero más oscurito (me sueño con un frasco de queso crema Colanta para untarle). Este pan es multiusos. Sirve solo, como comida en sí mismo; de base, como una arepa, o para envolver carne, como un tamal. De plato fuerte siempre hay carne de res, cabra, cordero y muy ocasionalmente pollo. Todos los días hay ensalada tipo “mi mamá”, o sea, de las que tienen todo medio deshidratado, berenjenudo, tomatudo y pimentonudo. Por ejemplo: el almuerzo de hoy fueron unos seudorraviolis de espinaca cubiertos con carne y queso. Siempre tenemos postre: ayer fue pie de banano con Nutela. Hace dos días fueron cubitos de “queso urraeño” con pedacitos de pistacho y almendras. Hace más días me dieron una réplica exacta de colaciones pero más chiquitas. En el corazón tenían una almendra tostada.
 
Cualquier cosa que le pedimos a Khan, él nos la consigue en el mercado negro porque Seguridad de MSF nos tiene recluidos en Alcatraz. Khan llega todos los días en bicicleta (único medio de trasporte del 99,9% de los kabulíes) con la canasta cargada de encargos que recibimos como si fueran cartas de la novia para un soldado en Vietnam. Lo otro que se come, pero que no he probado porque no me dejan salir a la calle, son los kebabs (pinchos). Estos berraquitos atraviesan cualquier cosa o a cualquiera con un palo y lo ponen a asar. Hay kebabs de carne, vegetales, cebollas, mixtos, etc. Tal como yo lo esperaba, la comida de este país es exquisita.
  
Fisonomías
 
No hay tal cosa como el afgano promedio. No existe. Los afganos son personas de múltiples procedencias. Hay tribus que se originaron en Mongolia, algunas con raíces en lo que ahora es Rusia, y otras se subieron de Pakistán. Cuando uno sale a la calle, ve cuatro tipos de etnias claramente definidas.
 
Los tajiks (hermosísimos), altos, cejones, con la piel medio clara. Tienen los ojos claros (verdes, azules o miel) y cuando te miran, sientes que te están interrogando. A los niños tajiks yo los miro y los miro y los miro porque tienen en los ojos unas rayitas rojas (en vez de las cafecitas que tenemos los colombianos), que salen desde la pupila, y algunos son pelirrojos.
 
Los pashtun son oscuros, cejones, muy velludos, con la mandíbula grande y los ojos miel. Vienen de Pakistán y fueron los que dieron origen a los talibanes.
 
Luego están los hazara, de la zona central de Afganistán, muy discriminados (son de segunda categoría para los demás). Son primos de los mongoles, por lo cual son achi­nados y no les crece pelo en la cara. Durante el régimen talibán fueron tratados muy mal. Por ejemplo: los talibanes les exigían a los hombres tener una barba que les llegara hasta el pecho. Como se podrán imaginar, a los hazara no les crece barba, entonces en la calle les cascaban por violación de los mandatos. ¿Cómo les parece este castigo?
 
Para terminar, tenemos a mis favoritos: los kutchis, una rama de los pashtun. Son una tribu nómada de personas muy pequeñas pero muy ricas y coloridas que viajan con camellos, cabras, burros y carpas por todo este país y los vecinos. No le responden a nadie por nada. Si los friegan mucho, se van. No cumplen ninguna regla de ningún Estado y se niegan a taparse la cabeza. Aun durante el régimen talibán, las mujeres se resistieron a cubrirse la cabeza. Son medio salvajes pero muy pacíficos. En el ala izquierda de la nariz las mujeres se ponen una areta en forma de florecita, con una piedrita verde en la mitad. Tienen la costumbre de entabacar a los bebés en telas de colores, los amarran con una cuerda dorada y les ponen un sombrerito lleno de bolas. Quedan como unos gusanos.
 
En estos días me trajeron unos mellicitos, acordonados, hermosos. El gusto kutchi es igual al de Paula, mi hermana, cuando tenía tres años. Se ponen el mismo día una falda de puntos con una camisa de cuadros con un chaleco dorado. Ninguna tela es ni del mismo color ni del mismo material, pero por alguna razón logran verse hermosos. Adicionalmente son más lindos porque se alimentan con leche de cabra. A la hora de parir, obviamente, las mujeres kutchi no van a los hospitales. Cuentan las parteras que ellas trabajan hasta el minuto del parto, luego del cual se paran, se lavan, entabacan al niño y siguen con sus oficios.
 
Los afganos son para los franceses una manada de hipócritas, pero para mí son unos sobrevivientes. Mejor dicho, para sobrevivir en esta tierra tan hostil desde todo punto de vista, este pueblo ha desarrollado conductas y estrategias inimaginables. Una especie de malicia indígena. Hoy piensan una cosa y mañana otra. O se adaptan o se mueren. Los franceses repiten mucho en el trabajo que a los afganos les toma diez años aprender cosas (como ven, los franceses son bastante pretenciosos y arrogantes), pero yo pienso que ningún ser humano que haya sobrevivido veintitrés años en un país en guerra y desértico puede ser ni siquiera moderadamente bruto. Es más, a veces pienso que se burlan de los expats o expatriates (los foráneos) franceses. Tiene una actitud un poquito como cuando uno le dice a alguien: “Sí mijo, sí mijo”, pero en el fondo no tiene ninguna intención de hacer lo que se le está pidiendo. Saben que los expats son temporales y ellos permanentes.
 
 The Kabul Project
 
Mi grupo se llama Kabul Project, y mi función principal es coordinar la reconstrucción, entrenamiento y puesta en marcha de dos servicios de maternidad en el área rural. La jefa mía, Fariba, es una señora de 55 años que nació en Irán pero que vive en Australia. Es muy buena gente pero tiene un temperamento durito y vive agarrada de las greñas con el jefe supremo, lo cual a mí no me conviene para nada. Los otros de mi equipo no viven en la casa: Matahbbudin, un logístico local súper querido, que parece un muñequito; Leilomá, mi intérprete farsi-inglés y mi mano derecha; el doctor Khaled, un pediatra afgano, y Leila, la que limpia la oficina.
 
En la casa vivimos muchos expats. Pero bueno, yo siempre les hablo de los logísticos. Un logístico es alguien que tiene que diseñar sistemas, aparatos, programas, planes, etc. Tienen que ser capaces de diseñar desde el plan de evacuación de toda una misión, hasta arreglar la ducha del segundo piso con su respectivo calentador. Con respecto a los franceses, yo ya no sé qué pensar. Son todos como de mi edad pero bastante prepotentes. Evitan mezclarse con los locales. No se bañan todos los días, y no propiamente por ecológicos. Fuman y toman trago como condenados. Para complementar este ramillete de virtudes, tampoco son del todo ajenos a otros vicios. Estos manes no pueden creer que yo sea de Colombia (la Meca de los psicotrópicos) y que ni siquiera me tome un trago. Tan de malas que les tocó semejante beata. De todas maneras, por raro que parezca, los colombianos nos parecemos infinitamente más a los afganos que a los franceses. Un afgano es un paisa (recursivo, avispado, hospitalario, medio cauteloso y muy trabajador). Mañana tenemos una fiesta en MSF España (yo soy MSF Francia) y, como no podemos salir a la calle después de las 9:30 p.m., nos toca llevar sacos de dormir. Tenemos una buena dotación de ellos.
  
Olores: de la gente, de las flores
 
Los franceses huelen a grajo, con alcohol, orégano y aliento mañanero. Los conductores de los carros huelen a grajo sen­cillo, y los hospitales a orines (no tienen agua corriente, sino unos tanquecitos en cada consultorio). Los baños de nuestra casa huelen a lo mismo que los franceses, mezclado con berrinche (porque los hombres franceses tampoco le atinan a la taza).
 
Pero el almuerzo, cuando uno viene de la clínica muerto del hambre, huele a gloria: a pan fresco, a carne asada, a torta en el horno. La otra razón para que la comida sea tan buena es que como el cocinero Zaman lleva tantos años trabajando en la casa, cada expat le ha enseñado su mejor receta. Cuando quiere, nos hace italiano o a veces neozelandés o de pronto carne con papitas (eso, fijo, se lo enseñó alguien como yo).
 
Quién lo creyera, pero a los afganos les encantan las rosas. Hay un fenómeno único y particular en los jardines y es que no son verdes sino grises por el polvero. Lo más lindo es que los rosales son grises pero como las rosas se abren súbitamente y no se alcanzan a empolvar antes de morirse, el jardín parece una postal en blanco y negro a la cual alguien le coloreó las flores con óleos. Las rosas son, además de olorosas, de todos los tamaños y colores imaginables. Razur (mi choquidor favorito) me va a recoger las semillas al final del otoño para llevarlas a Colombia. Nota: choquidor significa vigilante.
 
De compras
 
Matahbbudin me llevó al bazar y la pasé muy bien. Aquí no hay supermercados sino bazares de todo tipo (háganse de cuenta los tianguis mexicanos). Unos son más elegantes que otros, pero todos con el sistema antioqueño del regateo. Nada tiene precio fijo. Por ejemplo, hoy me compré la tercera shwar kamize, de color azul petróleo, que me costó 300.000 afgani, lo cual equivale a cerca de seis dólares, o sea unos 18.000 pesos colombianos. Considerando que cada shwar kamize trae pañoleta y pantalones, creo que es muy barato. Nos dan de per diem (plata para el gasto local) ochenta dólares por mes libres, con lo cual me basta y me sobra. Yo me gasto la platica en teléfono, pistachos y ropa. Las primeras dos shwar kamizes me las dio MSF, pero de ahí en adelante las otras mudas las compro yo, aunque podría sobrevivir con sólo dos. La intérprete me preguntó un día si los franceses eran muy avaros que se tenían que poner la misma ropa día de por medio. Entonces decidí comprar por lo menos cuatro muditas para no parecer una pordiosera ante los ojos de mis compañeros afganos. La shwar kamize es la ropa de mis sueños: amplia, larga, amorfa, le permite a quien la lleva moverse en cualquier sentido sin la más mínima limitación. La pañoleta es indispensable porque lo protege a uno tanto del sol como del polvo. ¡Cómo voy a extrañar mis shwar kamizes cuando vuelva a Colombia!
 
En las clínicas
 
Tristemente, anoche casi se nos muere Fátima, la esposa de Khan, el cocinero. La historia es larga, pero básicamente Khan tiene dos esposas: Marialai, con quien se casó por amor y con la que tiene cuatro hijos, y Fátima, que es la viuda de un hermano que desapareció hace ocho años. Como lo ordena la ley sagrada, Khan casó con Fátima, y ahora viven los tres en la misma casa. Fátima tenía dos hijos del hermano, otros dos de Khan y estaba esperando el tercero. Tenía ocho meses de embarazo y anoche le dio un abruptio de placenta y casi se muere. La ley actual dice que después de las doce de la noche nadie puede salir en la ciudad. Las calles las patrulla el ISAF, el ejército internacional, que agarra a tiros a cualquiera que salga después de esa hora. A Khan le tocó salir para el hospital muerto del miedo y con Fátima sangrando y, claro, lo pararon mil veces. Ella llegó con 4 de hemoglobina (lo normal es 12) y con el bebé muerto. Aún no se lo han contado. Cuando fui a visitarla al hospital me encontré con Marialai, la primera esposa, quien estaba deshecha porque aparentemente se lleva muy bien con Fátima y comparten la crianza de los hijos. Parece que Fátima va a estar bien.
 
Después me fui para Arzan Quimat —una de mis cliniquitas— y ahí otra cosa me partió el alma. En la sala de espera vi a una niña de aproximadamente 13 años con una cara hermosa y unas aretas con cascabeles. Le dije que tenía las aretas más lindas de Afganistán, y ella se rió. Como dos horas más tarde, la hermanita vino corriendo, me entregó las aretas y salió a toda carrera. Yo la llamé y le regalé las mías para que se las llevara. Así de generosa es la gente de Afganistán.
 
Luego estuvo excelente el día en las clínicas. Las pacientes son súper queridas y, además, entre mujeres no hay ningún secreto. Los hombres que vienen como médicos están fregados porque sólo pueden conocer la mitad de la rea­lidad, pero a las mujeres expats los hombres nos tratan como hombres y las mujeres como mujeres.

Las frutas y otras experiencias
Las frutas son una magia. Primero que todo son diminutas, la mitad del tamaño colombiano y una décima parte de una fruta genéticamente diseñada por los gringos. Sin embargo, lo que les falta en tamaño les sobra en sabor. Hagan de cuenta que cogen un sobre de fresco Royal y lo diluyen en la mitad de la cantidad de agua que dice la etiqueta. Es decir, las frutas no son sólo más dulces sino más intensas. Cuando uno las mira piensa que son revejidas. Los bananitos son del tamaño del dedo gordo de un hombre adulto. Las uvas son como huevos de pescado, de aproximadamente siete milímetros de diámetro, y los melones son peloticas de béisbol. Todas las mañanas me zampo una tajada de melón o nan con una cucharada de Nutela.
 
Mañana voy a comprar una cobija iraní porque la que me dieron tiene cuatrocientos años, la han utilizado innumerables franchutes y, además, hay unas iraníes perfectas para mí (que siento una pasión profunda por las cobijas). Yo no nací para el sufrimiento, y mientras pueda hacerle el quite, lo hago. Me voy a winterizar (así se llama el proceso de adaptarse al invierno). Fui al hospital infeccioso de Afganistán. Ustedes se morirían de la impresión con la pobreza y los olores. Está lleno de pacientes amputados, gangrenados, escarados y, por si fuera poco, abandonados. Es una escena macabra, aun para mis estándares. Las moscas vuelan por todas partes, el olor a mortecina se le pega a uno de la memoria olfativa y se le revive a cualquier hora. Es horrible.
 
Los expats
 
La situación de orden público se está poniendo regularona, por lo cual cada vez nos aprietan más las normas de seguridad. ¡Estamos pasando de Alcatraz a Guantánamo! Afortunadamente para mí, el staff afgano me lleva clandestinamente por todas partes desde que les dije que Colombia era igualito a Afganistán. Hoy comí choclo (es igualito pero diminuto). Yo pensaba que MSF era muy estricto, pero en realidad son medio hippies. Nada de religión (somos una manada de ateos), nada de idealismos (no pretendemos salvar el mundo), nada de trascendencias (sabemos que lo que hacemos es sólo un alivio temporal). Básicamente aquí todo el mundo tiene los pies sobre la tierra.
 
El reciclaje
 
Los afganos son recicladores por excelencia. Uno no ve montañas de basura por ninguna parte, simplemente porque en esta cultura no conocen el desperdicio. Es la antítesis de la cultura norteamericana. Un ejemplo: las llantas las usan los carros; cuando se deterioran, se emplean como caucho para las enjalmas de los burros, y lo que queda se incinera en las fábricas de ladrillos para calentarlos y hacerlos resistentes. Las casas son de ladrillos hechos de tierra, que a su vez amontonan sobre una gigantesca pirámide y en el corazón de ésta encienden fuego. Todo lo que se deja quemar se puede usar para hacer ladrillos. Es así como los afganos logran construir sus vidas a partir del reciclaje. Ellos sí que convierten la materia en energía.
 
Los afganos se las arreglan para reciclar hasta los excrementos. El baño de una casa normal es una especie de letrina que no tiene hueco en la tierra sino una caja. Uno deposita aquello en la caja y cuando está llena, un recogedor oficial de excrementos viene en una carreta y se los lleva; no los bota sino que los seca para luego venderlos como material para quemar y calentar las casas en el invierno o para fertilizar los cultivos. Es increíble cómo un vestido de novia se torna en un pedazo de una cobija y luego en un trapo y luego en candela para calentar la casa de la mujer que utilizó el mismo vestido. Ellos no entienden cómo los expats pueden desperdiciar tanta comida. Los excrementos de los demás animales también son utilizados para lo mismo y también se pueden comprar en el bazar.
 
Leilomá
 
Leilomá es mi intérprete, mi mano derecha, mi pie izquierdo, mi guardaespaldas, básicamente mi cordón umbilical con el país. Tiene 23 años y le falta un ojo porque cuando tenía siete cayó una granada cerca a su casa y la metralla se lo voló. Afortunadamente, le consiguieron una prótesis adecuada y no se le nota mucho, pero cuando estamos en las carreteras, el polvo se le deposita en la prótesis y se ve lo más de raro. Su vida es la clásica historia de las mujeres afganas. Como es muy inteligente y poco atractiva por el problemita ocular, logró estudiar inglés y se ha autoformado. Hace siete años se fue para Pakistán porque ya la vida se estaba poniendo maluca.
 
Toda la familia depende económicamente de ella porque el papá es parapléjico por la guerra. (Lo normal en Afganistán es convivir con la mutilación). Ella trabajaba como profesora de inglés en un colegio y vivía mejor que aquí porque en Pakistán las restricciones para las mujeres son menores. Se devolvieron para Afganistán con la esperanza de poder reconstruir lo que antes tenían, pero para ella es muy duro que la vuelvan a enjaular después de haber sido relativamente libre. Tiene una actitud súper buena y he decidido volverla mi asistente y no mi traductora porque cualquier habilidad que adquiera le puede servir en el futuro.
 
Casi la infarto un día que nos fuimos para la clínica y había un parto y se medio desmayó porque a ninguno se nos ocurrió que Leilomá es mujer y virgen y por ende no sabía nada de la reproducción. Casi se muere cuando vio el parto; es más, le tocó salirse un rato. Entre la sangre, el bebé, los gritos, la traducción y el despelote, esta pobre afganita se estaba infar­tando. Unas horas más tarde me di a la tarea de dictarle el curso de las abejas y los pajaritos, aunque con mucho cuidado porque si en la familia se pillan que está muy informada la matan.
 
Aquí se usa que las mujeres sean completamente ignorantes hasta una semana antes de la boda, momento en el cual la madre y hermanas le cuentan los detalles de la reproducción y le dan las instrucciones pertinentes. No sé qué tan prudente sea instruir a Leilomá acerca de los detalles del cuerpo humano, pero si no lo hago ella no me puede traducir bien y por lo tanto se perjudican, además, las pacientes. Cuando sea el momento de irme de este país le pienso dejar todo a Leilomá porque ella en realidad lo necesita. Un día le pregunté si era posible conseguir un perro afgano y ella me dijo que para qué. Yo le dije que para llevármelo y ella me respondió que si no preferiría llevarme a un humano afgano. Así de desesperada es la situación aquí para las mujeres moderadamente estudiadas.
 
La boda
 
Ayer estuve en la boda de mi farmaceuta, que se llama Ta­wab. Tawab tiene 23 años y se casó con Mariam, que sólo tiene 17. Fue un matrimonio elegantísimo, en un hotel de Kabul; ya les contaré los detalles, pero primero los preparativos. Anteayer me fui con Leilomá para el almacén adonde van las mujeres locales a comprar los vestidos para los matrimonios elegantes. Aquí se consiguen dos tipos de vestidos: los supremamente occidentalizados y horrorosos, y los tradicionales, claramente hermosos. El método de selección del vestido fue muy democrático. Yo escogí tres que me gustaban y luego les preguntamos a otras mujeres que estaban en el almacén cuál preferían. Nos reímos mucho porque todas se quitaron las burkas (estábamos en un sitio encerrado, obviamente) y empezaron a darme mil razones por las cuales debía comprar el uno o el otro. Los argumentos oscilaban entre “este color te queda mejor” hasta “con éste vas a conseguir marido” y “tendrás mejor suerte con éste”. Las mujeres aquí son muy unidas y cuando están entre ellas hablan como unas loras. Me volteaban, me tocaban, me medían. En resumen, toda una experiencia. El vestido que me eligieron es lo más lindo. Es en realidad una shwar kamize tipo panyovi, de satín verdeazul, bordado en hilo dorado, y la pañoleta es de velo igualito. Los zapatos son una oda a la exageración. Son sandalias doradas con diamanticos en las tiritas y tan hermosas que ni la Cenicienta después de casarse con el príncipe las podría tener.
 
El siguiente paso fue ir a la peluquería. Definitivamente el lenguaje universal de las mujeres no es el amor sino la vanidad. La peluquería se llamaba como su dueña: Humaira. En Yarumal también hay probablemente una peluquería que se llama Omaira. La diferencia está en que la Humaira de Kabul no está casada con Jhon Freddy sino con Shariff. El local es, como todo en Kabul, muy colorido, plástico y adornado, y los afiches de las paredes muestran mujeres con peinados setentudos. Fuimos Petra (la administradora holandesa), Armelle (la francesa de los refugiados) y yo. Nos hicimos depilación de piernas con el método del hilo, maquillaje tipo local (khol debajo de los ojos, los labios rojísimos, y mucha sombra porque los ojos son lo más importante aquí) y unos megapeinados que les describiré. El mío era una moña, como una torta, en la cabeza, y un crespo muy sexy, único y lateral, que caía sobre la cara. Utilizaron cantidades industriales de laca y luego nos echaron mirella dorada en el pelo, y mirella plateada en brazos y cuello. Parecíamos concursantes de un reinado popular en Magangué.
 
Cuando salimos de la peluquería y nos montamos al carro, Bismila (uno de los conductores) nos echó la flor más afgana y linda del mundo. Nos dijo con cierta picardía: Oh, you need a burka. Creo que tenía razón porque justo cuando nos montábamos al carro pasaron unos kabulíes machos en sus bicicletas y nos miraron con ojos entre asombrados y hambrientos. Luego llegamos a la casa, nos pusimos los atuendos y salimos como unas muñecas para el matrimonio. El staff afgano masculino estaba asombrado porque es la primera vez en diecisiete años que veían a las expats femeninas vestidas y comportándose como mujeres.
 
Nos fuimos para el hotel y a las niñas nos metieron en un cuarto con otras 200 mujeres y a los hombres en otro con 200 hombres. Cada salón tenía orquesta propia y pista de baile. Los afganos son megarrumberos desde la cuna. La pareja aún no había llegado y ya los invitados estaban emparrandados a punta de cocacola porque aquí no se ingiere licor. La música era entre una mezcla de funk y música árabe y se baila entre mujeres de una manera bastante seductora, medio cerrando los ojos como si se estuvieran sollando cada paso. Los niños salen y bailan parejo con las mujeres, y todo el mundo aplaude al son de las canciones. El baile masculino sí que es un hermosura. Tienen una danza tradicional, que me pillé porque Omayun (un ingeniero afgano) me llevó clandestinamente a una ventana a verlos bailar. Es muy masculino, violento y rítmico. Bailan en una ronda y golpean el piso con los pies y luego giran sobre sí mismos cada vez más rápido y más rápido y más duro y más duro y más duro hasta que paran y se acaba la música y se ríen y se abrazan. Es su baile tradicional y aparentemente es muy prestigioso saber bailarlo bien. Durante la ronda, además, se usa tirar plata a la jura para bendecir a la pareja y desearles prosperidad.
 
Luego de dos horas de parranda llegaron Tawab y la novia. Ella es una gorda caradeluna y él un flacuchento mariapalito. Ella tenía un vestido verde pistacho, iridiscente y ceñido, y un velo blanco. La ceremonia la hace el mulá en un cuarto cerrado y el vestido tiene que ser verde (no sé bien por qué), pero luego la pareja baja y se sienta en un kiosco decorado con flores plásticas y se toma fotos con la familia. La decoración del salón era sencillamente hermosa. Todas las flores eran plásticas, de distintos colores, con lazos de cintas de muchos tonos en el techo. Fosforescentes, iridiscentes, incandescentes. Si a esto le sumamos que todas las mujeres estaban tan colorinchudas como yo, se podrán imaginar el caleidoscopio visual de la noche. La comida fue: arroz kabulí (es arroz alargadito con pasas, tiritas de zanahoria, mucha grasa y muy rico), pollo asado, carne asada, vegetales, nan, manzanas y bananos. A las 9 p.m. por supuestas razones de seguridad nos hicieron devolver para la casa, así que no sé cómo se puso la fiesta más tarde.
 
En resumen, los matrimonios afganos son acontecimientos alegres para todo el mundo menos para la novia. La pobre caradeluna se veía francamente asustada desde que entró. Sólo tiene 17 años; hasta hace una semana no sabía nada de lo que quieren los hombres, y de buenas a primeras la pasan a vivir con la suegra y las cuñadas. Afortunadamente les hacen esta marranada lo suficientemente jóvenes para que se puedan defender con la capacidad de adaptación propia de la infancia, porque de otra manera estarían condenadas a la infelicidad. Al otro día de la boda tiene que aparecer la sábana manchada por el descorche; no me quiero ni imaginar a esa pobre niña en su noche de bodas. Tawab me dijo que rapidito quería un Tawabcito, así que no me dio tiro de ofrecerle planificación. Sin embargo, es política de MSF tener, tanto en la casa como en la oficina, una gigantesca caja de preservativos en los baños para utilizarlos con libertad. La caja de la oficina hay que cambiarla con fre­cuen­cia, así que por lo menos parte de mis compañeros afganos se está cuidando de alguna manera.
  
Los niños
 
Los afganos pequeños son una hermosura. Son unos fenómenos evolutivos. Son de baja estatura comparados con los americanos o los europeos. Son mugrosos, empolvados y desconfiados. Te miran desde lejos y se esconden detrás de las piedras, acuclillados. Cuando uno menos piensa, muchos ojitos te están mirando. Salen lentamente de sus escondites pero siempre con mucho cuidado. Te miran a la cara y cuando te acuclillas se acercan con recelo. Cualquier movimiento brusco los espanta. Todo el cuerpo es mate, por el polvo, pero los ojos son brillantes: azules, verdes, ama­rillos, grises, negros, castaños, redondos, almendrados, grandes, diminutos, pero siempre inquisitivos.
 
Las primeras palabras de un niño normalmente reflejan la situación en la que vive. Por ejemplo, los americanos dicen “cocacola”, los colombianos dicen “bomba” (como Paula), los palestinos dicen “tac tac tac” (por las balaceras) y los afganos dicen ab (agua). Antes de aprender a caminar gatean hacia los pozos. Apenas se ponen en dos patas brincan y agarran el palo de la bomba y lo bajan para bombear agua por el otro extremo. Corren hacia el lado opuesto y sacan la lengüita. Cuando tienen 2 años van al pozo con un galón plástico en cada mano, lo llenan y se lo llevan a la mamá. (A esta edad un colombianito del barrio El Poblado a duras penas es capaz de ir al baño y con mucha asistencia). Cuando cumplen 5 se gradúan como asistentes de crianza de sus hermanos. Contra lo que uno puede pensar, los varones afganos de corta edad cuidan y cargan tanto a los hermanitos como las afganitas. En este país o se trabaja en equipo o no se sobrevive. Lo normal es ver a un afgano de 5 años cargando al hermanito de 2 (y se ven tan desproporcionados).
 
Los bebés están envueltos como unos tabaquitos y amarrados con cuerdas, lo que los hace muy portátiles. Al principio yo me asustaba cuando un afganito salía corriendo con un neonato en la mano. Pero no los dejan caer. Es sorprendente lo que la necesidad hace sobre los cerebros. Los niños afganos habitan los techos y las terrazas. Se divierten con lo que tienen a mano. El juego más común son las cometas. Tienen unas cometicas todas subdesarrolladas, de plástico transparente o de papel, y las vuelan con unos hilos súper delgados. Juegan con botellas, manzanas, llantas, y cuando se encuentran con una mina quiebrapatas o una granada sin explotar, también tratan de jugar con ella. Es en este punto cuando se vuelven mutiladitos, cieguitos, desesperaditos y finalmente resentiditos.
 
Oggi
 
Oggi (uno de mis conductores) es un hombrecito chiquito y enjuto, de aproximadamente 60 años. Lleva doce años trabajando para MSF. Usa un gorrito blanco y se pone unas ultramodernas gafas oscuras marca Oakley que algún expat le regaló. Parece como si una máquina del tiempo lo hubiera transportado desde el 1002 al 2002, y él se hubiera puesto las gafas para llevarse como recuerdo del futuro. (No se les olvide que el presente de Kabul es el pasado del resto del planeta). Maneja una Toyota que se llama Lima Yak. Ha estado con nosotros a lo largo de muchos períodos políticos y nunca nos ha abandonado. Cada vez que tenemos que hacer evacuaciones de emergencia se pone el gorrito y nos lleva a través de las balaceras hasta los aeropuertos y las fronteras para que podamos escapar. Luego, espera pacientemente hasta que nos vuelvan a reincorporar a las misiones, nos recoge en el aeropuerto y nos vuelve a dar la bienvenida.
 
Un día, durante el régimen talibán (y les recuerdo que MSF estuvo todo el tiempo aquí metido denunciando y tratando pacientes) a Oggi se le ocurrió invitar a un expat a su casa a almorzar. Fue tan de malas que los talibanes lo pillaron, entraron a su casa y se llevaron a Oggi, a Shariff (el administrador que estaba sirviendo de intérprete en el almuerzo) y al expat para la cárcel. Resulta que como la infraestructura carcelaria en Afganistán es muy pobre, los recursivos talibanes resolvieron adaptar como cárceles transitorias los containers vacíos de la carga que viene en barcos. Pues resulta que esto fue en el puro invierno (temperatura aproximada: -15°C) y metieron a mi pobre Oggicito en un container con Shariff y el expat (y otros delincuentes), no sin antes haberlo flagelado con un cable de teléfono (grueso y bífido) hasta que le sacaron sangre. Al expat lo liberaron a las cuatro horas y no lo golpearon porque no es musulmán y no había roto ninguna regla.
 
La acusación formal que presentaron en la comisaría los policías decía que Oggi había convertido su hogar en un prostíbulo porque le había permitido al expat mirar a sus mujeres, y que Shariff era un pecador porque conocía los secretos de estos malditos paganos. Se llegó la noche y la temperatura empezó a bajar. Oggi empezó a temblar y temblar y se estaba congelando. Entonces, a Shariff (que es un gorila peludo y completamente masculino) se le ocurrió sentarlo entre él y otro grandulón, y lo abrazaron para que no se les muriera de frío. Este par de mamá-gallinas lo mantuvieron caliente por tres noches y lo salvaron de morirse en el container. Finalmente, la policía los liberó porque la intención era sólo asustarlos y no encarcelarlos para siempre. Oggi salió, se puso el sombrerito, se vino para MSF, cogió las llaves del carro y arrancó a trabajar.
 
Mi metamorfosis
 
Esta mañana me levanté y descubrí que en vez de pies tenía patas y en vez de manos tenía garras. Lentamente me volteé y al mirarme descubrí que ya no era una monita sino un lagarto. Los cambios han sido lentos y espero que no definitivos. La piel que tenía anteriormente era blanca, suave, delgadita y sensible. Hoy mi piel es grisosa, gruesa, empolvada y carente de sensaciones. Es evidente que mi cuerpo se está adaptando paralelamente con mi mente. Cada sistema ha evolucionado. Por ejemplo, mis tripas han adquirido la capacidad de comunicarse con el exterior mediante horrorosos sonidos internos, como si me hubiera tragado una mezcladora de cemento prendida. Esto le está pasando a mis compañeros también. En las tardes, cuando estamos en silencio, podemos oír una sinfonía intestinal. Afortunadamente no tengo ningún dolor. El proceso ha sido lento. Mis pies han adquirido suela propia y en las noches, cuando un pie se encuentra con el otro, me horrorizo con lo que siento. La falta de agua en el aire y en la cotidianidad hace que mis riñones recirculen continuamente el poco líquido que consumo. No tengo necesidad de ir al baño porque pierdo todo el líquido por el sistema respiratorio. La piel se me está cuarteando y por momentos sangra. Los labios me sangran continuamente. No importa cuánta crema humectante me eche en las mañanas: el aire es tan seco que se roba cualquier gota de humedad. La solución parcial que le encontré a la piel fue utilizar lo que usan las mujeres locales: aceite de almendras, lo cual me confiere un olorcito dulzón, algo empalagoso. El pelo sólo se empolva pero no se engrasa, y no hay ni una gota de sudor en mi cuerpo. Las uñas se pusieron gruesas y crecen a una velocidad increíble. Ya no son manos sino garras, y a pesar de mis incansables esfuerzos por mantenerlas limpias, siempre están sucias.
 
En Colombia, en el espectro de la feminidad, yo me ubico cerca del lado masculino pero en MSF las mujeres son tan poco femeninas que yo parezco una Barbie. La ropa es uno de los principales factores amorfizantes. Uno puede tener nueve meses de embarazo o estar caquéctico y la ropa lo esconde todo. Con la pañoleta la figura femenina se torna invisible y ni el pelo se ve. Cuando me miro al espejo (ca­si nunca), me asombro de lo mucho que he cambiado pero aunque sé que parezco un lagarto, sigo siendo una mona.



Las burkas, las afganas y los pobres varones
Una burka es un pedazo de tela (azul cielo generalmente), largo hasta el piso en la parte posterior y hasta la cintura en la parte anterior. Lo que se pone en la cabeza es muy ajustado a la cara y no interfiere realmente mucho la visibilidad. Ensayen a ponerse una media velada en la cabeza y díganme si todavía pueden ver bien. Claro que sí. La prensa ha magnificado el asunto de la burka. Cuando uno les pregunta a las mujeres qué es lo que más las atormentaba del régimen tali­bán, la respuesta nunca es la burka. La principal preocupación de las mujeres eran las restricciones en cuanto a la educación.
Éste es un país musulmán pero no árabe. Su estructura social es persa y si le insinúas a un afgano que es un árabe, le da un ataque de histeria. Los hombres afganos quieren y ayudan a sus mujeres. No se la pasan rezando (es más, en un mes que llevo aquí, sólo he visto a un hombre rezando durante el día). Los talibanes eran una porción no representativa de los afganos. Eran un fenómeno que nació del caos político pero que creció únicamente porque fue alimentado por los intereses económicos de los norteamericanos y europeos. Los afganos no se sentían representados por los talibanes.
 
Una burka vale entre seis y ocho dólares. Las mujeres afganas no son débiles. Son unas fieras. No se callan nada. No viven escondidas como la prensa le hace creer al mundo occidental. Estas mujeres hacen comentarios tales como: “Lo bueno de la burka es que podemos mirar a todos los hombres sin que nadie nos pille”. Cuando están entre ellas hacen chistes sexuales, discuten temas prohibidos y son bastante maliciosas. Sáquense de la cabeza la idea de que estas mujeres están en vía de extinción. Exceptuando por la mortalidad materna, tienen vidas muy completas (aunque duras) y tienen mucha posibilidad de decisión. Como en cualquier parte del mundo, a punta de cantaleta logran que los mariditos hagan lo que ellas quieren. Son tan manipuladoras como las occidentales y no les gusta que el marido callejee. Una minoría de los hombres tiene más de una esposa. Sólo hay más esposas cuando se presentan situaciones extremas, como la muerte de un hermano. Tienen de alguna manera el sartén por el mango porque son las que deciden con quién se casan los hijos varones. Es un sistema un poquito como el de las matronas. Son el poder detrás del poder. Quién lo creyera, ¿no? Éste no es tanto un país machista cuanto un país de separación de géneros.
 
Las burkas existían antes del régimen talibán, así que son parte de su cultura y no únicamente una forma moderna de opresión. Pienso también que es hora de pensar en los hombres afganos. A ellos también les toca muy duro. Tienen que trabajar como unas mulas, tienen que ser fieles, tienen que ayudar mucho con la crianza de los hijos, tienen que proteger a sus mujeres durante la guerra, tienen que exprimir esta tierra tan seca. Tienen que rebuscarse el nan de cada día y, además, tienen que vivir con el nuevo estigma de que son unos terroristas despiadados.
 
Colombianos y afganos
 
A medida que pasan los días me doy cuenta cada vez más de que este pueblo es muy distante geográficamente del mío pero muy cercano antropológicamente hablando. No sé si es que mi nostálgico cerebro va encontrando asociaciones donde no las hay o si hay universales que rigen el comportamiento de los pueblos primitivos. Los afganos son habitantes de las montañas, como los colombianos. Han estado en guerra desde hace muchos años, como los colombianos. Son títeres políticos, como los colombianos. Producen tanta heroína como los colombianos cocaína. Producen tanto hachís como los colombianos coca. Son tan orgullosos como los colombianos. Están tan estigmatizados como los colombianos. Son tan juguetones como los colombianos. Son tan primarios como los colombianos (si en la calle se chocan dos carros también se sacan pistolas). Tienen esa malicia indígena de la que carecen los europeos y los gringos pero que sí tienen los colombianos.
 
Tienen grandes camiones llenos de dibujitos y colores, que son idénticos a las chivas. Bailan y comen como los colombianos (o sea en grandes cantidades y con muchas ganas), pero no beben, a diferencia de éstos. Hacen chistes picantones, que obviamente los europeos no entienden. Lo más asombroso es que tienen dichos para todo y son exactos a los nuestros. Por ejemplo, al despedirse dicen “vaya con Dios”; para dar las gracias dicen “Dios le pague”. Tienen un dicho igual al de que el que escupe hacia arriba en la cara le cae. Mejor dicho, es como si el lenguaje de los pueblos primitivos estuviera muy fundamentado en las historias, los proverbios y las comparaciones (cosa que nunca les he oído hacer a los europeos). Algunas veces les hablo como si yo fuera de Jericó, en términos muy antioqueños, pero traducidos al inglés, y me entienden mucho mejor las ideas que les quiero transmitir que si les hablo con claridad y sin proverbios o ejemplos. Ah, les cuento también que el dari usa más o menos los mismos fonemas que el español, o sea que las pocas palabras que logro hablar no son tan difíciles y no me suenan tan mal. Como mis traductores aprendieron inglés británico entienden mejor si hablo con acento paisa que si lo hago con acento americano. Si me oyeran hablar pensarían que yo soy el señor hindú que maneja el Seven-Eleven de Los Simpsons.
 
En un continuo cultural, si ponemos a los afganos en un extremo y a los franceses en el otro, yo me ubicaría mucho más cerca del extremo afgano. Pero bien, supongo que la capacidad de ambos pueblos para sobrevivir épocas prolongadas de violencia los hace tener comportamientos similares.
 
El cadáver
 
Fue en una mañana kabulí común y corriente, o sea fría y empolvada. Me fui para mi cliniquita en Dashte Barchi, una pequeña vereda de la ciudad habitada únicamente por hazaras. Más o menos a las 9 de la mañana un señor de edad indeterminada (aproximadamente 60 años) entró a la clínica, se puso la mano en el pecho y dijo: “... No puedo respirar” y... se murió. Les aclaro que aquí nadie sabe cuántos años tiene. Los más viejos le muestran a uno los dientes para que uno haga el cálculo, como si fueran caballos, y los más jóvenes le dicen a uno que nacieron antes de la invasión rusa, después de los mujaidines, durante los talibanes, etc. (Nota: los mujaidines son señores de la guerra que reinaron antes de los talibanes y que viven de los cultivos de opio). No hay tampoco percepción del tiempo. Todo aquí es “porai”. Por ejemplo: ¿Cuántos hijos tiene? “Porai ocho”. ¿Hace cuánto que no comen carne? “Porai un año”. ¿Hace cuánto que volvieron de Irán? “Hace porai cuatro inviernos”. ¿En dónde vive? “Porai”. ¿Cuántas almendras quiere? “Porai un puñado”. Nadie tiene cédula, casi nadie sabe escribir, y no tienen billetera (amarran los billetes con un caucho negro).
 
Volviendo al muertecito en cuestión, el personal de la clínica me llamó corriendo para ver qué hacíamos. Cuando llegué al sitio del fallecimiento, me encontré con que los otros pacientes lo habían envuelto en una sábana y lo habían sacado al patio. Le tomé el pulso y, tal como me lo esperaba, irremediablemente muerto. Buscamos familiares dentro de la clínica pero nadie apareció. Gritamos a todo pulmón el nombre del señor porque antes de morirse se hizo apuntar en la entrada como Salim hijo de Naguibula. (Aquí yo no soy Natalia Aguirre sino Natalia hija de Isaías. Nada de apellidos). Pasó una hora y las moscas y los curiosos se acercaron al cadáver. Nadie lo conocía, así que mandé al enfermero a que gritara en un carro por todo el bazar. “¡Salim el hijo de Naguibula está muerto! Por favor, recójanlo en la clínica”. Obviamente esto no fue idea mía, pero adonde fueres haz lo que vieres, y el personal de la clínica me dijo que ése era el procedimiento normal. Pasó otra hora y nada de nada; nadie reclamaba a mi muertecito. Le pusimos una sábana encima y mandamos a otro enfermero a la estación de radio para que anunciara lo mismo. Nada. Se llegaron las tres de la tarde y nadie lo reclamaba. Se me ocurrió la idea de esculcarle los bolsillos y le encontramos una invitación a una fiesta el día anterior. Pues nos hemos ido de barrio en barrio buscando la dirección y no la pudimos encontrar. Me devolví para la clínica y le pregunté al director qué hacía, porque a las 4 p.m. se va todo el mundo para la casa. Me sugirió que nos lo lleváramos para la mezquita. Le dije a Oggi que trajera el carro para montarlo pero me abrió unos ojotes y me dijo que por ningún motivo iba a dejar que le montáramos un muerto en el carro. Leilomá se puso pálida y me dijo lo mismo. Como ya me les estaba enojando, se miraron y muy seriamente me dijeron: “Está contra las reglas de MSF”. (Horas después me enteré de que no existe tal regla). Me cansé de pelearles y de rogarles y de decirles que se pusieran en el lugar de la familia de mi muertecito y no hubo manera. Finalmente, me tocó montarlo en una camilla, tirarle una sábana encima, conseguir cuatro macancanes y mandarlo a través del bazar para la mezquita. Al otro día me enteré de que por la noche aparecieron los propietarios y se lo llevaron. Así terminó la historia y la vida de Salim hijo de Naguibula.
 
El invierno
 
La Luna aparecerá esta noche, lo cual marca el inicio oficial delRamazán (Ramadán). Nunca se sabe exactamente cuándo ocurrirá, ¡así que fue una sorpresa para nosotros saber que no teníamos que ir a trabajar mañana! Parece que por tres días vamos a estar libres (casi libres, porque al fin del mes siempre tengo que hacer un chorro de estadísticas). Durante un mes la gente no come nada durante el día y nosotros nos tenemos que esconder para no ofenderlos con nuestra glotonería. Claro está que ya corrompimos a la mitad de los afganos que trabajan para nosotros, así que nos meteremos a comer en los carros.
 
El invierno comenzó anoche. Aquí un día uno se levanta y el clima cambió completamente. Por ejemplo, hoy tengo puesto mi atuendo tipo don Chinche: calzones fucsia, brasieres blancos, ciclistas azules, camiseta roja, pantalones negros, camisa negra, chaqueta café, guantes grises y pañoleta verde. Soy una vergüenza. Cuando me desnudo para bañarme, parezco una casa vieja a la que le ponen papel tapiz nuevo sobre el viejo anterior, sucesivamente, por años y años, y luego un día el nuevo dueño trata de arrancarlo para poder repintar. Mi cama se ha tornado progresivamente en una milhoja porque cada que puedo compro otra cobija. Tengo una japonesa supergruesa, a la cual llamamos “la cobija de diez kilos” porque se compran por peso en el bazar. Tengo una de lana escocesa, hermosa, que sobró de una donación británica, y tengo mi cobijita con borde de satín que compré antes de venirme (la llamo “cobija de emergencia”). Antenoche me levanté a las cuatro de la mañana, muerta del frío a pesar de mis múltiples capas de ropa y cobijas. Le pregunté a una compañera francesa si se había congelado y me explicó que lo que sucede es que yo no tengo la técnica apropiada. Me la enseñó y funcionó perfecto. Resulta que para uno no congelarse se debe envolver “tipo empanada”. Primero extiendo la japonesa, luego una capa de la escocesa, luego el relleno (o sea yo), luego la cobija de emergencia y luego cierro la japonesa. Me quedo tan quieta como me es posible porque cualquier milímetro de piel que toca una parte nueva de la sábana se congela y me despierto.
 
El soldado y la rosa
 
MSF es una ONG súper antipática. No nos juntamos con casi nadie porque nos parece que nadie hace nada tan bien como nosotros los franceses (éste fue un comentario sarcástico pero muy cierto). Tampoco nos juntamos con nadie que sea militar, aun cuando se vista de civil, porque es peligroso y, además, se presta para confusiones. Las ISAF son un ejército internacional compuesto por italianos, ingleses, franceses y alemanes, y son los encargados de vigilar todo Afganistán. Son enormes, unos gigantones supercuajos muy bien vestidos y muy lindos. (Me llevan por ahí tres cabezas cuando me les paro al lado). Nosotros no nos podemos juntar con ellos porque después la población civil no sabe la diferencia entre los trabajadores humanitarios y los militares. Nos lo tienen terminantemente prohibido.
 
Pero bien, Armelle es una francesa de aproximadamente 30 años que está arrejuntada con el coordinador médico de la misión, que se llama Denni. Resulta que un día Armelle se fue para una reunión acerca del proceso de invernización de la ayuda humanitaria. En esa reunión estaba un soldado alemán de las ISAF. A ellos les tienen prohibido salir a la calle con ropa de civil y en todo momento andan armados hasta los dientes: granadas, cuchillos, ametralladoras, chalecos, botas. Resulta que a este pobre hombre le dio por antojarse de Armelle, lo cual es comprensible si consideramos que vive junto con otras cinco mil personas de su mismo sexo en unos galpones rodeados de alambre de púas. Además, estos pobres hombres se desesperan porque aquí no están en Bangkok y por ende no hay prostíbulos a los cuales acudir; es más, a las afganas sólo se les ven los zapatos porque las burkas lo tapan todo. Para un occidental es francamente imposible enamorarse de una mujer a la que no le puede ni mirar la cara ni hablar en su mismo idioma, así que cualquier carita descubierta se convierte en un manjar. (Es verdaderamente una lástima que nos los tengan prohibidos). En un tímido intento por acercarse a ella, y sin saber que está arrejuntada con el coordinador médico, se apareció en la puerta de la oficina con una rosa en la mano y preguntó por ella. Alhamudin, el portero (mero macho y solidario afgano), al ver que un soldado con una rosa en la mano estaba preguntando por Armelle, prefirió ir directamente adonde Denni (el arrejuntado de Armelle) para ver si lo dejaba entrar o no. Como Denni es medio mala leche, estaba muy ocupado y no le para bolas a nadie, y Alhamudin no habla casi inglés, la información no le quedó clara, pues, y le dijo que lo dejara entrar. Pues se ha dejado venir este pobre G.I. Joe (término despectivo que utilizamos para referirnos a los soldados), rosa en mano, y le dijo a ella: “Hoy vine armado con una rosa únicamente”. Armelle lo sacó a las carreras porque para MSF es pecado mortal tener a un soldado en sus oficinas y le dijo que nunca más la fuera a buscar. Así termina esta triste historia de amor. Un amor que nunca floreció, dividido por las reglas.
 
La ciudad (que nos dejan ver)
 
Mi tiempo libre es en realidad muy escaso porque cuando uno vive en la misma casa del jefe le toca estar permanentemente en tónica laboral. Adicionalmente, las reglas de seguridad bajo las cuales nos tienen son extremas. Por ejemplo, no puedo salir a caminar sola ni con otra mujer. Tengo que rebuscarme un hombre que me saque a la calle por lo menos una vez cada dos días. Como los perros cuando quieren salir a orinar, nos paramos junto a la puerta para ver quién va para la calle. Esta regla es absurda no porque no exista peligro sino porque somos muchas mujeres en la casa y los únicos dos hombres son altos mandos, viven fundidos y obviamente no quieren ir a las promociones del Éxito, como cualquier hombre normal.
 
En mi proyecto, por ser en la capital, tenemos la desventaja de que nos toca vivir bajo el mismo techo que el jefe de misión y por ende vivimos bajo perenne y suprema supervisión, amén del estrés contagiado. La calle más famosa de Kabul se llama The Chicken Street y nos la tienen rotundamente prohibida porque van muchos expats de las otras ONG y militares, y les da miedo que nos maten accidentalmente. Es una calle llena de ventas de antigüedades y artesanías y de cosas lindas y de mercaditos donde sólo venden comida expat, o sea Nutela, quesos, chocolates, champús, etc. Las “niñas” de esta misión vivimos desesperadas de las ganas de salir a comerciar pero por ahora nos lo prohíben. Lo que sí hago ocasionalmente es ir a restaurantes de la ciudad. ¿La calidad? No sé, porque yo siempre pido kebabs con papitas chip pero básicamente la calidad de los platos occidentales es mínima. Yo de todas maneras gozo mucho con cualquier salidita. Dalila y yo decidimos meternos a clases de alguna cosa para despejarnos un poquito. A la hora de elegir nos dimos cuenta de que sólo había clases de farsi (el idioma local) y nos dio una jartera suprema. Luego de mucho pensarlo decidimos matricularnos en clases de modistería. Entonces compramos sendas máquinas de coser manuales, que son las que se consiguen aquí. Son metálicas, negras con dorado, chinas, pesadas y muy hermosas. Son muy primitivas pero a punta de manivela y mucha energía recanalizada estamos haciendo cada vez cositas mejores. Llamamos a nuestra modistería El atelier o Taller Kabul-París-Medellín. ¿Cómo les parece de patético el último hobby mío? Pasé de la fotografía y el buceo a la modistería. Pero les cuento que estoy dedicada a hacer ropa infantil de terciopelo, muy elaborada, y se la regalo a los niños de mi clínica.
 
Normas de supervivencia cotidiana
 
Salam alecum! Jub as ti? Yu tur asti? Mi repertorio de frases en persa (dari o farsi) ha mejorado mucho en los últimos días. Les estoy diciendo: hola, ¿cómo están? Esta misión está hecha un caos total. El coordinador médico, que odiaba a mi jefa Fariba, logró que el jefe de misión la devolviera. Así que me quedé sin jefa porque no se sabe cuándo van a encontrar otro coordinador de campo. Yo me llamo a mí misma the foot of the mission [pie de la misión] y mi poder de decisión es muy limitado, además, porque yo soy primípara y no soy muy ducha en the MSF way. Pero bueno, de todas maneras es una catástrofe que hayan devuelto a mi jefa. En este momento son nueve franceses y un solo expat internacional (yo) en esta misión. Se imaginarán lo difícil que me es llegar por la noche a la casa y encontrarme con estas chimeneas. Por mi parte, he resuelto hacer vida con los afganos porque son mucho más divertidos, entienden mejor lo que significa estar vivos y tener familia, y son muy leales.
 
En estos días las montañas se están llenando de nieve y me temo que ésta pronto bajará a la ciudad. Es un invierno muy particular porque como no hay nubes, hace un sol intenso y radiante durante todo el día. Ya soy una experta en prender y apagar toda clase de elementos calentadores peligrosos, bien sean de gas, gasolina, diesel o electricidad. Pasé de ser una gallina para prender un fogón de gas a ser una experta manipuladora de elementos volátiles variados. Les cuento que mi atuendo está cambiando y lo que se usa en invierno es el terciopelo. Tengo una shwar kamize de terciopelo verdeazul, muy caliente y muy rica. Aquí no se usa chaqueta hasta que no cae la nieve sino que uno se envuelve en unas mantas y encoge los brazos. Al principio se me caían, pero ya no.
 
Este Ramadán me va a matar porque los locales están dedicados a ayunar todos los días. Esto quiere decir que se levantan a las 4 a.m., se embuten el desayuno y no prueban ni gota de agua hasta que se oscurece. Para mí es un suplicio pues me voy para las clínicas y no pruebo bocado porque no es respetuoso con la gente. ¡Afortunadamente, resulta que si una mujer tiene la menstruación no está obligada a ayunar! ¿Cómo les parece de práctica esta “reglita”? Pues me fijo en cuál traductora está mens­truando y me en­cierro con ella a comer cositas. Así, ellas no cometen ningún pecado mientras están en su período impuro, y yo no me muero de hambre.
 
El viernes lo que hice fue elevar cometas en el techo de la jaula (la casa) y hacer cortinas para la oficina. Espero que el próximo fin de semana me pueda ir para Gulbahar (búsquenlo en el mapa), un pueblecito en las montañas (100% burkas) donde se puede hacer una caminata de cuatro horas. Me la estoy soñando.



Las suegras afganas
De por sí las suegras son mundialmente reconocidas por ser unas malas mujeres, pero las afganas son las reinas de la maldad. Resulta que a toda mujer afgana le toca seguir un orden jerárquico muy particular.
 
1. Cuando nacen son un bebé de mala calidad por ser mujeres (una tristeza para la madre parturienta cuando se entera de que el bebé es de sexo femenino). Y, además, no se les puede decir el sexo del neonato hasta que la placenta haya salido porque se ponen tan tristes que, según ellas, se les atranca y sangran más. Cuando uno le pregunta a una mujer que ha parido doce hijos cuántos hijos tiene, dice que cinco o seis, pues cuenta sólo los hombres. A las hijas no las incluyen en las estadísticas personales.
 
2. Cuando tienen entre 2 y 12 años son las hermanas, las sirvientas, las carga agua, las carga hermanitos, las culpables de que los platos se quiebren, el agua se riegue, el hermanito se accidente y de cualquier desgracia que se les quiera asignar. Viven en manadas, duermen en corrales y se comportan como cabras.
 
3. Cuando cumplen 13 se convierten en estorbos, así que corriendito hay que conseguirles marido para deshacerse de ellas. Literalmente se vuelven un estorbo porque comen mucho y si accidentalmente se embarazan o las violan toca matarlas y eso es muy engorroso. Hasta este punto cualquiera se puede tomar la libertad de cascarlas. Los hermanos, la mamá, el papá, las tías y hasta la abuelita las cachetean y patean con frecuencia. Les pegan por torpes o porque se ríen o porque lloran o porque está haciendo mucho frío o porque no hay trabajo. En resumidas cuentas no hay que tener una razón clara para cascarle a una afganita: es el derecho divino de los hombres y los adultos limpiarse las botas en la dignidad de estas personas.
 
4. Entre los 13 y los 17 se casan y se las llevan para la casa de la suegra a vivir en una pieza. La suegra fue en realidad quien hizo las negociaciones, así que ella es la que escoge el surtido de nueras y, dependiendo de su poder, las escoge más gordas o más flacas, más ricas o más pobres, más sumisas o más ale­brestadas, y si por casualidad alguna saliera defectuosa (por ejemplo infértil) le consiguen una segunda esposa al hijo, la convierten en muchacha de servicio y se acabó el proble­mita.
 
Las suegras manipulan, cascan y humillan, y en su casa las jóvenes viven el momento más duro porque de buenas a primeras las patadas vienen de desconocidos, las cachetadas de extraños y las humillaciones de personas a quienes no quieren. Ahora las patean el marido, la suegra, el suegro, el hermano del marido, el sobrino del marido, y hasta el abuelo del marido.
 
5. Se dedican pues a parir hijos para que las acompañen y para mantener al maridito contento. Paren hijos para que las quieran, paren hijos para que dependan de ellas, paren hijos para pegárselos al pecho y no ser golpeadas. Paren hijos porque Dios así lo quiere y la evolución así lo diseñó. Paren y paren y paren y nunca paran. Porque paran de parir cuando por parir parten (recuerden que la mortandad materna en Afganistán es la más alta del mundo).
 
6. Un día cualquiera se despiertan y se dan cuenta de que ya es hora de casar al primer hijo que parieron y de que ya no son las nueras sino las suegras y, como si hubieran olvidado su historia personal, se tornan en tiranas y repiten con sus nueras exactamente la misma historia. Pasan de ser el oprimido a ser el opresor con una facilidad aterradora y sin memoria alguna de lo que fue ser golpeada y humillada; porque, eso sí, después de treinta años de patadas, a las suegras nadie les vuelve a poner la mano encima, pues de alguna manera trajeron al mundo a un batallón de hombrecitos que las quieren y las respetan y se hacen matar por ellas. Me pregunto, entonces, si esa amnesia selectiva es sólo un mecanismo más de adaptación y si hay alguna manera de romper este ciclo de vida tan enfermo.
  
Los retournés
 
¿Qué son los retournés o retornados? Son 1,8 millones de afganos que reingresaron a Afganistán durante los últimos tres meses. (Estamos esperando 1,6 millones más durante la primavera que viene). ¿Por qué regresaron a este moridero plagado de minas quiebrapatas? Porque como cualquier humano normal añoran volver a su terruño y sueñan con reconstruir sus casas y porque fueron presionados en un proceso de repatriación semivoluntario creado por Naciones Unidas.
 
Resulta que durante los últimos seis años, cinco millones de afganos se fueron del país huyendo de la guerra, los talibanes, las bombas rusas, el conflicto interno, el desempleo, la discriminación. Y finalmente del bombardeo americano. (Nota: cuando uno se escapa del país se llama “refugiado” y cuando vuelve se llama “retornado”). La mayoría de los refugiados migraron hacia Pakistán o hacia Irán, y los más educados y pudientes se fueron para Europa, América, Australia y Japón.
 
Gracias a Al Qaeda y su atentado en las torres, el ejército internacional intervino y se metió a este país y desterró parcialmente al régimen talibán. Resulta entonces que al resto de los países del mundo se les metió en la cabeza que era muy buena idea devolver a los refugiados a su país de origen porque supuestamente la guerra se había acabado y la paz reinaría por los siglos de los siglos.
 
Esto es obviamente ridículo porque ninguna de las causas por las cuales el conflicto se originó ha cambiado, y la paz que hoy se vive es una frágil torrecita de cartas que en cualquier momento colapsará. Pero bien, a Naciones Unidas se le ocurrió iniciar el más grande proyecto de repatriación de la historia del mundo. Hicieron una campaña gigantesca para estimular a los refugiados a que se devolvieran para sus tierras. Por el radio y la televisión de Pakistán e Irán anunciaron que reinaba la paz, que les iban a ayudar económicamente, que la sequía se había acabado, que todo iba ser una belleza. A los países anfitriones de los refugiados les pareció una magnifíca idea salir de los estorbitos y se dedicaron por cuenta propia a presionar psicológicamente y con amenazas a los refugiados para que se devolvieran.
 
Sin embargo, a nadie se le ocurrió pensar que este país está destruido y que no tiene la infraestructura necesaria para reincorporar tal cantidad de personas. Kabul hoy por hoy está destruida en un ¡70%! Tiene luz eléctrica de tres a cuatro horas al día y no tiene alcantarillado. Hay un solo semáforo, que funciona tres horas al día, no tiene sino unos cuantos buses para el transporte público, y ni hablar de los hospitales. Las montañas están plagadas de minas quiebrapatas que dejaron los rusos de regalo al partir y los mujaidines cuando peleaban entre sí. Los sistemas de riego fueron destruidos por los bombardeos aéreos de todo el mundo incluyendo a los gringos, y el invierno afgano es despiadado. Así, pues, los pobres pendejos que se dejaron echar el cuento o que se dejaron empujar hacia Kabul llegaron llenos de ilusiones y se encontraron con múltiples decepciones. En el solo Kabul tenemos 600.000 nuevos habitantes y ningún sistema de rehabilitación de casas para alojarlos. Llegan a Kabul por los caminos, cargados de cositas, desde Pakistán. Literalmente desensamblaron las casas que tenían en Pakistán para traerse la madera y poder volver a construirlas (como ustedes ya lo saben, los afganos son recicladores), así que tampoco se pueden regresar porque ya no tienen casa y al cruzar la frontera devolvieron los papeles de refugiados. Mejor dicho, se fregaron porque ni pa’ dentro ni pa’ fuera. Llegan a Kabul porque de aquí salen algunos para el resto del país y cuando llegan están exhaustos por el viaje, medio muertos por la malaria que se traen de Pakistán y con diarrea porque en el camino no hay agua limpia para tomar.
 
Lo más triste es que cuando llegan al campo de ingreso (nosotros tenemos un puesto de salud ahí, organizado por Naciones Unidas), llegan hechos unos guiñapos pero felices porque vuelven a su tierra. Es difícil describirles lo apegados que son estos berraquitos a sus tierras. Sueñan con volver a sus montañas porque el exilio y la discriminación en los países vecinos es realmente horrible. Naciones Unidas les da por familia: un plástico de 15 x 15 metros, 100 kilos de trigo, 3 barras de jabón y 20 dólares por persona para pagar el transporte hacia sus tierras. (¡Cómo me les parece la ayudita de incompleta!). Los pasan por un túnel de información tipo “vacas” y les enseñan con dibujitos y minas a los niños con qué “juguetes” no pueden jugar, o sea, cómo se ven la minas en la tierra. (Nota: los malnacidos rusos, y perdón por la palabra, pero no tengo otra manera de expresar este sentimiento, tiraron unas minas 100% plásticas en forma de mariposas muy coloridas para que los afganitos queden totalmente confundidos). Adicional­men­te, Unicef vacuna a todos los niños, y nosotros les ha­cemos consultas médicas a quienes lo solicitan. Hasta hace un mes, MSF estaba haciendo 400 consultas diarias en el puesto de salud.
 
Resulta que se llegó el invierno y tenemos detectadas 700 familias (nueve personas en promedio por familia) que están viviendo como tugurianos en las ruinas de edificios bombardeados. Se sabe lo baja que es la temperatura en la noche porque los perros y gatos callejeros se están empezando a morir congelados y en la mañana vemos los cadáveres en las calles. Pronto no van a ser los perros callejeros sino los niños y los ancianos los que no van a aguantar. Debido a esto, MSF (y en contra de lo que Naciones Unidas quiere) decidió distribuir elementos no médicos porque definitivamente el frío no se cura a punta de aspirina. Ayer empezamos la distribución de 50 kilos de carbón por familia (calculado para cocinar y calentar el tugurio por un mes y luego cada mes les daremos más durante el invierno), un aparato consistente en una mesita con una olla en la mitad en la que se pone el carbón y se le coloca una cobijota encima y toda la familia se mete debajo de esa mesita y así comen y así duermen. Además, les damos tres cobijas de 40% de lana y nos sentamos a esperar que sobrevivan este invierno y que en la primavera puedan construir una casa o por lo menos rehabilitar el tugurio.
 
 Ongianos vulnerables
 
El sentimiento anti-Occidente va en incremento. Cada vez que el torpe de Bush lanza una amenaza contra Irak, el resto de los países musulmanes se lo toman a pecho y se empieza a sentir el rechazo. Es muy claro que si Bush decide atacar a Irak, a nosotros aquí en Afganistán se nos complica la vida. La mayor parte de la población afgana es muy agradecida y quiere mucho a MSF porque por veinte años hemos estado aquí a pesar de los talibanes y los rusos. Cuando nadie se atrevía a venir, MSF y la Cruz Roja nunca los desampararon. Sin embargo, mucha parte de la población actual lleva años sin ver televisión ni oír radio (porque los talibanes lo prohibían) y no saben distinguir bien quién es un gringo y quién no. Hay múltiples incidentes por confusiones fatales, porque a los militares les dio ahora por ponerse de humanitarios y reparten dos o tres cobijas para tomarse fotos y hacerle creer al mundo que vienen a ayudar mucho. Este hecho hace que la población no tenga muy claro quién es quién y cualquier mono ojiazul es un potencial militar. Hoy por hoy en Kabul hay 300 ONG, más el ejército gringo, más el ejército de Naciones Unidas, ISAF. Entre las 300 ONG hay toda clase de locos: cristianos funda­men­talistas evangelizadores que creen realmente que lograrán hacer algo, ONG médicas muy buenas, ONG farmacéuticas excelentes, ONG feministas como Women for Women, ONG para la reconstrucción de carreteras, hay ONG de todo tipo con expats de toda índole tratando de sacar este país a flote de alguna manera.
 
Pues bien, MSF tiene las reglas de seguridad más estrictas de todas las ONG, y nos llaman constantemente para preguntarnos cómo son nuestras reglas para copiarlas porque tenemos una mortalidad de expats realmente bajita cuando consideramos las leoneras en donde nos metemos. El viernes pasado, una mujer y un hombre de GTZ (es la ONG del gobierno alemán, que se dedica a reconstruir escuelitas y hospitales) salieron en el carro de Unicef a ver una obra a diez kilómetros de mi casa y a tomar fotos y fueron atacados por unos afganos. Aparentemente se los llevaron, les robaron todo, torturaron un poquito al hombre y violaron a la pelada que, además, es psicóloga. Para mí es particularmente duro porque ellos son los que están reconstruyendo mis cliniquitas y construyendo las maternidades y, además, los conozco. Son unas buenas personas. A todos se nos partió el corazón porque es un acto de agresión que nos enfrenta a la triste realidad de lo supremamente vulnerables que somos al vivir aquí. Uno se puede hacer pajazos mentales y decir que fue porque no fueron cuidadosos, pero en realidad nada justifica estos actos. La pelada estaba vestida con ropa de Occidente (nosotros nunca salimos a la calle sin shwar kamize y sin velo) pero el ataque fue claramente para ellos porque pararon el carro y se los llevaron a los dos. Afortunadamente no los mataron.
 
Cuando Karzai (el presidente) se enteró de lo ocurrido, llamó a GTZ y le dijo a Walter (el jefe de GTZ que, además, es el alemán más dulce de los dulces) que iba a mandar a la esposa para que hablara con la pelada violada. La mayoría de los afganos están muy avergonzados porque para ellos los invitados son lo primero. Parece que este acto fue planeado por un comandante del ejército bajo el mando de Fajim (el ministro de Defensa) para crear pánico en las instituciones que están ayudando a reconstruir a Afganistán y desestabilizar al gobierno de Karzai. Fajim y Karzai se detestan, pero esto es de esperarse si consideramos que Karzai es una marioneta de Estados Unidos y Fajim un militarote. De alguna manera lo están logrando porque al llenar de pánico a los expats logran que el país pierda el apoyo internacional. Este comandante hijo de puta sabe muy bien que violando a las mujeres les hace un gran mal a las relaciones de las ONG con el gobierno porque los países desarrollados cuidan mucho a sus mujeres, así que violando y no matando el daño es más significativo políticamente. De todas maneras, Dalila y yo fuimos a hablar con Walter y a ofrecerle nuestro apoyo, tanto en calidad de colegas expats y de psiquiatra y ginecóloga respectivamente. No es fácil vivir con el creciente temor de ser un blanco político cuando la mayoría de nosotros vinimos aquí a realizar trabajo humanitario.
  
El león y el comandante
 
Hace siete años cuando los mujaidines reinaban en Af­ganistán (eran unos comandantes súper atarvanes y bárbaros) uno de ellos se tomó a Kabul. Como prueba de su poderío, decidió ir al zoológico (que en realidad sólo tiene conejos y en ese entonces un león) y meterse a pelear a mano limpia con el único león de Afganistán. (Definitivamente los hombres se vuelven locos cuando tienen el poder). Este león era el orgullo de la ciudad porque era muy peludo y rugía muy duro. (A los afganos les encantan las muestras de poder). El pendejete se metió a la jaula sin armas y, como era de esperarse, el león lo mató de un zarpazo y casi se lo come. Lograron sacar el cadáver y al otro día un hermano del comandante, que había decidido vengarse del animal, se fue para el zoológico y le tiró una granada a la jaula. Afortunadamente no lo mató, pero le dañó la mandíbula. Los habitantes se pusieron muy tristes y llamaron a MSF para que lo atendiera. MSF puso todo su empeño en salvarlo y lo logró. Lastimosamente el león quedo un poco boquineto y cicatrizado y hace apenas dos años se murió de viejo. Son una leyenda en la ciudad: el león, por matar al comandante, y MSF, por salvar al león.
 
Rivalidad familiar
 
El ingeniero Yassim es un hombre muy bueno y dulce. Tiene 55 años y es el logístico afgano de la coordinación. Yassim es el claro ejemplo de alguien que nace en condiciones muy difíciles pero que logra salir adelante por su excepcional inteligencia. Resulta que el ingeniero Yassim nació en una vereda de una remota, violenta y lejana provincia de Afganistán. Cuando tenía 13 años, un hombre de otra familia mató a su papá. En el campo no hay sistema organizado de justicia, así que entre las familias arreglan el problema como buenamente pueden porque, si no lo resuelven, por cuestiones de honor se tienen que matar los unos a los otros hasta que se acaban las familias. Una de las soluciones más frecuentemente utilizadas es la de pedir perdón regalando una de las hijas para que se case con uno de los hijos de la familia ofendida, con lo que las familias dejan de ser enemigas y se convierten en “familiares”. El pobre Yassim tenía sólo 13 años cuando la familia del asesino le mandó una mujer de 29 para saldar las cuentas. Como los hermanos de Yassim ya se habían casado, y en vista de que la mujer ya estaba en la casa, resolvieron chantársela a Yassim y los casaron. ¡Cómo sería la desdicha de esta pareja! Ella fue regalada para prevenir la matanza de más gente, y a él lo encartaron con una mujer más vieja, que además era la hermana del asesino de su padre y muy ignorante.
 
Pasaron los años y a Yassim lo becaron en Kabul por ser uno de los niños más inteligentes del colegio. Mientras tanto, Yassim creció, se convirtió en un hombre y la embarazó, como buen esposo afgano. Resulta que luego de graduarse del colegio, a Yassim le salió una beca para estudiar ingeniería en Japón y él la aceptó; luego le resultó un postgrado en Alemania y también lo aceptó. Al buen Yassim se le abrió el mundo y aprendió a vivir en la civilización. Se convirtió en un hombre moderno y de avanzada, educado y culto, pero con un legado muy pesado tras de sí. Volvió a Afganistán, encontró a su mujer y a sus dos hijos —ya grandecitos— y se enfrentó al terrible dilema de tener la mente en 1970 y el cuerpo y la familia en 1570. En Europa también aprendió que los humanos se enamoran los unos de los otros y se casan con la persona que escogen pero él nunca tuvo la oportunidad. Un día se sentó con la esposa y le dijo que él nunca la iba a abandonar y mucho menos a sus hijos pero que ella tenía que entender que él necesitaba ser libre para casarse con una mujer más joven y más parecida a él. Ella aceptó sin chistar y hoy en día el ingeniero Yassim tiene dos esposas, dos casas y cuatro hijos.



Mi vida en el invierno
El invierno en el subdesarrollo es la peor de las pesadillas, tanto para los que nacieron aquí como para los que venimos temporalmente. La temperatura está bajando vertiginosamente y cada día el sol sale más tarde y se pone más temprano. Ya empezaron las lluvias y es una alegría inmensa porque marca de alguna manera el principio del fin de la sequía que por cuatro años azotó esta tierra tan aporreada por los otros 100 mil problemas antes descritos. Los afganos dicen: “El invierno es la muerte de los pobres”. Y tienen toda la razón, porque sólo los más fuertes logran sobrevivir a estas temperaturas. El invierno implica que la comida escasee, los caminos se bloqueen por la nieve y las enfermedades respiratorias se alboroten. En un país donde prácticamente no hay luz eléctrica, sistema de salud, ni acueducto, es un milagro que no se muera más gente. Los pozos se están congelando y el agua falta.
 
Para dormir tenemos que poner estufas de petróleo o de madera en las piezas. Las de madera son mejores porque no huelen mal y producen un humo menos dañino, pero a las tres de la mañana hay que levantarse a echarles más leña, así que no es nada práctico. En mi pieza tengo el sistema de petróleo, por lo cual cada mañana me levanto con lagañas enormes, negras y pegotudas en los ojos; me limpio la nariz y me salen tacos de brea, y cuando me lavo el pelo el agua sale negra. Soy un asco de ser humano en las mañanas, pero es esto o morirme congelada. Ni sueñen con calentadores eléctricos porque sólo hay luz en la ciudad tres horas al día y el resto del tiempo funcionamos con generadores que hacen muchísima bulla y son muy costosos de mantener. Los niños salieron a vacaciones hace dos semanas (y por tres meses) porque en invierno no se puede ni salir de la casa y porque el gobierno no tiene con qué calentar los salones de los colegios. De los hospitales ni hablar; como no tienen plata para comprar leña, meten a todos los pacientes juntos en espacios súper estrechos y antihigiénicos. En mis cliniquitas tenemos suficientes calentadores de leña para no tener que hacinar a las pacientes, pero lo que hacemos cuando vamos de la sección masculina a la femenina y viceversa es que ponemos piedras a calentar en las estufas y cuando tenemos que salir a la calle nos echamos un par de piedras al bolsillo. Este mismo sistema lo adapté para calentar la cama antes de acostarme. Ya no sólo soy fea y pegotuda sino que duermo con piedras.
 
En estos días me pasó algo muy gracioso por montañera: yo lavo mis calzones yo misma y los junto todos para lavarlos cada diez días, en la pieza, para no congelarme. Resulta que como me fui de paseo no tuve tiempo de lavarlos durante el día y cuando llegué a la casa por la noche cogí y los eché todos en un balde con agua y jabón. Justo en ese momento llegó alguien a mi pieza y tocó la puerta, y para que no me vieran lavando los calzones saqué el balde al balcón por la puerta de atrás y como era de esperarse se me olvidó entrarlos. Ya se imaginarán que al otro día, cuando me acordé, salí a buscar el balde y ¡me encontré un baldado de calzones congelados! Era súper charro porque parecía una paleta de salpicón en leche por el jabón y porque mis calzones son multicolores. No me quedó de otra que sentarme a reír, meter el balde a la pieza, prender el calentador y esperar hasta la noche para poder sacarlos del balde. Ya me baño con una bolsada de calzones para que no se me olviden nuevamente.
 
 
Una gineco-obstetra en Afganistán
 
Para poder explicar cuáles son los problemas a los que me enfrento como obstetra y ginecóloga cada día en Afganistán en condiciones de fundamentalismo islámico y subdesarrollo extremo, primero tengo que definir dos palabras que traen consigo dos conceptos. Ambas palabras se utilizan frecuentemente en la consulta médica y en el existir cotidiano. La primera expresión es in shalá, que se puede traducir literalmente al español como “si Dios quiere”, pero la manera de utilizarse es completamente diferente. En español “si Dios quiere” realmente significa “lo más seguro es que sí” y en inglés God willingsignifica: “si nada se interpone”. En persa, in shalá significa “si mi marido lo permite”, “si se alinean los astros para que yo pueda volver”, “si no me muero de aquí a eso” y finalmente “si Dios lo quiere así”. In shalá se utiliza como la última frase de toda conversación. Por ejemplo, yo le digo a Alhamudin (mi portero) “mañana nos vemos” y el siempre responde: in shalá. Yo le digo a la partera que me esterilice quince cuchillas de afeitar para mañana y ella responde: in shalá. Cuando un afgano termina una frase con in shalá es porque realmente está convencido de que por más buenas que sean sus intenciones hay tantos factores que pueden afectar el resultado esperado que no se puede comprometer ni ilusionar al otro con una respuesta definitiva.
 
La segunda palabra es mushkil. Mushkil significa problema o dificultad. Un afgano me dijo un día: “En Afganistán no hay muchos mushkiles sino que tenemos mucho potencial de soluciones”. Esto es básicamente cierto porque en un país donde reinan la anarquía y el subdesarrollo es fácil encontrar en cualquier área del conocimiento mushkilitos para resolver. Pues bien, habien­do terminado con las definiciones, procederé a relatar los mushkiles de la consulta ginecológica y luego del ejercicio obstétrico.
 
Mushkil N° 1:
No hablo persa. Como no hablo persa, tengo que utilizar traductora. Como la traductora es soltera, no sabía nada del cuerpo humano, de la reproducción y mucho menos de la sexualidad humana. Tuve entonces que devolverme hasta las abejas y las flores y con una libretica en la mano explicarle cada parte del cuerpo humano con sus respectivas funciones y nombres en inglés. Una vez logré que saliera de su asombro tuve que resolverle las cien mil dudas personales y convencerla de que lo que estaba aprendiendo no era pecado. (Le dije que Dios la iba a perdonar porque ella sólo estaba tratando de ayudar a los enfermos y en el islam esto es muy bien visto).
 
Mushkil N° 2
Las mujeres que yo trato no tienen claro el concepto del tiempo. Me explico: mi paciente promedio no sabe leer ni escribir, no tiene reloj, no sabe utilizar el calendario afgano y mucho menos el occidental y, para colmo de males, calcula los meses de acuerdo con la luna. Es decir, una mujer sabe si está atrasada o no en la menstruación o cuánto tiene de embarazo porque sabe que le debe venir una vez durante cada ciclo lunar. Imagínense lo difícil que es medicar hormonalmente a una mujer que no tiene ninguna manera exacta de cuantificar el tiempo.
 
Mushkil N° 3
Las mujeres que trato no saben cuántos años tienen. En ginecología, para poder definir si una mujer tiene una menopausia precoz o una pubertad diferida, lo mínimo es saber cuántos años tiene. Sin estos referentes no hay manera de distinguir entre lo normal y lo anormal y, por ende, no es claro cuándo hay que intervenir o no. Para complicar el asunto, las mujeres son tan acabadas por el sol, la desnutrición y la pata que les dan, que las de 24 parecen de 42. Pero las de 16 parecen de 10 y las de 50 parecen de 80. La disociación temporal-corporal crece exponencial y no linealmente a partir de los 16 años, pero es inversa antes de esta edad.
 
Mushkil N° 4
Las mujeres no saben si pueden venir a control. Cuando una mujer llega a la consulta, es porque se está muriendo o se alinearon los astros para permitirle que viniera. Uno le dice a las que acaba de hacerles la consulta que tienen que venir el mes entrante para revisión, y ahí sí con toda razón me responden in shalá.
 
Mushkil N° 5
Las pacientes mías no se consideran personas. Se consideran a sí mismas como parte de un todo que es la familia. Por ejemplo, yo le digo a una mujer que necesita cirugía y ella me dice que lo va a discutir con la familia. Si la familia define que no, entonces la paciente acata la decisión grupal y la hace primar sobre su deseo propio y sobre su integridad física. (Nota: ¡los hombres asumen de la misma manera esta identidad!, no es un acto de sumisión femenina).
 
Mushkil N° 6
Mis pacienticas son pau­pérrimas, así que ni se ponen calzones ni conocen las toallas higiénicas sino que usan trapitos, que lavan con jabones súper irritantes. Tal como es de esperarse, la piel de los genitales se les vuelve, al igual que las palmas de las manos y las plantas de los pies, supremamente gruesa. Claro está, como lo único que importa es no morirse de hambre y sobrevivir otro invierno, aquí las mujeres no consultan por trivialidades como flujos. Ahora bien, si la ginecología es complicada, imagínense la obstetricia: primero les recuerdo que actualmente tenemos la mortalidad maternal más alta del planeta. Más alta que en Nigeria, más alta que en India. Esto implica básicamente que de cada 60 mujeres que se acuestan a parir, ¡una se va a morir desangrada o infectada!
 
Algunas de las creencias y hábitos del embarazo y parto son propiciadas por el mulá. El mulá es el religioso que manda en la mezquita, y su única educación es haber asistido al colegio coránico (ni sueñen que un colegio coránico es equivalente a uno jesuita). Yo no sé si son mulás o simplemente mulas. Así:
 
1. En el embarazo no se puede comer casi vegetales porque le salen los ojos malos al bebé.
 
2. Si la mujer está muy débil, debe sacrificar una cabra y llevársela al mulá para que él se quede con una porción y
reparta el resto. (Recuerden que compartir con los pobres es uno de los preceptos musulmanes más importantes). Al maldito mulá no se le ocurre que la cabra más bien se la debería comer ella para que se le quite la anemia.
 
3. Siete días antes del parto hay que dormir muy poquito porque en este período es cuando vienen los “genios” y matan al bebé in útero. Nota: aquí en Afganistán hay un Diablo mayor, que es muy malo, y unos “genios” menores, que hacen maldades terrenales pero que no se lo llevan a uno para el infierno. Son como asistentes del Diablo, son muy muy antojadizos y les gusta matar bebés.
 
4. Las embarazadas deben comer poquito, lo cual, viéndolo bien, no es tan mala idea si consideramos que esta práctica tan aberrante surgió por el hecho de que si el bebé es muy grande y se atranca, la mamá se muere, porque aquí las posibilidades de una cesárea son casi nulas. Yo tengo pacientes que están en el noveno embarazo y apenas decidieron venir. Cuando les pregunto por qué en los primeros no vinieron a control y en éste sí, me responden que es porque se ven muy barrigonas y les da miedo de que el bebé se atranque y ellas se mueran.
 
5. Las mujeres están tan preparadas para morirse en el parto que se tiñen las palmas y plantas con henna por si fallecen poder irse derechito para el cielo. En Afganistán a la hora de morirse uno no le puede llegar a Dios con las palmas y las plantas en blanco, o sea que hay que estar prevenido.
 
6. El parto es común y corriente, exceptuando que por la actitud corporal (todo el tiempo acuclilladas) más la selección natural (todas las de verdaderas pelvis estrechas se mueren rápido) las pelvis son verdaderamente muy adecuadas. Las mujeres no gritan, no piden epidural (de pronto en 800 años van a poder empezar a soñar con esta idea) y no arañan ni patean.
 
7. Si el trabajo de parto está prolongándose, la suegra saca un billete grande, le da un beso, se lo pone en la frente a la parturienta y sale a la calle a buscar a un pobre para regalarle la plata. Acuérdense de lo que les dije: en el islam dar limosna es muy importante y Dios le echa una manito a la paciente si la familia paga el peaje.
 
8. Cuando nace el muchachito, no se le puede contar su sexo a la mamá porque creen que si ésta se entristece porque es una niña, se le atranca la placenta. Apenas llora el bebé hay que entregárselo al batallón de cuñadas, hermanas y sobrinas, que vienen, encabezadas por la suegra, a acompañarla. Cuando es un varón: “alabado sea el Señor”, fiestas, alegrías, felicitaciones y regalos. Cuando es un niña: “tranquila hija que el próximo año será varón”.
 
9. El neonato tampoco se escapa de las supersticiones. Cuando la abuela lo empaca como un tabaco y lo amarra con una cinta, le ponekhol en los ojitos. Lo maquillan como una niña, para que cuando el Diablo venga por él piense que es una mujercita y no se lo lleve. Además, la cinta con la que se entabaca al bebé tiene unas piedritas que se llaman “espantagenios”. Estas piedritas y moneditas son muy importantes porque si la mamá se descuida, los genios le matan al bebé.
 
10. Pero, para mí, lo peor de todo esto son los malditos maridos que se me las llevan de la clínica a las dos horas de haber parido y las hacen caminar y caminar y caminar, y a veces ni les dan permiso de venir a control.
 
Para obviar este problema, implemen­tamos el regalito de una cobija y un vestidito para el niño para las que vengan a tener el bebé a la maternidad. Los maridos que son muy interesados, además de pobres, les dan el permiso. A los siete días les damos tres barras de jabón para que les vuelvan a dar permiso para venir a la revisión post­parto.
 
Mi trabajo actual consiste en montar dos Basic Emergency Obstetric Care Units, o sea, dos servicios muy básicos de maternidad donde las mujeres pueden venir a parir en condiciones limpias y seguras y donde las complicaciones de los partos en casa se pueden estabilizar antes de remitirlas.
  
Gulbahar
 
Cuando uno sale de paseo en Afganistán parece más una misión militar que un picnic. Primero, todo tiene que ser planeado con una semana de anticipación, y hay que pedir los permisos pertinentes a los jefes de seguridad. Luego, conseguimos un mapa de carreteras que esté muy actualizado porque tenemos que tener muy claro cuáles de ellas ya fueron desminadas por los británicos. (Se calcula que Afganistán no va estar libre de minas hasta dentro de diez años). Luego tenemos que sacar un mapa de los más recientes ataques de la delincuencia y de los comandantes residuales de la época de los mujaidines. Después hablar con los conductores para que averigüen un día antes si los pasos más estrechos de las carreteras no están bloqueados por la nieve, y finalmente tenemos que empacar y adecuar una Toyota Land Cruiser con todo el equipo de supervivencia. El equipo de carretera básico para una tarde de campo incluye: dos llantas de repuesto, gasolina, un equipo médico de emergencia de aproximadamente treinta kilos, bolsas de dormir especiales para temperaturas extremadamente bajas, comida y agua para dos días, linternas y un conductor bilingüe que nos pueda servir de intérprete si nos llevan detenidos o secuestrados. El carro cuenta, además, con dos radios, un VHF (very high frecuency)que funciona en tierra plana y se conecta con los radios manuales, y un HF (high frecuency) que sirve para distancias enormes porque las ondas suben hasta la primera capa de la atmósfera y rebotan, y de esta manera logramos comunicarnos a pesar de que haya gigantescas montañas en el medio.
 
Además de todo esto, cada expat en condiciones normales, o sea todo el día menos cuando nos bañamos (pues hasta cuando dormimos tenemos que tener el kit cerquita), porta consigo los siguientes objetos y documentos amarrados a la panza: fotocopia del pasaporte y todas las visas (los originales están en una caja fuerte); doscientos dólares, llamados the security money, en billeticos de diez y veinte, idealmente distribuidos en diferentes partes del cuerpo para que cuando nos asalten no nos maten por pobretones y por si nos perdemos poder pagar para que alguien nos ayude; una lista de teléfonos y frecuencias de radio de MSF Pakistán, Irán, Uzbekistán y Turkmenis­tán para que podamos pedir ayuda si nos logramos escapar del país por cuenta propia en caso de una emergencia. (Además, una tarjeta de identidad de MSF). Finalmente tenemos muy claras las reglas del comportamiento en las carreteras: sólo se puede caminar por la carretera, nada de pararse en el borde; sólo se puede caminar hacia la parte de atrás del carro. Sólo se puede alejar tres metros del carro, así que cuando uno tiene que hacer pipí, le toca bajarse los calzones en la mitad de la desolada carretera y orinar bajo la supervisión de los compañeros de paseo —nada de buscar una piedrita para esconderse— y siempre detrás; está prohibido hacerse adelante, no me pregunten por qué. Estoy diseñándome un female urinary device para poder orinar parada como los hombres. (Nota: los hombres afganos orinan acucli­llados). Por fortuna, el país es tan seco que uno vive deshi­dratado y no tiene que orinar casi nunca. Además, uno también tiene que tener claro que las carreteras están llenas de colores y símbolos de “desminado” (palabra definida como el proceso de quitarle las minas antiper­sona­les a la tierra) y hay que pararles muchas bolas. Por ejemplo, una torre de piedrecillas con una piedra blanca en la punta significa que la zona ya fue desminada. Una torrecita con una piedra roja significa que no se sabe si hay minas o no. Los campesinos, que no tienen más de otra porque deben transitar por campos altamente minados, caminan siempre detrás del burro y de las ovejas para que sean los animales los que se exploten y no ellos. (Otro ejemplo más de la sabiduría popular).
 
Pero bueno, suficiente dramatismo. Nos fuimos para las montañas Dalila, Sylvain (mi nuevo jefe), Shir (el conductor: el nombre significa león y por eso el malo de la película El rey león se llama Shir Khan) y yo. Pasamos ultra rico. Nos quedamos a dormir en una de las misiones de Gulbahar y salimos a pasear por todo el valle del Panshir. Las antiguas escrituras tenían toda la razón: es una de las maravillas del planeta. Gigantescas montañas con las cimas cubiertas de nieve, y el río azul como los zafiros corta las piedras en ángulos abruptos que con el sol crean sombras increíbles. Además, el valle está irrigado por canales milenarios y ríos subterráneos que hacen que los árboles sean muy verdes. Hay árboles de morera especialmente sembrados para que aniden los gusanos de seda; manzanos y peros, árboles de duraznos, y finalmente afganos. No sé ni cómo describirles a los afganos del monte. Son hermosos. No se ponen ni un poquito de ropa occidental. Los hombres usan turbantes y llevan barbas largas. Todas las mujeres se esconden tras las burkas, así que ni las vi. Pero los niños son una fantasía. El fenotipo de la zona es piel oscura, ojos verdes, azules y amarillos, pelo negro o rojizo. Los campesinitos a los 5 años ya son capaces de llevar un rebaño de ovejas de un sitio al otro. Lo más enternecedor fue que trataban de hablarnos y, como no sabían decir sino dos cosas, se nos arrimaban a Dalila y a mí y nos decían:Misterjaguaryuuuuu queriéndonos decir: Mister, how are you?
 
Lo mejor del paseo fue un lugar en donde dos montañas convergen y el viento ha creado una enorme ladera de arena delgadita entre dos peñascos. Los niños locales juegan subiéndose como las cabras (y con las cabras), se quitan los zapatos y se tiran corriendo, brincando y gritando, a la vez que crean nubarrones de polvo. Pues Dalila, Sylvain y yo no nos aguantamos las ganas y nos trepamos unos 80 metros por unas piedras aterradoras acompañadas de unos 50 afganitos y unas cuantas cabras, nos quitamos los zapatos y nos tiramos todos juntos (los afganitos y los extraterrestres). Gozamos como niños y los afganitos se reían con nosotros sin parar. Y cuando llegué abajo, me di cuenta de lo supremamente afortunada que soy por poder estar hoy aquí, en este país, compartiendo la cotidianidad con esta gente tan particular.



La utilidad de Dios
Ahora sí entiendo por qué los humanos tuvieron que inventarse un Dios. Desde hace varios días, y luego de ver lo que he visto y compartir la cotidianidad con quienes la he compartido, he llegado a la conclusión de que aquellos primeros hombres que habitaron el planeta no tuvieron otra opción que inventarse un Dios y un cielo para poder mirar siempre hacia adelante y soportar lo que tenían que soportar.
 
No es que súbitamente me haya cogido un ataque de religiosidad sino que, por el contrario, en este momento puedo comprender con más claridad por qué los humanos (supuestos seres racionales) adoptan ideas tan absurdamente ilógicas y tan poco demostrables. Es muy fácil no creer cuando uno lo tiene todo: familia, agua, control sobre el cuerpo, control sobre el ánimo, control, aunque sea, sobre los hijos que parirá. Pero cuando uno no tiene nada, no le queda otra opción que soñar e inventarse cosas para creer que uno tiene por lo menos algo de control. Si no tengo cómo proteger a mis hijos, por lo menos puedo rezar para que alguien más lo haga. Pero es completamente lógico aferrarse a un supuesto ser superior cuando tu hijo sale por la noche a entrar las ovejas y se lo puede comer un lobo. No es chiste. El 24 de diciembre a las 2 a.m. oíamos los lobos aullando en Bamiyán. Todavía hay en este planeta seres humanos a los que se los comen los lobos. Estas personas no tienen sino cuchillos para defenderse de ellos, no tienen sino telares para hacerse ruanas y protegerse del frío, no tienen sino un cuerpo bien diseñado para resistir a los elementos. Si estás en la montaña y te da una apendicitis, estás muerto. Hay grandes poblaciones en este país que se tienen que quedar confinadas en los valles durante todo el invierno porque los pasos a través de las montanas se cierran con toneladas de nieve. Entonces, ¿cómo no aferrarse a un Dios? Si por cuatro meses estás a merced de los elementos, ¿cómo pedirle a una mente diseñada para la supervivencia que se quede quieta, que no piense, y que se resigne a lo que pueda pasar? Claro que también forman grupos, también se ayudan entre sí, también tratan de conseguir pólvora y aspirinas, pero cuando se vive en una cueva (nuevamente no es una metáfora sino una realidad) en el subdesarrollo extremo no tienes otra opción que aferrarte a cualquier idea para sentir que tienes algo que hacer para mantenerte a ti y a los tuyos vivos.
 
Un corazón grande
 
Hace cuatro días estaba yo sentada en mi escritorio (como a las 4 p.m.) tratando de terminar el reporte mensual que les tenemos que mandar a los jefes de París, cuando de pronto me llamó Wakil (el portero) y me dijo que viniera corriendo. Cogí mi maletincito de emergencias y salí a la puerta a ver qué pasaba. Un hombre de la ONG Infants Afgans, que no hablaba ni pío de inglés, me hizo señales para que viniera. Esta ONG tiene su base en la casa de al lado de nuestra oficina y su función es llevar a París niños que necesitan cirugía para que los operen y luego los devuelvan. Los niños viajan solitos con un doctor viejito lo más de buena gente (parece un Papá Noel flaquito), que cada dos meses se lleva un avionado de muchachitos.
 
Resulta, pues, que llegué a la sala de la casa y me encontré con una niña de unos 13 años, completamente asfixiada, con los labios morados, sentada sobre las piernas de la mamá. Luego de examinarla, y sin entender bien lo que estaba pasando, me di cuenta de que la mamá la había traído porque tenía un problema cardíaco y albergaba la esperanza de que en este lugar se la llevaran para Europa a operarla. Cuando le quité el suetercito, me di cuenta de que estaba en los huesos, y que el corazón era del tamaño de un melón. Estaba en un edema agudo de pulmón. Tenía un soplo tan fuerte que se podía oír sin el estetoscopio. A los diez minutos apareció por coincidencia un médico que venía a recoger a su hijito ya operado y que hablaba algo de inglés. Al interrogar a la familia, me enteré de que a la niña le habían dado muchas amigdalitis en el campo hacia dos años y que la mamá nunca la llevaba al médico pues en ese tiempo en esa montaña no había médico. (Nota: en Afganistán hay provincias con dos millones de habitantes sin ninguna estructura médica, ya sea por lo peligrosas o por lo montañosas). Aparentemente, le dio una fiebre reumática porque la mamá describe que se le hincharon las articulaciones y que después de eso el corazón le empezó a fallar. De cualquier manera, esta mamá se dio a la tarea de traer a la hija desde el campo para buscar ayuda. Se recorrió todos los hospitales habidos y por haber, se recorrió todas las ONG durante dos años, y cada día la condición de la niña empeoraba. Como último recurso y en un acto de total desespero se apareció en la puerta de mis vecinos con la niña terciada al hombro y llorando. Es la escena más triste que se puedan imaginar. Una mamá metida entre una burka azul, literalmente mojada por las lágrimas, llorando y llorando y suplicando que le salváramos a la hijita (plenamente consciente de que la niña se estaba muriendo). El esposo lloraba parejo con ella pero no decía ni una palabra.
 
Lo único que yo podía hacer era conseguirle un lugar caliente y con oxígeno para que se muriera dignamente, así que llamé al conductor, pedí una cobija, la envolví y me fui con el médico como traductor improvisado, con su hijito recién operado, con la mamá emburkada y con el papá silencioso. En el carro casi me emperro a llorar pues yo la tenía cargada y metida entre mi chaqueta porque el frío la ponía peor y, cuando me quedé quieta por un momento, me di cuenta de que podía sentir contra mi camiseta el corazón de la niña trabajando como un carro viejo. En ese frío tan horrible, y en la oscuridad típica de Kabul, nos fuimos a buscarle una cama en un hospital. Nos recorrimos cuatro porque en todos nos decían que no había cama. (En realidad sí la había, pero como era una paciente terminal no se podían poner a ocupar la cama con ella pudiéndosela dar a un paciente de mejor pronóstico). Finalmente y después de mucho rogar la recibieron en uno de los hospitales, le pusieron oxígeno y cuando yo me fui, la niña repetía ya medio delirando “Dios, ayúdame, Dios ayúdame”.
 
Como me dijo al despedirse una paciente kutchi: “Que muchas flores aparezcan en tu camino”.
 
Clandestinidad
 
Nilab es una mujer de 23 años que trabaja como intérprete en la oficina de MSF en Kabul. Cuando uno la mira, no ve nada especial en ella. Usa burka como todas, mira al piso cuando viene un hombre y le pide permiso a la mamá cuando va a llegar diez minutos tarde. No es particularmente bonita, ni atractiva, pero cuando uno conoce la historia de cómo llegó a ser lo que hoy es, no le queda otra opción que mirarla con el más profundo respeto. A lo largo de todos los períodos de represión de la historia siempre ha habido grupos que conforman “la resistencia”. Es difícil imaginarlo, pero durante el régimen talibán (que duró cinco años) muchos hombres y mujeres conformaron grupos para crear una resistencia académica. Estos grupos lucharon contra un régimen que no sólo los oprimía por diferencias religiosas o políticas, sino porque les impedía adquirir conocimientos. El castigo para aquellas mujeres que fueran encontradas estudiando oscilaba entre una simple paliza con un cable de la luz, y la cárcel por delito contra el honor.
 
Nilab es una mujer que eligió no someterse a la ignorancia y que literalmente puso en riesgo su vida sólo por no dejarse pisotear. Cuando el régimen talibán decidió cerrar todas las universidades para las mujeres y abolir la enseñanza de inglés en el país, Nilab ya había decidido que quería estudiar literatura y en particular literatura inglesa. Encontró, pues, una escuela clandestina de inglés en el barrio donde vivía, que funcionaba en el solar de una casa, y que como fachada tenía la tienda en un bazar. Las estudiantes se ponían la burka y fingían que iban a mercar. (Cabe anotar que los perros talibanes consideraban que, aunque permisible, era mejor que las mujeres no salieran ni a mercar). Entonces entraban a la tienda, compraban unas cuantas cosas y seguían hacia adentro, hasta encontrar una puertecita para entrar en un único salón, que servía de aula para todos los niveles. Durante tres años asistió Nilab a las clases y cuando le faltaban tres días para “graduarse”, los talibanes descubrieron la escuelita clandestina y una noche llegaron a tumbar la puerta. Consciente del peligro de ser detenida, Nilab, junto con sus compañeras, se escapó por la ventana hacia el techo y salió corriendo de techo en techo. Los talibanes las persiguieron un rato pero cuando llegaron al extremo del bazar, se pusieron la burka y se mimetizaron entre las otras mujeres y ninguna se dejó capturar. Aún hoy, que cuando Nilab cuenta esta historia se ríe, uno se da cuenta de que le hizo falta poderse graduar.
  
Navidad en Bamiyán
 
No voy a decir que esta Navidad fue la mejor de mi vida, pero por lo menos la más llena de peripecias, sí. Luego de múltiples peleas dentro del grupo de expatriates, decidimos salir hacia las montañas para pasar la Navidad con el equipo de MSF que está en Bamiyán. Bamiyán es una ciudad muy antigua y famosa porque, hace miles de años, los monjes budistas construyeron en sus montañas tres gigantescos budas. A ambos lados de los budas hay cientos de cavernas y laberintos, que conforman la “ciudad”. En realidad no se trata de una ciudad, porque dentro de estas cavernas habitan sólo unas 700 familias. Es más bien un pueblito prehistórico. Los incultos talibanes hace dos años resolvieron dinamitar los enormes budas hasta volverlos arena porque, según ellos, tenían que impedir la adoración de imágenes. Aunque Afganistán es claramente un país musulmán, en ciertas zonas aún se pueden ver rezagos de la cultura persa premusulmana y de la influencia budista. Para tratar de abolir cualquier señal de politeísmo, los talibanes resolvieron atacar fervorosamente todas las esculturas, templos o manifestaciones artísticas que incluyesen figuras potencialmente adorables.
 
Si MSF tiene un programa médico en esta zona es porque Bamiyán queda en el fin del mundo. Desde Kabul hay que viajar nueve horas en Toyota Carevaca con cadenas en las llantas y hay que cruzar pasos tenebrosos entre las montañas para llegar. Viajamos durante nueve horas en medio de una nevada aterradora, pero como estábamos embriagados de espíritu navideño, no nos importaba ni morirnos debajo de una avalancha. Cuando uno llega y se encuentra ante un peñasco lleno de cuevas, y los huecos de los budas y en el fondo las imponentes montañas que conforman el Hindu Kush, se da cuenta de que está ante una de las maravillas del mundo. Bamiyán está habitada por los hazaras. Los hazaras son un pueblo conocido como “los esclavos de Afganistán” porque son altamente repudiados a causa de su apariencia física. Descienden de los mongoles y tienen rasgos fuertemente orientalizados. Por siglos, los hazaras se han dedicado a recoger los excrementos de los baños de las ciudades, a jalar las carretas llenas de ladrillos, a hacer cualquier trabajo que nadie en el mundo haría. Unos 120.000 hazaras viven en la región de Bamiyán y la única estructura médica que tienen es un hospitalito de MSF que funciona junto con un quirófano de la Cruz Roja. A nadie en el mundo le importan estas personas y por eso MSF tiene que estar ahí. A estas personas se las conoce también como “los olvidados”. Se las llama así porque viven en condiciones tan horrendas que ni siquiera a su propio país le interesa mantenerlos vivos.
 
Literalmente tienen el desarrollo tecnológico de hace 300 años, hacen la ropa en telares, viven en cuevas, no saben leer ni escribir y, como les conté antes, todavía se los comen los lobos cuando se descuidan. Para la muestra un botón.
 
Una mañana salí a dar un paseo por la nieve con un traductor y me encontré a un campesino viejito. Como yo soy chibchombiana, cada vez que me bajo del carro me meto un puñado de nieve en la boca porque me sabe rico. El campesino me vio y me hizo señas para que no comiera más porque me iba a dar tos. Se me acercó y le dijo al traductor que me explicara que comer nieve era muy malo y que me preguntara por qué estaba haciéndolo. Entonces yo le dije: “Es que en mi tierra no hay nieve”. (Nota: en Afganistán uno no habla de “mi país” sino de “mi tierra” porque la estructura es aún tribal, y a ellos en general les vale huevo que la tierra esté dividida en mapas. Para ellos la tierra está dividida en pueblos. Por ejemplo, el sufijo istán significa lugar, tierra. Por eso hay Pakistán, Afganistán, Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán etc., y cada pueblo tiene su tierra. Es más, cuando a mí me preguntan de dónde soy, respondo: “pues de Colombistán”). En fin, él me respondió aterrado: “¿Cómo?, ¿no hay nieve?”, y miró al traductor para que le confirmara tan asombroso hecho. “Y si no hay nieve, ¿entonces ustedes qué siembran?”. Le dije: “café”. Me preguntó: “Pero si no hay nieve, entonces no hay agua para llenar los canales”. Le expliqué que en mi tierra el agua cae de los cielos en cantidades tan abundantes que ni siquiera tenemos que construir canales para irrigar los cultivos.
 
No quedó muy convencido pero de todas maneras se rió mucho y me empezó a contar historias de lobos. Los campesinos de esta zona saben que a los extranjeros les encanta oír historias acerca de los lobos y las peleas y desapariciones por los lobos. En realidad lo que ocurre es que, en el invierno, los animalitos silvestres escasean y los lobos hambrientos bajan por las noches a buscar comida. Normalmente se comen las gallinas, las ovejas y los terneros, pero si un campesinito da papaya también se lo comen. Sorprendente, ¿no? Pero bueno, en este pueblo también me di cuenta de que los burros no son tan “burros”. Los ha­za­ras no tienen caballos sino miniburritos que llevan unas cargas enormes. Cuando uno ve una recua de miniburros desde lejos, parece una fila de hormigas cachonas porque, proporcional a su tamaño, pueden llevar a cuestas volúmenes enormes. No son nada de burros y no utilizan riendas. El campesino los guía con un palito. Cuando el campesino baja a mercar al bazar, carga al burro y lo saca hasta el camino principal, le da un golpecito y lo manda solo (mejor dicho, lo pone en piloto automático). El burrito conoce el camino perfectamente, así que unas horas más tarde el burrito llega a la casa, la mujer lo descarga, le pone el abrigo, y lo alimenta. Mientras tanto, el dueño todavía está tomando té con los parceros en el bazar.
 
El viernes, día de mercado, vimos en la carretera como unos veinte miniburros que iban rumbo a casa sin el amo pero con el mercado. Pero bueno, volviendo al tema de la Navidad, la Nochebuena la pasamos metidos en un cuarto minúsculo, pegados a una estufa de madera. A mí me dieron de regalo un patu (es como una ruana súper caliente de lana) hermoso y un adorno para el pelo. La temperatura bajó hasta -18°C en la noche, y las puntas de los dedos y las orejas nos dolían terriblemente. Sin embargo, fue muy agradable quedarnos callados mirando las estrellas, sin ninguna luz que contaminara el paisaje, y oír a los lobos aullando. Al otro día salimos para Yakaolang (significa: la tierra del cojo), y me di cuenta de que ese lugar sí es el fin del mundo. Hay un lago hermoso, que se llama el Bandiamir, pero nos atrancamos en la nieve y nos tocó sacar las palas y hacer caminos para desatrancar la “Lima” (nota: nuestras Toyotas se llaman “Lima 1”, “Lima 2”, “Lima 3”, etc., y tenemos en Bamiyán un burro que carga el agua desde el río hasta la misión, que lo apodamos “Lima Zero”).
 
En fin, pasamos rico porque tuvimos que almorzar con los camioneros en una estación en la mitad de ninguna parte. Acababan de matar una vaca y en cuestión de media hora ya nos tenían un platado de kebabs y un reguero de sangre roja que había formado en la nieve un bonito dibujo.
 
Un día libre
 
Las actividades del viernes, mi día libre, se redujeron a atender el parto de la esposa de un compañero médico afgano en la casa, con una psiquiatra de asistente, y casi a oscuras, con la escasa luz de una lámpara de petróleo. Resulta que el doctor Khaled (el pediatra supervisor de mis clínicas) me dijo hace dos días que su esposa estaba embarazada y que le estaba saliendo líquido amniótico. Cuando le pregunté cuánto tenía de embarazo, me dijo: “porai nueve meses”. Le sugerí que la trajera a una de las clínicas pero ella no quiso, así que me fui en el carro de MSF hasta la casa de ellos a revisarla. El pediatra vive a 45 minutos del centro de Kabul, en una casa de barro, toda la familia (él, ella y dos hijos) en una sola pieza. El barrio donde viven no tiene luz ni alcantarillado, así que entre casa y casa corre la materia fecal en riachuelos hediondos, pero la piecita en la que viven es muy limpia.
 
Revisé a la esposa y confirmé que tenía ruptura prematura de membranas (o sea que se le rompió la fuente antes de tiempo). Le dije a Khaled que se la llevara para un hospital grande para inducirle el parto y ambos dijeron que no. No hubo poder humano que los convenciera de la importancia de sacar al muchachito. Entonces les sugerí una ecografía, por lo menos para saber qué tan prematuro era. Al otro día Khaled me dijo que lo habían discutido, y que ella había decidido que como el ecografista era hombre, entonces no. Obviamente tampoco había hecho control prenatal a pesar de estar casada con un pediatra. Esta muchachita no sabe ni leer, ni escribir, y es además nieta de un mulá (o sea de un líder religioso de la vereda). En este país todo se deja en las manos de Dios, incluyendo la vida propia.
 
Nos despedimos y les dije que si me necesitaban, a cualquier hora me podían buscar. El viernes a las tres de la tarde (y cabe anotar que en el invierno a las cinco es de noche) Khaled bajó en la moto a buscarme. Cogí de la farmacia un equipo básico de emergencia que incluía pitosín y metergina, me eché la bendición, me llevé a Dalila y me fui en la Toyota Carevaca de MSF a ver qué hacía. Parece ser que la bendición funcionó muy bien (claro está que el 98% de los partos en el planeta no se complican) porque a las 6 p.m., en un cuartico oscuro y con sólo una lámpara de petróleo, le atendimos el parto a la esposa del pediatra. Salió como pepa de guama una hermosa afganita de unos 3.000 gramos, rosada y chillona. Ella, muy feliz de nacer, pero la madre y las dos abuelas muy tristes al saber que era una hembra. Una afganita más que pasará a engordar las listas del ejército de mujeres afganas que se van como vacas para el matadero.



El hamam
Para los que no lo saben ni vieron la película, hamam es el término que se le da a un baño turco. En Afganistán hay dos tipos de hamam: el de los hombres y el de las mujeres. Los hamams no fueron diseñados para que los neoyorquinos se relajen después de salir del trabajo, sino para que los humanos de esta región se puedan dar un baño como Dios manda, considerando que en estas tierras no hay duchas ni bañeras y que el agua toca sacársela a la tierra con mucho esfuerzo. Un hamam tradicional es una cueva de ladrillos y tierra con un horno en un extremo (enterrado en el piso) y múltiples canales que recorren transversalmente la estructura y cuya función es calentarla. Estos canales están a unos diez centímetros debajo del piso de tierra quemada; a través de ellos el humo del horno circula, y calienta el piso de manera muy eficiente. El horno se utiliza para hacer el pan, así que no se desperdicia ni un átomo de energía. (En Afganistán hasta el humo cumple una función). Dentro de la cueva hay tres cuartos: uno pequeño para desnudarse, con una señora que guarda las pertenencias en unos huecos en la pared; uno intermedio, para secarse y vestirse para salir, y uno grande, lleno de vapor, para sentarse. El vapor sale de una gran piscina situada sobre el horno.
 
Intrigadas pues por lo que íbamos a encontrar, Dalila y yo recogimos a Leilomá y nos fuimos para un hamam común y silvestre el viernes a las 8 a.m. (éste es el día tradicional para ir allí). Le pedimos al conductor que nos llevara al ha­mam del barrio. Cada una llevaba los utensilios necesarios para el aseo personal en Afganistán: un balde, una piedra especial para limpiarse los pies, una barra de jabón, una botella de champú, una toalla, un trapo de nailon con múltiples costuras, para estregarse, y finalmente el equivalente de diez centavos de dólar para pagar por el servicio. Lo primero que nos encontramos al llegar fue una fila de unas veinte burkas, cada una con un balde en la mano. Esperamos diez minutos en medio del pantanero más aterrador y entramos. Como era de esperarse, la montañera de Natalia le preguntó a Leilomá que dónde se podía poner el vestido de baño. Leilomá casi se muere de la risa y me dijo que ni riesgos, que en Afganistán el hamam es en calzones y nada de brasier ni de taparse. Además, me miró con cara de asombro y me dijo: “¡Pero si estamos entre mujeres!”. Aquí no se les puede mostrar ni los tobillos a los hombres, pero entre mujeres se empelotan sin el más mínimo pudor.
 
No me quedó más de otra que dejarme los calzones y aguantarme la vergüenza. Cada una envolvió las pertenencias en la pañoleta (algún día les contaré lo versátil que es esta prenda) y se las entregamos a la señora para que las metiera en el huequito de la pared. El resto de las mujeres se desburkaron, se empelotaron, y balde en mano salieron a buscar un puestecito en el piso para bañarse. Sólo les digo una cosa: cuando entré al cuarto grande, me encontré con unas 50 mujeres casi desnudas, unas sentadas en el piso, otras trayendo el agua, muchas estregándose a ellas mismas, algunas estregando a las hijas, otras estregando a la abuela, varias tiñéndose el pelo con henna, otras jugando guerra de agua y otras peinándose. Era visualmente la escena más intimista jamás imaginable. Había mujeres desde los ocho días de vida hasta los 80 años. Lo más particular es que ninguna se tapaba o se encontraba incómoda con su desnudez o por la presencia de otras extrañas. Había mujeres embarazadas, con unas barrigotas inmensas, mujeres cicatrizadas por cirugías previas, mujeres hermosas con cuerpos básicamente perfectos, mujercitas en pleno desarrollo, mujeres muy ancianas, mujeres que lactaban a sus bebés mientras se enjabonaban. Había mujeres, mujeres y más mujeres. Era bastante incómodo para estos cuerpos de Occidente acostumbrados a evitar el más mínimo contacto corporal con la piel de un extraño tener la sensación de ser continuamente tocado, pues para pasar de un sitio a otro en este lugar tan atiborrado las mujeres nos tenían que tocar porque estábamos sentadas en el piso. Durante los primeros diez minutos nos miraron con asombro, pero después de un rato, acostumbradas ya a nuestra presencia, se dieron cuenta de que nuestros cuerpos eran como lo mismo, y muy amablemente nos abrieron un puestecito en el piso, al lado más cercano de la piscina de agua caliente. (Cabe anotar que aquí muchas mujeres usan calzoncillos de hombre porque la ropa interior que se consigue en el país es de se-gunda y proviene de Europa, así que las mujeres no conocen la diferencia y se ponen pantaloncillos de todo tipo).
 
Nos quedamos como dos horas metidas entre el mujererío, nos lavamos el pelo, nos quitamos la piel muerta con el trapo de nailon, nos hicimos la tradicional mascarilla de pantano, nos limamos los pies con las piedras, a la usanza del país, y finalmente jugamos con baldados de agua hirviendo. En definitiva pasamos una mañana deliciosa y compartimos uno de los momentos más íntimos del mundo con el grupo de humanos que más escondida tienen su intimidad: las mujeres de Afganistán.
 
Avatares con las visas
 
Hoy les escribo con un toquecito de tristeza. Hasta esta semana el hecho de ser colombiana no me había traído realmente problemas; es más, sin ser ultra patriótica, yo me sentía orgullosa de ser colombiana. Sin dramatismos, les cuento que tras haber permanecido en Kabul por cuatro meses y medio, ya me siento agotada. Oficialmente, cada tres meses es obligatorio salir a vacaciones (se llama R & R, que significaRest and Recuperation). Todos los otros expatriados ya salieron a descanso, pero yo no he podido salir por múltiples razones. Principalmente no pedí descanso porque, como ya lo saben, a mi coordinadora de campo la devolvieron porque se la llevaba muy mal con el coordinador médico, así que por mes y medio me tocó asumir toda la parte médica, más la de enfermería, y mi responsabilidad compulsiva me impidió dejar todo tirado para irme de vacaciones.
 
Cuando finalmente llegó otra enfermera para ayudarme, me di a la tarea de escoger cuidadosamente mi destino de descanso. Quería ir a algún país caliente y no musulmán, pero MSF París mandó un mensaje diciendo que por motivos de seguridad y de aviones (porque recuerden que de este país sólo salen vuelos a Dubai, Irán, India y Turquía) sólo podíamos ir a Irán o a Turquía. Ambos musulmanes y ambos helados en el invierno. Sin mucho pensarlo, decidí escoger Turquía porque aunque se trata de un país musulmán, es mucho menos estricto que Irán. Me fui pasaporte en mano para la embajada (con mis presuntas compañeras de viaje: Dalila y Katrina) y oh sorpresa: ¡por ser colombiana, para darme la visa, tienen que mandar todos mis papeles por fax hasta Turquía y esperar un mes y sin garantías! Lo peor es que ni Katrina ni Dalila necesitan visa. Me puse muy triste, pero bueno, París autoriza a los que se van a quedar en misiones largas a ir hasta Sri Lanka. Nuevamente me llené de ilusiones, y empecé con Dalila a planear el viajecito. Una amiga nos dijo que hay un orfanato de elefantes buenísimo y yo estaba matada. Sin embargo, esa noche me acordé del atranque en Dubai cuando venía hacia Afganistán y le dije a París que verificara si me podían dar una visa a Sri Lanka en el aeropuerto al llegar. Como era de esperarse, la respuesta fue negativa, y en Afganistán no hay embajada de Sri Lanka y casi de ninguna parte. Ya desesperada, me fui para la embajada de India y me encontré con la triste noticia de que por tener visa pakistaní en el pasaporte no puedo entrar a India. (Para los que no lo saben, India y Pakistán están que se agarran a bombazos nucleares). Con la cola entre las patas me devolví para la casa y empecé a pensar en Dubai. Dubai es un emirato árabe que prácticamente lo único que tiene es un aeropuerto gigante en medio de una ciudad con diez años de vida. O sea, es un país: musulmán, costoso, feo (miamesco) y sin historia, y además tampoco sabía si me iban a dar la visa.
 
Después de mucho hablar con mis fieles compañeras de viaje, decidimos irnos para Irán. Pensándolo bien, a Irán por voluntad propia nunca pensaba ir. De todas maneras Persia es Persia y estando aquí pues cómo no aprovecho. Cuando los gringos ataquen a Irak en unos veinte días, el sentimiento anti-Occidente se tornará tan fuerte que por mucho tiempo el turismo en Irán no será viable. Así, muchachos, que el 2 de febrero salgo hacia Teherán, in shalá. No canto victoria porque puede ser que no me den la visa, pero por lo menos hoy me recibieron los 50 dólares para pagarla y me hicieron una entrevista (cosa que no hacen con nadie) y eso es un buen síntoma. Ser colombiano es como tener lepra turística y aeroportuaria. ¿Y yo qué culpa tengo?
 
Los infantes cuarentones
 
Los infantes cuarentones se llaman Isdris y Nurialai. Isdris tiene 7 años y parece de 5 y Nurialai tiene 9 pero parece de 7. Viven en Arzan Quimat (una vereda de Kabul) y son los clásicos niños afganos. Resulta que un día estaba yo montándome al carro para devolverme a la casa, cuando se me arriman dos peladitos. El más chico tenía una cortada en la cara de aproximadamente tres centímetros y toda la camisita llena de sangre. (A los niños afganos desde los 2 años los visten con ropa de adulto pero miniaturizada, o sea de camisa con botones y puños, larga hasta las rodillas, pantalones y chaleco). El grande, Nurialai (mejor dicho, el menos chiquito) me dijo supremamente tranquilo: “Vengo a traerlo para que me lo cosan”, y el chiquito (Isdris) me dijo: “Vengo para que me cosan la cara”. Asombroso. Sin el más mínimo dramatismo, sin una lágrima, sin ninguna muestra de temor. En la tranquilidad total. Yo les pregunté de inmediato dónde estaba la mamá y me dijeron: “En la casa”. Entonces le pregunté a Nurialai: “¿Pero ella sabe que están aquí?”, y él me dijo: “No, porque nosotros vivimos muy lejos”. Los entré a urgencias y antes de yo decir nada Nuria-lai le dijo a Isdris: “bishi”, o sea “siéntese”. Isdris se montó de un brinco en la camilla y sin siquiera un quejido se dejó lavar y anestesiar. Le suturé la carita en el silencio más absoluto, le puse un microporo y entonces Isdris me miró y me preguntó: “¿bass? ¿jalas?” (o sea ¿suficiente?, ¿terminamos?). Le dije que sí. Se bajó de un brinco de la camilla, se organizó el chalequito ensangrentado y se paró al lado de Nurialai. De pronto, éste se saco un billetico del bolsillo y me dijo: “¿Cuánto le pago?”. (Obviamente la clínica es gratis). Le dije “nada” y sin preguntar más envolvió a Isdris en un patu, se puso el patu propio y salieron por la puerta como si nada. Estos niños no son niños, son cuarentones desde que nacen. Y me pregunto yo: ¿Qué tan dura tiene que ser la vida de Isdris y Nurialai para que a esta edad sean tan independientes y tan estoicos? ¿Cuántos dolores tiene que aguantar un niño para volverse de palo?¿Qué tan fuerte es el sentimiento de hermandad entre estos niños que se cuidan los unos a los otros hasta asumir roles paternales? Lo peor de todo es que el mundo parece estar lleno de Isdrises y Nurialaies.
 
¡Qué impotencia!
 
¡Salam alecum! Quién lo creyera, pero en Afganistán los hombres en la noche de bodas pasan tan maluco como las mujeres. Según dicen, y parece ser cierto, a muchos hombres no se les para en este gran día (¿o gran noche?). Me enteré de este problemita técnico porque hace dos semanas Nodra, mi jefa de parteras, se casó con Abdul Rahmon. Nodra tiene 32 años, Abdul Rahmon 35, y ambos eran vírgenes (increíble pero cierto). Obviamente, yo estaba invitada, así que me puse mi vestidito dominguero y me fui al restaurante. Ambos se veían francamente aterrorizados, pero eso es lo normal en las bodas afganas. En la fiesta todo estuvo bien.
 
Una semana más tarde me fui para la clínica y cuando me senté a almorzar con las parceras (Mobuba, la otra partera; Oshema, la enfermera, y Leilomá) me di cuenta de que estaban muy tristes. Me dijeron: “Tenemos un problema”, y yo pensé: “ahora ¿qué pasaría?” (porque aquí cada rato suceden cosas lo más de raras). Me dijeron: “Tenemos que ayudarle a Nodra y rápido”, y yo dije “¿Pero por qué? ¿Qué le pasa?”. Mobuba me dijo: “Nodra todavía no es mujer y está muy triste”. (Yo pensé: “Debe ser que no fue capaz de hacer nada y Abdul Rahmon se puso bravo”). Entonces les dije: “Explíquenme bien el problema para ver qué hacemos”. Me dijeron: “Abdul Rahmon estácerrado”. Y yo les dije: “¿Cómo así?”. Y me dijeron: “A Abdul Rahmon le pusieron una maldición, está cerrado y por eso no se le para” (nota: al momento de casarse, los novios tienen una semana para el descorche oficial, así que la suegra le da un trapito blanco a la nuera y ella lo tiene que devolver manchado de sangre. Luego la suegra se lo lleva a la consuegra para finiquitar el trato. Si no hay sangre, no hay negocio porque la mujer es inservible si no es virgen). Me puse pues a tratar de resolver este problemita.
 
Hablando con las demás mujeres, descubrí que es súper común que a los hombres no se les pare en la noche de bodas. Ahora que lo pienso, es muy lógico, porque están cansados por la fiesta, tensionados porque tuvieron que conseguir la plata para pagar por la novia, más la plata para pagar la fiesta, y para colmo de males la mayoría de las veces nunca le han visto la cara a la pobre muchachita. Es completamente probable que los hombres se empaniquen en ese momento.
 
La teoría local para explicar el fenómeno es que un enemigo secreto estuvo durante la ceremonia y que se metió un candado en el bolsillo. Justo en el momento en el que el mulá los declara marido y mujer, el enemigo cierra el candado y el hombre queda cerrado. Pero, como para todo maleficio, para éste hay una vacuna y un antídoto. Para prevenir que a uno lo cierren, se tiene que llevar unas tijeras en el bolsillo, llenarse el bolsillo de alpiste y durante toda la ceremonia hacer movimientos de corte y así la maldición no funciona. Según Mobuba, Abdul Rahmon no usó la tijera porque como es ingeniero no creía en esas bobadas y por eso le pasó lo que le pasó. La solución para este problema es ir adonde el mulá y pedirle un tawiz, o sea una contramaldicion religiosa, que funciona escribiendo un pedazo del Corán en un papelito. Obviamente, el mulá cobra, y bien caro, porabrir a un hombre. De todas maneras, la pobre Nodra tuvo que pagar 60 dólares y ocho huevos para poder ayudar a Abdul Rahmon, pero nada de nada.
 
A la siguiente semana Nodra ya estaba al borde del suicidio. Cuando le pregunte qué exactamente le pasaba ella me dijo: “No sólo no se le para sino que le da fiebre, se pone sudoroso, tiembla y se desmaya”. Éstos son los síntomas clásicos de una crisis de pánico. Se me ocurrió entonces comentarle el caso a Dalila y entre las dos nos ideamos una técnica mixta y pluricultural para ayudarle a Abdul Rahmon. Le dijimos a Nodra que no lo acosara por tres días, que le diera buena comidita, que le hablara mucho y le dijera que no había problema, que ella no tenía afán, que lo abrazara pero amigablemente y que a la cuarta noche le diera 2,5 mg de Valium antes de acostarse y una tabletica de Viagra y que a las tres de la mañana lo despertara suavemente. Simultáneamente con esto, Mobuba fue adonde el mulá de confianza de ella y le compró un tawiz garantizado y Oshema le preparó unas “bebidas” estimulantes. ¡Pues sí mijitos que con el Valium más el Viagra, más las bebidas tonificantes, más los tawizes, más el tiempo y la buena comida, a Abdul Rahmon se le paró por fin! Nodra pasó de ser la más infeliz de las mujeres a la más radiante. Al otro día llegó toda maquillada y muerta de la risa porque Abdul Rahmon estaba abierto y la suegra ya tenía el trapito manchado. (¿Qué tan feliz se puso Abdul Rahmon? No lo sé porque no lo he vuelto a ver pero me imagino que mucho).



La tenebrosa república islámica de Irán
Tras muchos días de silencio reaparezco para contarles lo que acontece en esta maravillosa vida mía. La causa de mi silencio fue el viaje a Irán. O, para ser más exacta, a “La tenebrosa república islámica de Irán”. Sólo les digo una cosa: si Afganistán es una jaula, Irán es una celda para confinamiento solitario. Mi destino de vacaciones, como bien lo saben, no fue escogido basándome en mis apetitos sino en mis posibilidades aeroportuarias y migratorias. Yo me imaginaba un país musulmán moderno con una cultura antigua bien preservada y lleno de rinconcitos históricos para explorar. Lo que me encontré fue algo muy distinto y, para mi libertino y libre mundo, muy difícil de aceptar.
 
Salimos rumbo a Teherán: Dalila, Katrina y yo. Nos fuimos en un avión súper destartalado de una compañía rusa que tenía cinturones de seguridad, pero de adorno porque ninguno servía. Íbamos tan contentas de salir a vacaciones que nos sentíamos en un jumbo. Obvio: el umbral del placer se te baja y casi cualquier estímulo se te hace placentero. La risa se torna inmotivada y hasta unas escaleras eléctricas parecen un parque de diversiones. Teherán es una ciudad moderna y enorme. Tiene catorce millones de habitantes y, como tal, incontables rascacielos y tugurios. Desde que uno aterriza en esta tenebrosa tierra, siente un tenue aire de represión y fundamentalismo.
 
Quizás fue más impactante para nosotros porque justo el día en que aterrizamos se estaba celebrando el vigésimo quinto aniversario de la revolución islámica (o sea el destierro del Sha y el comienzo del régimen del Ayatolá Jomeni). Había banderas y pancartas enormes por todas partes que decían: “la obediencia al ayatolá es el único camino”. “Los Estados Unidos son el enemigo, y el islam se unirá contra ellos”. Había grandes pinturas que mostraban banderas de Estados Unidos en las cuales las rayas rojas se tornaban en gotas de sangre y las azules en bombas que caían hacia el pueblo islámico. Pancarta tras pancarta, la una más agresiva que la otra. No vi ni un mensaje en la calle que tuviese un sentido de paz o por lo menos algo positivo. Honestamente, palabras y frases como “obediencia” y “el único camino” me hacen estremecer. Sin embargo, lo más espeluznante no eran los avisos ni las pancartas. Eran las mujeres de Irán. Absolutamente todas tenían la pañoleta. No cualquier pañoleta, una pañoleta especial negra, atada bajo el mentón, que cubre absolutamente todo el pelo, el cuello y baja hasta los codos por delante, y por detrás muy similar a lo que usan las monjas. Para completar este horror, se ponen unos mantos gigantescos y negros hasta el piso, los cuales agarran con la boca para impedir que se les abra. Ocho mujeres iraníes juntas parecen una convención de cuervos. Ocho afganas juntas parecen un festival en Rio de Janeiro (optimistamente hablando). Esto nos llamó mucho la atención porque en Afganistán la pañoleta es un adorno, y mientras más colorinchuda y lentejueluda sea la ropa, mejor. Es más, las burkas son azul cielo y tienen incontables bordados en seda blanca. En Afganistán el color negro es para los muertos y sólo lo utilizan cuando es en terciopelo por lo brillantoso. Yo sentí de inmediato que las mujeres de Irán viven absolutamente sometidas. Y si bien las afganas no son ningunas palomitas mensajeras, sí se les permite reírse y cantar. A las iraníes no, nunca. Pero bueno, teniendo muy claro que Teherán no tenía nada para ofrecernos como destino turístico, nos montamos en un bus hacia Isfahan.
 
Isfahan es una de las ciudades más antiguas de Persia y está llena de mezquitas azules y de puentes que fueron construidos durante en reinado de los mongoles. Nos la pasamos de bazar en bazar y de mezquita en mezquita y terminamos cada día acostadas en una casa de té, chismoseando y agradeciéndole a la vida que nos permitió nacer y vivir bien lejos de este aterrador lugar. Lo primero que yo hice al llegar a Isfahan fue salir a comprar una pañoleta tradicional (bien negra y bien grande) porque eso sí, yo soy muy renegona pero finalmente muy obediente. Ese mismo día salimos a comprar acondicionador para el pelo y en la farmacia a Dalila se le corrió la pañoleta hacia atrás descubriéndole no más de diez centímetros de cabello. El farmaceuta se le acercó y le dijo lo siguiente: May I remind you that you are in The Islamic Republic of Iran, so please cover your head. Traducción: “me permito recordarle que usted está en la Repúbica Islámica de Irán, así que cúbrase la cabeza por favor”. No lo dijo en tono agresivo, pero de inmediato nos sentimos totalmente aterrorizadas y decidimos evitar al máximo cualquier incidente de esta índole. Me pasé toda la semana vestida de negro como una viuda.
 
Al día siguiente salimos de cacería por toda la ciudad en busca de una piscina donde pegarnos una zambullida (pero les recuerdo que es invierno en Irán también). Honestamente yo ya estaba desesperada por la falta de agua. En Afganistán mis compañeros me dicen Mrs. Fish [Doña Pescado] porque todas las mañanas llego con el pelo mojado y muy perfumada, tal como me gusta, y a ellos les parece muy raro que a mí me guste tanto el agua. Claro está que yo vivo entre los franceses y los afganos, y no se sabe cuál le tiene más pereza al agua. Durante cinco meses sólo me he podido bañar una vez al día, y el vestido de baño se me estaba cristalizando en el clóset. Encontramos, pues, una piscina cubierta en el hotel más elegante, pagamos catorce dólares por una zambullida de dos horas porque llegamos a las 10 a.m. y la piscina funciona de 8 a 12 para las mujeres y de 12 en adelante para los hombres. ¡Qué horror este mundo tan dividido!
 
Pero me salí del tema otra vez.
 
Finalmente, después de una semana de pasear por los bazares comiendo pistachitos enormes y comprando azafrán para mandarles regresamos a Afganistán. Y, quién creyera, nos sentimos tan pero tan libres al llegar aquí y nos dimos cuenta de que por muy moridero que sea, lentamente hemos aprendido a apreciar y a querer este país.
 
Historia de la rata y el marrano
 
En realidad la rata y el marrano no son ni una rata ni un marrano, son dos afganitos que nacieron en Bamiyán hace tres días. El fin de semana pasado subí a hacerles un entrenamiento de curetajes a las afganas que trabajan en el hospital de MSF. Adicionalmente, el plan era atender con Katrina los partos complicados que llegaran durante mi estadía. La rata nació a las 4 a.m. y pesó 1.800 gramos, y el marrano nació a las 5 a.m. y pesó 4.200 gramos.
 
La mamá de la rata vino desde las montañas montada en un burrito y retorciéndose del dolor y del miedo. Atravesó los escarpados pasos cubiertos de hielo con su esposo en medio de la más helada de las noches afganas, con el único propósito de que la rata naciera en un hospital. La mamá de la rata había tenido doce embarazos y doce partos previos y tenía un solo hijo vivo. Lo primero que nos dijo cuando llegó al hospital fue: “No dejen que se me muera”. Cuando la examinamos, Katrina y yo nos dimos cuenta de que era un bebé prematuro. Al cálculo y según las cuentas de la mamá (basadas en el inexactísimo sistema de la observación de la luna) tenía un embarazo de aproximadamente ocho meses y estaba en nueve de dilatación. Nada qué hacer, porque de todas maneras no teníamos adónde ni a quién remitirle esta paciente. Nos dispusimos pues a empelotarla. Nota: Como Bamiyán queda tan lejos, no es posible conseguir traductoras mujeres, por lo cual el traductor de MSF es un peladito de 16 años al cual metemos detrás de un biombo. Cuando le queremos decir algo a la paciente, se lo gritamos al traductor en inglés, quien se lo grita a la partera afgana en dari (persa) y ésta le transmite el mensaje a la paciente. Ya se imaginarán lo fácil que es atender un parto en Bamiyán.
 
Empezamos, pues, a quitarle capas y capas de ropa. Llevaba puestas por lo menos cuatro camisas, tres pantalones y dos pañoletas, y cuando llegamos a la piel, nos encontramos con que tenía amarrado contra el ombligo un tawiz (o sea un papelito con un pedazo del Corán) en un intento por proteger a este bebé. Calentamos a la carrera la sala de partos con la estufa de petróleo (nota: la temperatura exterior en Bamiyán a las 2 a.m. es de -20°C). Le calentamos una ropita al bebé y a los cinco minutos nació “la rata”. La rata estaba nadando en litros y litros de líquido, lo que no es normal, y además distiende el útero de manera exagerada, aumentando el riesgo de una hemorragia postparto. Katrina se encargó de reanimar a la rata. La pobre rata nació morada, sin tono muscular y respirando con dificultad. Mejor dicho, la pobre nació medio muerta. Apenas salió, Katrina y yo nos miramos, y sin decir palabra nos dijimos: “¿Y ahora cómo hacemos para que esta rata no se nos muera?”.
 
Mientras tanto yo estaba esperando que la placenta saliera espontáneamente. Sin embargo, a los tres minutos del parto la mamá de la rata empezó a sangrar y sangrar. Pero a ella lo único que le importaba era que no le dejáramos morir a su ratica. Y era muy probable que esto pasara. A la carrerita le saqué la placenta y le metí la mano hasta adentro para hacerle masaje al útero para ver si se contraía y dejaba de sangrar. Simultáneamente, Parwin (la partera afgana) le canalizaba dos venas y le metía líquidos a chorro (nota: “a chorro”, en la jerga de nosotros los médicos, significa tan rápido como es posible pasar el líquido por un catéter venoso). Le pusimos oxitocina, metergina, y más oxitocina y más metergina, y más masaje uterino interno y externo. Llegó un momento en el cual yo no sabía qué hacer. La pobre Katrina estaba tratando de salvar a la rata y yo no podía sacar la mano de dentro de la paciente porque empezaba a sangrar, y pensaba: “Si se nos muere la rata es un desastre, y si se nos muere la mamá es peor. ¿Pero si se nos mueren las dos, cómo le salimos al pobre esposo y papá de estas mujeres con que se va a tener que devolver monte arriba con el burro vacío?”. Luego de una hora de masaje interno y de preanimación neonatal, la rata y su madre por fin se estabilizaron y las mandamos para una pieza. Ya eran las 4:30 a.m. y Katrina y yo teníamos las rodillas temblorosas, en parte por el frío, en parte por el cansancio, y en gran parte por la adrenalina que circulaba en nuestras venas a causa del estrés.
 
Nos sentamos en el piso a tomarnos algo (ella un té y yo una cocacolita que cargo en el morral para las emergencias) y cuando estábamos disfrutando de la calma después de la tormenta, se nos vino otra tormenta encima: el marrano. La mamá del marrano tenía otros seis hijos vivos y la trajeron (en otro burro, obviamente) porque durante 36 horas había tenido “dolores de parto” y “nada de muchachito”. La partera de la vereda le había tratado de ayudar pero al ver que le salía un líquido amniótico verde, espeso y pantanoso, decidió remitirla. Cuando le vimos los pantalones a la mamá nos dimos cuenta de que el pobre marrano se había defecado adentro y —para los no médicos— esto significa que el bebé está sufriendo y se va a morir. El gran peligro es que este líquido se les va a los pulmones y al nacer el bebé no puede respirar bien y finalmente se muere. Por fortuna para el marrano, el viaje en burro logró bajarlo lo suficiente para que con un empujoncito en la barriga de la mamá lo pudiéramos sacar. El marrano nació hermoso, como un miniluchador de sumo, pero verde como un lagarto, todo teñido por el meconio y algo asfixiado, pero corriendito le quitamos el oxígeno a la rata y se lo pusimos al marrano. La mamá del marrano se portó maravillosamente y no sangró ni una gota. (Por fortuna, porque ya estábamos tan cansadas que no hubiéramos sido capaces de aguantar otro trajín como el anterior). Cuando el papá vio al marrano se puso dichoso. Claro, porque en Afganistán lo mejor que le puede pasar a un hombre es tener un hijo varón.
 
A las 6 a.m. resolvimos irnos para la casa a descansar un ratico porque a las 10 salía la avioneta de Naciones Unidas hacia Kabul. Antes de salir hacia la casa, pasamos a darle una vuelta a la rata y al marrano, y al interrogar a la mamá de la rata nos dimos cuenta de que los hijitos se le morían porque ella no tenía ni una gota de leche. Esto es suprema-mente raro y se llama agalactia. Luego de mucho pensarlo, llegamos a la conclusión de que la única posibilidad de sobrevivir para la rata era conseguirle leche de tarro. Pero, claro, qué solución tan inadecuada: esta familia vive a tres horas en burro de un pueblo perdido en Afganistán y no tiene ni un centavo para comprarla. Fue entonces cuando nos acordamos de que ese mismo día en la mañana le habíamos hecho control a unos mellizos que no estaban ganando el peso adecuado y el papá nos dijo: “Yo no les puedo comprar leche, pero en la primavera, cuando mi cabra críe, les puedo dar parte de la leche”. Qué sabia solución, ¿no les parece? Pues decidimos comprarle leche de tarro a la rata para dos meses, y en la primavera hacer una colecta entre los expatriates para regalarle una cabra recién parida.
 
¿Qué les deparará el futuro a la rata y el marrano? Quién sabe...
 
Preguerra y lombrices
 
Cada día el sentimiento antiamericano crece en este país y eso nos pone en una situación difícil porque cualquier mono ojiazul es potencialmente un gringo. En diez minutos me voy para una reunión de seguridad porque es inminente el ataque de Estados Unidos a Irak. Otras ONG ya están haciendo planes de evacuación para salir corriendo el día que empiece la guerra. Como siempre, MSF por lo pronto no tiene intenciones de evacuar porque somos expertos en vivir dentro de las bocas de los lobos pero, por ejemplo, mañana van a subirle un metro al muro que rodea la casa y a construir un búnker por si las moscas. Cuando uno nace en un país cicatrizado por la guerra y se viene a vivir a uno totalmente destruido por el mismo motivo, no le queda más opción que decir, pregonar y repetir que la guerra no es la solución.
 
La primavera está llegando y este frío perro está desapareciendo. Los árboles de durazno, los cerezos y los albaricoques están cargados de flores olorosas y rosadas. La luz está cada vez más fuerte y desde las 5:30 a.m. ya entra por las ventanas. Qué dicha tan grande para esta gallina. Cada vez me levanto más temprano y más contenta y cada vez recupero más mi productividad. Es que para esta maleza del trópico el frío y la oscuridad son muy dañinos.
 
Les cuento, además, que tengo el récord en toda la misión de la menor cantidad de enfermedades. En siete meses sólo he tenido una sinusitis, y mis compañeros franceses viven agripados, diarreicos, eczemáticos y enlombrizados.
 
Lo más gracioso fue que, un día, Isabel la administradora apareció con los ojos rojos de llorar, y cuando le preguntamos qué le pasaba, miró al piso con cara de vergüenza y de asco extremos y nos confesó que le había salido una lombriz. Yo me reí como nadie. Claro, es que para nosotros, los amibiásicos y lombricientos colombianos, tener lombrices no es una tragedia, pero para Isabel era como si unos extraterrestres la hubieran invadido y su cuerpo estuviera poseído. Yo supongo que tengo el intestino cargado de bichos y en mis tripas hay una convención de Lombrices sin Fronteras. Yo tengo:
• Amibas de Medellín
• Lombrices de Jericó
• Tenias de Kabul
• Áscaris de Bamiyán...
y quién sabe cuántas especies más estén habitando este cuerpecito mío. Lo importante es que mientras no me molesten, no les paro bolas. Puede que cuando llegue a Medellín me tenga que meter en un autoclave para esterilizarme.
 
Días de tensión y vallenatos
 
Estas condiciones de aislamiento extremo y fundamentalismo islámico hacen que uno viva la vida con sensibilidades diferentes. Por ejemplo, hoy estoy muy, pero muy feliz porque estoy sentada en la oficina trabajando como una mula pero oyendo vallenatos. Hace unos cuatro días me llegó un computador portátil que me mandó mi hermano Sergio de Estados Unidos cargado de programas rápidos y de música. Y es que vivir en una jaula cuando uno nació libre no es nada fácil. Renunciar, aunque sea temporalmente, a lo que uno conoce es muy dramático. Ya van casi seis meses desde que salí de Colombia y desde entonces he tenido que cambiar por completo cada uno de mis hábitos. La comida, la vestimenta, la actitud corporal y el idioma.
 
Pero bueno, les quería contar lo que se discutió en la reunión de seguridad de hace tres días. Básicamente estamos esperando a que la guerra empiece el lunes. Hasta hace un mes y durante ocho años Saddam Hussein se negó a que MSF entrara a su país a socorrer a los kurdos y a otro montón de desplazados internos que tiene. Pero, claro, él no es pendejo y sabe que para la opinión mundial le conviene dejarnos entrar porque cuando los civiles empiecen a pagar los platos rotos de esta estúpida guerra, MSF va a estar ahí, no sólo para tratar pacientes, sino para servir de testigo. MSF Bélgica ya está en Bagdad evaluando la temperatura; MSF Francia ya se situó en la frontera con Irán preparándose para abrir campos de refugiados, y MSF España está esperando a ver qué pasa. MSF Francia está achiqui­tando los equipos médicos que tiene en otros países con el único propósito de tener un batallón listo para entrar cuando el desastre empiece. MSF es un poquito militar en ciertas actitudes y por ende con el creciente sentimiento anti-Occidente decidieron desde París achicarnos la jaula aún más. Mejor dicho, los grandes líderes religiosos musulmanes cada viernes en la mañana azuzan a los afganos hacia la guerra santa. Porque desde la óptica musulmana (y desde cualquier óptica), Estados Unidos está atacando antes de buscar una solución pacífica al conflicto. Y sí, muchachos, sí hay talibanes rondando por el mundo musulmán dispuestos a matarse y a morir por su religión, así que hay que tenerles miedo. Ahora están viviendo en Pakistán. Son como una enfermedad que permanece latente por años y que cuando el sistema inmune baja, se despierta. Esto es lo que va a pasar con ellos: apenas las fuerzas internacionales bajen la guardia, se van a despertar y a reorganizar. En términos prácticos estamos esperando múltiples ataques a las ONG dentro de Kabul. A partir de ayer, la hora de entrada es a las 7 p.m.; ya compramos un stock de comida para veinte días en caso de emergencia; otra vez tenemos los movimientos dentro de la ciudad muy restringidos, y el día que la guerra empiece, no nos van a dejar salir ni a la calle esperando a ver cuál es la reacción de los afganos. Muchas ONG se están yendo porque tienen miedo. Yo, por mi parte, nací en la boca del león y ya sé a qué le huelen los dientes, así que miedo pocón pocón.
 
Pero volviendo a Afganistán, en veinticinco días empieza la primavera y hay una fiesta de Nauruz. Se esperan otro millón doscientos mil retornados de todas partes del mundo, especialmente de Pakistán e Irán. Irán prevé una ola de desplazados iraquíes, por lo cual ya empezó a empujar a los refugiados afganos hacia la frontera. En quince días vamos a abrir nuevamente la cliniquita en la estación de tránsito de la frontera. Vamos a estar ahí para recibir a los retornados. Luego les cuento cómo son de crueles los países anfitriones con los refugiados.



Que muchas flores aparezcan en tu camino
Tal y como lo esperábamos, ya se están empezando a sentir las consecuencias de esta estúpida guerra. Hoy es viernes y el plan era pasar un día tranquilo en la casa. Es más, yo estaba invitada a la fiesta de compromiso de la hija de Razul (uno de los choferes), pero como a las 11 a.m. nos llamó el jefe de misión a contarnos dos cosas muy tristes. La primera es que ayer en la mañana los talibanes atacaron uno de los carros de la Cruz Roja, sacaron al expat y le pegaron un tiro en la cabeza. Así sin más ni más. Les dijeron a los afganos que estaban con este muchacho que se fueran y ni los dejaron recoger el cadáver. Era un ingeniero de saneamiento salvadoreño, y hasta hoy no han podido ni siquiera ir a recoger el cuerpo. No lo mataron. Lo ejecutaron sólo por el hecho de ser un forastero. Ni siquiera era un americano, era un simple salvadoreño.
 
Estamos todos muy tristes. En realidad, MSF y la Cruz Roja son las dos ONG que desde hace veintitrés años están ayudando a los afganos aun en las guerras más horribles y bajo las condiciones más aterradoras. No es justo que sean los expatriates los que paguen los platos rotos. Como al ejército no le pueden hacer daño, entonces atacan a los foráneos más vulnerables que son los de las ONG médicas. Y somos los más vulnerables porque somos los únicos que nos metemos por las carreteras de las zonas de conflicto para tratar de llevar asistencia a la población civil. Eh, hombre, cómo es que matan a este muchacho que nada tiene que ver con la política internacional. A todos se nos parte el corazón porque en el fondo sabemos lo vulnerables que somos al trabajar en Afganistán y porque sabemos que este trabajo sólo lo realizan quienes de verdad creen que todavía algo se puede hacer. Y es que MSF y Cruz Roja sólo tienen voluntarios, el sueldo es malo, las condiciones duras y nadie está aquí ni por la plata ni por el prestigio.
 
Para completar los horrores del día, nos llamaron de París a decirnos que secuestraron al equipo de Liberia. Uno de los secuestrados es un afgano que trabajaba en la oficina de Kabul. Nos llamaron para que le informáramos a la mamá. Qué cosa tan horrible es decirle a una mujer afgana que tiene a su hijo secuestrado. Se lo llevaron junto con un muchacho australiano. Es muy distinto cuando se llevan a un expatriate que hace misiones por gusto (como yo) que cuando secuestran a un afgano que hace misiones para poder salir de este país y que, además, tiene esposa e hijos esperándolo. A Xavier (el jefe de la misión) le tocó darle la noticia. Qué cosas tan duras.
 
Pero volviendo a la situación de seguridad, aquí en Kabul no ha pasado nada grave. Los helicópteros del isaf vuelan cada vez más bajito y con más frecuencia para recordarle a la población que nada de problemitas, pero la tensión crece y cada vez hay más atentados contra el ejército americano. Y es que, además, cada día que pasa los musulmanes se ponen más bravos. Las imágenes de la guerra ya se ven en la televisión, y los mulás cada vez más tratan de azuzar a los fieles hacia la guerra santa. Por lo pronto no hemos considerado ni siquiera la posibilidad de evacuación, pero París se está poniendo nervioso, y nosotros le tenemos más miedo al encierro que a la evacuación. Además, cuando uno invierte tanto tiempo y energía en un programa, le da muy duro pensar que va a tener que salir corriendo y dejar todo tirado.
 
Mañana es la gran apertura de la segunda de las maternidades y yo estoy muy contenta por ese lado. La gtz me pidió en septiembre una lista del equipamiento médico que yo considero importante para la maternidad. Les pasé una humilde lista de veintitrés artículos y ellos se la pasaron al médico de ellos, quien la complementó, y ayer me dieron la sorpresa de que habían triplicado lo que yo les pedí. ¡Nos van a entregar 23.000 euros en equipo médico!
  
Un regalo de cumpleaños
 
Estoy como en una racha de historias tristes, pero ésta es muy corta y de verdad tuve que llorar un poquito. Esta semana fue el cumpleaños de Leilomá. Como ya les conté en un correo anterior, Leilomá no tiene un ojo porque lo perdió en la guerra cuando una granada cayó en el patio de su casa y una esquirla se lo explotó. Pero bueno, a lo que voy es a que yo le quería comprar un buen regalo, así que la llevé a un almacén de pañoletas de seda (porque como a todas las mujeres del mundo, a Leilomá le encanta la ropa) y no eligió nada. La invité a comer a la casa, y cuando le pe-dí que me dijera con toda confianza qué sería lo que más le gustaría recibir en el cumpleaños, me dijo la cosa más triste del mundo. Me dijo que si le podía ayudar a conseguir una silla de ruedas para el papá ella me lo iba a agradecer toda la vida porque éste quedó inválido en la guerra y ella es quien lo tiene que cuidar. Cómo me les parece de triste el regalo de cumpleaños que quiere. De todas maneras, mañana mismo me doy a la tarea de tratar de conseguirle una silla para el papá.
 
Somos muy muy amigas (ella es lo que se dice una amiga del alma), pero nuestras realidades son tan, pero tan distantes que mientras yo me debato entre si quiero ir a bucear en el mar Rojo o pasar unos días en México, ella se debate entre una silla de ruedas para el papá o unos dólares para rehabilitar el jardín de la casa que está muy destruido por la guerra.
 
Tengo que admitir que tuve que llorar no sólo un poquito.
  
El compañero de cama
 
Imagínense que esta mañana amanecí acompañada.
 
Ni se crean que se me pasó un francés para la cama por la noche.
Mi compañero de cama es muy pero muy especial.
Es bastante oscuro pero no es un africano.
Es bastante ágil y no trabaja en el circo.
Se queda calladito esperándome por la noche.
Cuando está enojado es extremadamente hiriente.
Cuando está tranquilo, ni siquiera me doy cuenta de que durmió conmigo.
Si lo ignoro, no se enoja.
Sí, sí, sí, es afgano pero no, no, no es un humano.
Es mi amigo el escorpión de primavera.
 
Nota: no me han picado aún pero cada mañana toca chequear los zapatos antes de ponérselos.
 
Mujeres en aprietos
 
Hay quienes dicen que lo que uno aprende desde pequeño se le hace normal y que el ser humano se adapta a casi cualquier cosa. Pero lo que yo sí tengo claro hoy por hoy es que el miedo y el dolor son universales y que por más cultural que sea la violencia intradomiciliaria, los que la viven sufren enormemente. El hecho de que a mi vecina le pegue el marido no cambia en nada que a mí me duela que le peguen.
 
Hace tres días le atendí el parto a Salma, una afgana de 18 años. Todo fue facilísimo y la niña salió como pepa de guama. La bebé era absolutamente perfecta y hermosa (como la mamá), rosada, con el pelo negro abundante y con los ojitos verdes como los de un gato. Yo se la entregué a la suegra para que la vistiera, y con sólo mirarle la cara ya me imaginé que iba a haber problemas. Con la cabeza agachada (como un niño a quien en Navidad le dan unas medias en vez de una bicicleta) me la recibió y se la llevó (como quien se lleva una tragedia y no un milagro).
 
Salma me preguntó:
“¿Bacha? ¿Dajtar?” (niña o niño).
 
Yo le dije: “Bisior makbul dajtar” (una niña muy hermosa).
 
Y se sueltan a llorar las dos. La suegra y la nuera no paraban de llorar. Aquí es muy normal que las mujeres lloren si el bebé es una niña, pero estas dos lloraban y lloraban y lloraban y no paraban. Lloraban como con tristeza pero se les veía algo de terror en los ojos, como quien anticipa un acontecimiento horrendo.
 
Leilomá (que es más avispada que yo) me dijo:
“Natiján, yo creo que a ésta le van a pegar esta noche”.
 
Yo le dije: “Pregúnteles por qué están llorando”.
 
Pues Leilomá tenía razón. La suegra me miró y me dijo: “Es que esta niña tiene otras cuatro niñas en la casa y en el último parto cuando la llevaron a la casa el esposo le pegó y le pegó hasta que casi la mata”.
 
Cabe anotar que esta señora era la mamá de este triplerrecontra malparido (y no pi­do perdón por la palabra porque eso es lo que es).
 
Yo le pregunté: “¿Y con qué le va a pegar?”.
 
“Con la mano o con un alambre”.
 
Resulta que en Afganistán todo lo malo que pase por principio es culpa de la mujer. El sexo de los bebés es determinado, mé­dicamente hablando, por los esperma­tozoides. Así que si alguien tiene la “culpa” de tener bebés mujeres, son los varones. Sin embargo, en Afganistán si el bebé es un niño, el papá es un berraco y si es una niña la mamá es una porquería.
 
Nada que hacer.
 
Yo lo único que le dije a Salma fue: “Quédese aquí esta noche y yo le digo a su marido que usted está muy grave y mañana cuando se le haya pasado la rabia la mando para la casa”. Pero ella dijo: “No, es mejor que me vaya rapidito para la casa para que no se ponga más bravo”.
 
Le di de alta con una angustia horrible, le di el doble de acetaminofén para que tomara después de la cascada y le dije a la suegra que si la aporreaba mucho la trajera enseguida.
 
Bueno, la segunda paciente de esta semana no tiene la fortuna de una buena suegra. Esta paciente me buscó un día en la clínica y me dijo: “Atiéndame, por favor, que es una urgencia”. Como venía toda cubierta por la burka, yo no sabía bien de qué se trataba. Le dije: “¿Está usted en embarazo o sangrando?”.
 
Me dijo: “No”.
 
Entonces le dije: “Vaya, madrecita, y pida un ficho para que la vea la ginecóloga afgana”. (Yo no atiendo consulta todos los días porque se vuelve una locura y todos los pacientes quieren que sea el expatriate el que los examine y no el personal local).
 
Pero de todas maneras ella empezó a llorar y me dijo: “Tiene que ser usted porque a mí me dijeron que usted lo embaraza a uno”.
 
Me dio tanto pesar que me la llevé a un consultorio para que se pudiera quitar la burka y contarme en paz la historia.
 
Okia se monto a la camilla y me contó lo siguiente:
Se casó hace doce años y hasta hoy no ha podido tener hijos. La semana pasada la suegra le dio el ultimátum. O produce un muchachito o le consigue otra mujer al marido. El problema no es que le consigan otra esposa, sino que si él se consigue otra esposa, no le va alcanzar la comida para las dos y hay que darle prioridad a la que pueda darle muchachitos. Ella me dijo: “Yo lo que quiero es morirme”, y yo le dije toda conciliadora: “Si otra mujer llega a la casa de pronto juntas pueden criar los niños”. Pero ella me dijo: “Yo me quiero morir porque ya no aguanto más humillaciones. A la hora de la comida, mi suegra me da sólo medio pan y me dice: ‘Es mejor darle esta comida a un perro que a usted. Usted no sirve para nada. Usted es como un árbol que no produce frutas. Hay que cortarlo y sembrar otro’ ”.
 
Aparentemente las otras mujeres de la casa la trataron de proteger los primeros años, pero después llegaron a la conclusión que Okia era más una carga que otra cosa. Okia vendió el tapete y las joyas del matrimonio y buscó y buscó tratamientos pero nunca pudo quedar embarazada. Una amiga de una amiga de una vecina le dijo que yo le había dado unas pastillas para quedar en embarazo y entonces vino a buscarme.
 
La examiné y no le encontré ninguna cosa como muy grave; le di una fórmula de citrato de clomifeno y le dije que volviera en una semana con la suegra. El plan es hablar con la suegra para que le dé una prórroga de seis meses antes de buscarle otra mujer al hijo, pero yo estoy casi segura de que el clomifeno no le va a ayudar. La mandé a la psicóloga para que por lo menos alguien le oiga el cuento y pueda llorar en paz.
 
Historia de amor fallido
 
Farhad nació hace 35 años en Kabul, pero cuando el ejército ruso quiso llevárselo para la guerra, su padre prefirió llevárselo para un campo de refugiados en Pakistán. Como Farhad era un muchacho brillante, logró llegar a Estados Unidos y estudiar ingeniería. Pasaron los años y un día en su país anfitrión conoció a María Valencia, una niña súper bien de Bogotá que estaba estudiando hotelería y turismo. Se enamoraron y se dieron cuenta de que entre Afganistán y Colombistán la distancia no era tan grande. Pero la guerra llegó y la guerra se fue, y un día a Farhad lo invitaron a su tierra natal a servirle de consejero al ministro de Minas. Como Farhad era un buen muchacho, decidió venir a ayudar a su pueblo por unos días. El sueldo era simbólico pero empacó a María y se vinieron por un par de meses. Yo los conocí porque ella se enfermó y por medio de una ONG nos contactaron buscando un médico. Cuando supe que ella era colombiana, brinqué de la alegría. La examiné y le di el tratamiento y nos hicimos amigas. Él la quería tanto que estaba aprendiendo a hablar español y ella le hablaba en español y él le contestaba en inglés. Llegó la Navidad y decidieron casarse. Se fueron para Bogotá y le dijeron a los papás que se iban a casar. María se quedó planeando el matrimonio y Farhad se vino a terminar su trabajo antes de la boda.
 
Pero como el cielo es grande y la vida perra, el avión en el que venía Farhad con el ministro se cayó, y Farhad se murió y esta triste historia se terminó.
 
Una jareyi comprensiva
 
Las personas se acostumbran a vivir en medio de la violencia y a resolver los problemas de la manera que mejor conocen. Históricamente, Afganistán ha sido un pueblo guerrero. Los libros dicen que las tribus que habitan la región desarrollaron esta característica porque este país era atravesado por la ruta de la seda, y para evitar que su gente se asimilara o adoptara costumbres de otros pueblos, las tribus se volvieron sumamente agresivas contra los extranjeros y los pueblos de las tierras vecinas. A los extranjeros nos llaman los jareyi y uno es o afgano o jareyi pero un extranjero es un extranjero y hay que tenerlo a cierta distancia. Es por esto que inicialmente es tan difícil hacer que bajen la guardia y entiendan que en realidad no todos los jareyis somos iguales. Afortunadamente para mí, los afganos perciben claramente que no soy europea, que tengo familia, que me gustan los niños, y que en el fondo no los juzgo por vivir como viven.
 
El problema que tenemos que resolver los jareyis esta semana es una pelea entre dos mujeres que trabajan en la clínica. Hagan de cuenta que están viendo Betty la fea. Esta clínica es una cocina. Circulan y circulan chismes acerca de quién esta embarazada, quién le pega a la mujer, quién compró una pañoleta nueva, quién no sabe cocinar, quién amaneció de mal genio. Mejor dicho, entre consulta y consulta todo el mundo se la pasa hablando del prójimo.
 
Masuda es la enfermera que registra los pacientes, y Shahala es la enfermera que hace el triage [palabra en inglés que se refiere a la escogencia de los pacientes a los que se les da prioridad, sea porque están muy graves o porque llegaron primero]. Resulta que Masuda lleva trabajando con nosotros cinco años y Shahala es nueva. Masuda es tajik (o sea, de una tribu musulmana suni), y Shahala es hazara (o sea, musulmana chiíta). Estas dos corrientes del islam se detestan, como los católicos y los protestantes se detestaban hace 300 años en Europa. Masuda y Sha-hala em­pezaron a tener peleítas desde el inicio, y de vez en cuando uno oía una algarabía y eran estas dos mujeres gritándose insultos. Nosotros dijimos: “Bueno, mien­tras no interfiera con el trabajo, es-tas dos se pueden agarrar de las greñas porque al fin y al cabo aquí todo se resuelve a los gritos”. Al cabo de tres semanas de oír gritos por los corredores, decidimos que Shahala no era lo suficientemente buena enfermera porque tenía una actitud bastante agresiva con los pacientes y eso sí no lo permitimos. Le dimos otra oportunidad para que mejorara y no lo hizo, así que le dijimos que si no cambiaba, la íbamos a tener que despedir. Ese mismo día Shahala se fue para donde Masuda y le dijo que si la despedíamos tuviera la certeza de que la iba a mandar a matar. Cabe anotar que esta clínica queda en la zona chiíta de la ciudad y que Shahala vive cerca de la clínica.
 
Masuda se puso a llorar y le contó al jefe de la clínica lo que había pasado, pero al otro día apareció el marido de Shahala (quien, además, es militar) y dijo: “Si MSF despide a Shahala, yo mato al jefe de la clínica, al enfermero jefe y a Masuda”. Aquí estas amenazas hay que tomárselas muy en serio porque hasta por el simple honor sacan una ametralladora y se agarran a disparar.
 
Obviamente, Virginie (la enfermera francesa) y yo tratamos de mantenernos al margen de este bonche, así que le pasamos el problemita a Sylvain (el coordinador de campo). Las cosas se medio calmaron pero Shahala es pésima enfermera, tiene una actitud súper mala y, además, amenaza a los compañeros de trabajo, así que decidimos despedirla. El marido volvió pero esta vez dijo que era porque MSF prefería a los tajiks (suni) y que él iba a ir a armar un bonche con la comunidad. Esto sí es realmente peligroso porque aquí cualquier sospecha de discriminación desencadena manifestaciones, balaceras y agresiones.
 
Pero, por otra parte, a los jareyis no nos tienen amenazados porque saben que con sólo una mala palabrita nosotros empacamos y nos vamos.
 
Esta semana me habían dado la autorización para quedarme a dormir en la clínica con las parteras y yo estaba matada, pero con este problemita he decidido posponer esta actividad hasta estar segura de que no corro ningún peligro. Yo soy bastante temeraria, pero tonta sí no.
 
Además, me habían propuesto que me llevara a Shahala (la matona) para la maternidad a tomar pulso y presión arterial, pero a mí francamente no me gusta trabajar con gente así y me negué rotundamente.



Los escorpiones marceños
¿Se acuerdan que hace unos días les conté que estaban apareciendo escorpiones por todas partes?
 
Como era de esperarse y teniendo en cuenta que ya llegó la primavera, las enfermedades están cambiando y los escorpiones están picando.
 
Anoche, a eso de las 8:30 p.m., Ibrahim (el chofer de turno) trajo a la casa a Ghafur (el portero de turno) retorciéndose del dolor porque cuando se fue a cobijar un escorpión rojo lo picó en la mano.
 
Cabe anotar que los hombres afganos por ningún motivo pueden reconocer que tienen dolor y una picadura de escorpión es una de las cosas más dolorosas que existen. Por ejemplo, Ghafur (el paciente picado) antes de ser portero para MSF era mujaidín. Dicen los que saben que cuando un soldado afgano es herido en combate, por más tiros que tenga no puede llorar o gritar. Si lo hizo y logra sobrevivir a las lesiones, los compañeros de tropa lo menospreciarían por “cobarde y débil”. Ghafur vino con la mano toda hinchada y repetía: “Bismila rahim” (en el nombre de Dios)...
 
Me llamaron a la pieza para ver qué hacíamos, y yo pensaba: “Yo no sé nada de picaduras de escorpión afgano; no sé si son venenosos o no y no tengo ni idea de cuál es el tratamiento tradicional”.
 
Así que le pregunté a Ibrahim: “¿Qué hacen ustedes normalmente cuando los pica un escorpión?”.
 
“Pues vamos adonde el mulá”.
 
(Claro, aquí todo se resuelve yendo al mulá, pero no me pareció una buena opción).
 
Entonces le pregunté: “¿Ibrahim, usted conoce a alguien que se haya muerto o le hayan tenido que cortar una mano por la picadura de un escorpión?”.
 
Y me dijo: “Hasta ahora no”.
 
Así que yo supuse que lo más probable era que la mayoría de las picaduras por escorpión en Afganistán no eran mortales y me la jugué por las estadísticas.
 
Luego Ibrahim nos dijo: “En mi tierra le echamos saliva al dedo índice y le damos vueltas a la picadura repitiendo muchas veces Bismila rahim”.
 
Así que para resumir, Virginie y yo nos decidimos por la técnica mixta. Ella le puso 6 mg de dexametasona con 75 mg de diclofenaco intramusculares y, mientras tanto, yo le puse hielo, me unté las manos de hidrocortisona y le hice un masajito como me dijo Ibrahim. Entre tanto, Sylvain le hacía tomar una tableta de paracetamol y un antihistamínico. Pero simultáneamente pusimos a Ibrahim a repetir todo el rato (por esto del efecto placebo tan importante que tiene la religión): “Bismila rahim”.
 
Lo acostamos en la sala al lado de nosotros con la mano elevada y nos pusimos a jugar carambole durante dos horas. En vista de que nada raro le estaba pasando, lo dejamos en observación con claras instrucciones de que si le daba dificultad respirar nos despertara. Al otro día a las 5:30 a.m., cuando me levanté a bañarme, no lo vi en la sala y salí a buscarlo. Y adivinen dónde me lo encontré. Pues acuclillado en el jardín cazando y matando escorpiones y escor-pioncitos. En veinte minutos había matado tres.
 
La calma
 
Ya que la guerra está por terminar, las reglas de seguridad están menos estrictas y ya me dejan salir a caminar por el barrio siempre y cuando vaya acompañada por un hombre. Me dejan ir al bazar a comprar pañoletas y champú y a comprar sandías y melones para el desayuno. Aquí se come lo que esté en temporada. Hace un mes era pura papa y frutas secas, hace dos meses era la coliflor, este mes es el pepino y la sandía. ¡Qué dicha poder volver a salir a caminar!
 
Hace más de dos semanas que no matan a ningún forastero en la ciudad y que los atentados están disminuyendo.
 
Para colmo de la felicidad, logramos rehabilitar una mesa de ping-pong para jugar en el jardín ahora que el clima está más calientico, y el nuevo logístico trajo raquetas de badminton para jugar en la jaula.
 
No veo la hora de poder salir corriendo hacia la terminal del sur, montarme en una busetica y perderme dos o tres días en Jericó. Quiero caminar y caminar y caminar. Caminar sin pensar en que voy a pisar una mina. Caminar y caminar y caminar aunque en el fondo sepa que en esta tierra mía me puedan secuestrar.
 
Los problemas de Alí Babá y las placentas
 
Como la primavera ya llegó y el número de diarreas está incrementándose dramáticamente, decidí cambiar unos cuantos procedimientos en nuestro rudimentario laboratorio para evitar equivocaciones en los resultados de los coprológicos. Les recuerdo que aquí uno no tiene apellido, así que en un día cualquiera podemos tener cuatro o cinco Leilas, Adelas, Yamilas, Mohamades y Alíes. Alí Babá (no es un chiste, así se llama) es mi técnico de laboratorio y lo que tiene de querido y de obediente lo tiene de psicorrígido. Resulta, pues, que para evitar confusión en las muestras, le dije que cuando entregara el frasquito para la muestra de material fecal escribiera el nombre de la paciente. Esto me pareció una buena idea. Al día siguiente fui a chequear si el nuevo sistema estaba funcionando adecuadamente y encontré que sólo la mitad de los frasquitos tenían el nombre escrito. Fui adonde Alí Babá y él me dijo muy seriamente: “Doctora Na­ta­lia­ján (nota: el sufijo ján significa ‘de mi cuerpo’ y se le añade a los nombres de los amigos o personas cercanas, así que mis amigos afganos me llaman ‘Natalia de mi cuerpo’), yo no le había dicho nada porque me daba pena pero este sistema de marcar los frasquitos no sirve”.
 
Yo pensaba para mis adentros: “Pero ¿qué puede ser tan complicado y tan delicado que Alí Babá se niega a hacerlo?”.
 
Pues resulta que en Afganistán hay dos tipos de nombres: los antiguos nombres persas de la época preislámica y los nombres de El Libro (el Corán). A mí personalmente me encantan los nombres persas porque son súper poéticos, por ejemplo:
Shirin Gul (dulce flor)
Ronscha Gul (flor brillante)
Pekai (el mechón que cae sobre la frente)
Shir (león)
 
Tienen para las mujeres estos nombres, por ejemplo: Granizo, Serenidad, Pétalo de Rosa, Luna Llena, Luna de la Noche, Rocío de la Noche, Amanecer, Flor Gentil, Riachuelo Verde, y mil otros fenómenos de la naturaleza.
 
Los nombres de El Libro (islámicos) son por ejemplo: Fátima, Mohamad, Alí, Ibrahim, Bismila (en nombre de dios).
 
Pero volviendo al tema, Alí Babá me dijo que sólo había podido escribir el nombre de algunas personas en el frasquito porque ¿a mí cómo se me ocurría pedirle que escribiera un nombre mencionado en El Libro y que luego le pidiera a un paciente que defecara en él? Así que en los frasquitos escribió sólo los nombres persas y dejó sin rótulo las muestras de los pacientes con nombres islámicos.
 
Yo no podía parar de reírme. Claro, como el islam prohíbe la adoración de imágenes, los musulmanes adoran los nombres de las personas y es como si yo le hubiera pedido a un paciente católico que recogiera una muestra de material fecal en una estampita de la Virgen. Cuando pude parar de reírme, le expliqué que había sido un error sin culpa, que yo no pretendía para nada ofenderlo a él o a su religión y él lo comprendió y se rió conmigo. Luego, decidimos que era mejor numerar las muestras y escribirle el número en el antebrazo al paciente para que pudiera reclamar el resultado.
 
Lo otro que me pareció muy gracioso fue la cara de las parteras cuando les pedí que llamaran por la noche al portero para que echara las placentas al pozo de material orgánico. Todas cinco me miraron aterradas y no podían creer que yo les estuviera solicitando eso. Les pedí que me explicaran cuál era el problema (porque, de día, echamos las placentas sin ningún problema en el mismo sitio). En realidad, estaban aterradas de que yo no supiera lo grave que es que un hombre le vea a uno la placenta. Mejor dicho, los hombres afganos nunca pueden ver una placenta porque es como si le estuvieran viendo el interior a la mujer y se pueden enfermar gravemente. Así que nada de pedirle al portero que se deshaga de las placentas porque puede ser su perdición. La solución que encontré fue comprarles un balde con tapa para que echen las placentas en la noche y al otro día la limpiadora las saque. Ahora que el clima es frío no es ningún problema, pero no me quiero ni imaginar los olores cuando empiece el verano.

Afganistán hoy
 
Un país como Afganistán es una olla llena de aceite hirviendo, puesta sobre un fogón de leña, sin mango o agarradera, que se tambalea ligeramente a medida que su contenido se calienta, y a la que no hay por dónde coger para evitar que se derrame. ¿Y si este aceite se derramara en medio del desierto a quién le importaría? El problema es que cuando esto pasa hace desastres en el mundo occidental y sólo por eso súbitamente al mundo entero le dio por volverse humanitario.
 
Durante veintitrés años de guerra a nadie le importaron los afganos, pero como se volvieron un “caldo de cultivo” para los “terroristas” y las Torres Gemelas se desplomaron, el resto del planeta de pronto se tornó muy sensible al sufrimiento de este pueblo. ¡Por favor! La reconstrucción de este país tiene más que ver con el temor occidental que con la solidaridad de la especie.
 
A su vez, los afganos son como un perro callejero a quien un humano llama con un pedazo de carne y cuando aquél se acerca, lo intenta atrapar y amansarlo a golpes. Los afganos son el perro, los humanos somos los extranjeros.
 
Los afganos son tribales, nómadas, salvajes, son ellos y se quieren a sí mismos. Son orgullosos de lo que son y esto implica que se enorgullecen de no ser muy pacíficos, de no dejarse dominar. Como los perros callejeros, los afganos aprendieron a ser desconfiados. Aun cuando están tirados en el piso y medio agónicos, intentan morder a quien se acerca a socorrerlos. Perdieron la capacidad de discernir quién es quién y quién hace qué y por qué. Tras años de invasiones (la rusa, la inglesa) y de guerras, hoy piden a gritos una temporada de paz para reconstruir su país pero al mismo tiempo les temen a estos peace keepers (fuerzas militares internacionales) porque los perciben como otra invasión más. El país está dividido y el lema parece ser “sálvese quien pueda” y “salvemos lo que queda”.
 
La comunidad internacional se ufana de enviar toneladas de dinero para mejorar las redes públicas y hacer este país habitable, pero lamentablemente la mitad de este dinero se pierde en las manos de los intermediarios y de los corruptos. Hagan de cuenta que Afganistán es Colombia e imagínense qué pasaría en Murin­dó si alguien le mandara 400.000 dólares al alcalde más un camionado de cobijas y una tractomula llena de computadores. ¿Quiénes serían los principales beneficiarios? Pues los amigos del alcalde. Aquí no hay alcaldes, haywakiles. Estos supuestos representantes de las comunidades son unos monstruos de la corrupción, y como aquí no se trata de vivir sino de sobrevivir, en época de bonanza la gente recoge todo lo que puede porque tiene la certeza de que más días difíciles están por venir. Quienes crecieron (o crecimos) sumergidos en la violencia no tenemos más opción que reaccionar primitivamente y no tenemos el don de la “visión”. No podemos planear para el futuro cuando aprendimos a pensar sólo para el presente. El desarrollo se basa en pensar hoy en lo que vamos a necesitar mañana, pero los afganos están en el punto de pensar hoy qué van a comer por la noche y mañana “amanecerá y veremos”. El bien común es un espejismo cuando se vive con el constante temor de no poder siquiera suplirse a sí mismo las necesidades básicas.
 
Cuando uno camina por las calles de Kabul, es evidente el proceso de reconstrucción. La gente está comenzando a rehabilitar sus casas, a ponerles vidrios a las ventanas y a quitar las bolsas de arena que ponían frente a ellas para atrincherarse contra las esquirlas de los rockets. Se ven camiones pakistaníes cargados de madera y columnas de humo negro que llegan hasta el cielo y nacen de las rudimentarias fábricas de ladrillos que trabajan sin parar.
 
Hace un año y medio había cinco millones de afganos entre Pakistán e Irán, viviendo como refugiados, y unos 500.000 en Europa. Se está llevando a cabo el proceso de repatriación más grande en la historia del planeta, y el mundo entero está empujando a los afganos hacia su tierra. Algunas veces por las buenas, otras por las malas. Pero casi siempre cuando uno les pregunta por qué volvieron, casi todos responden: “Porque ésta es mi tierra”. Para los afganos vivir en el exilio es como no estar vivos y lo verbalizan constantemente.
 
Parte de lo que hacemos en Kabul es monitorear el proceso de repatriación indirectamente mientras prestamos servicios de salud de emergencia. Tenemos un puesto de salud en el centro de pagos de UNHCR (la división de Naciones Unidas para los refugiados). Tenemos un equipo médico básico que se encarga de prestar primeros auxilios a los recién llegados. Si los repatriados nos cuentan que mucha gente se está muriendo en el camino o que no hay agua en tramos muy largos de las carreteras, les jalamos las pelotas a los de UNHCR para que rapidito abran “puntos de agua” en ciertos sitios estratégicos.
 
Pero les quiero explicar el proceso de repatriación de manera simplificada. La familia toma, por X o Y motivo, la decisión de volver a su país. Algunos vienen de campos de refugiados en las fronteras y otros de Islamabad o Teherán. Se juntan cinco familias y durante un mes, aproximadamente, se la pasan empacando todo. Cuando les digo todo, es todo. Descuartizan literalmente las casas en donde viven. Se traen las puertas, las ventanas, la madera de los techos, las cabras, las bicicletas y sorprendentemente se traen hasta los árboles. Cada camión viene cargado de vacas, ovejas, mujeres, niños, troncos, colchones, ancianos, tapetes, peroles, etc. Emprenden el viaje que dura tres días y que sólo lo resisten los más fuertes. En el camino se quedan los débiles. Es como una migración de búfalos. Arrancan a viajar y no paran por ningún motivo. Llegan a este sitio deshidratados, con diarrea y exhaustos. Pero aun así, cuando les preguntamos cómo se sienten, casi todos aseguran estar felices de volver a su tierra. Están agotados pero contentos. Nos dicen y nos repiten que ahora sí están vivos. Saben que el país está minado, que no hay servicios de salud, que no hay trabajo pero prefieren soportar todo esto con tal de volver a su tierra. Yo estoy convencida de que vivir en el exilio es una tortura (y no me refiero sólo a los afganos).
 
Mientras los atendemos en el puesto de salud, les preguntamos detalles de su proceso de repatriación y así nos enteramos de cuál es su motivación para regresar y qué sienten cuando vuelven a ver lo que quedó de sus casas y los pedazos de sus familias. Para no hacer más larga esta carreta: en Afganistán se confunden los buenos propósitos con las ilusiones, se cuenta con los prejuicios y decepciones y, aún hoy, se convive con el ruido de las explosiones.
 
Los cojones de Kafi
 
Hasem Kafi tiene pelotas. Yo nunca he tenido ninguna duda acerca de la valentía de los hombres afganos. Se hacen matar por el honor o por la religión o por un chisme o por una cabra. Sin embargo, hay una sola cosa a la que los afganos le tienen mucho miedo y que no se atreven a cuestionar por ningún motivo: la mamá. Es decir, los hombres afganos son capaces de caminar kilómetros y kilómetros a través de la nieve, cruzar sin temor alguno las líneas de fuego, tolerar toda clase de procedimientos sin anestesia, pero eso sí, lo que diga la mamá es la verdad absoluta y ni siquiera se les ocurriría insinuar que no están de acuerdo con alguna de sus decisiones. Como ya lo saben, las mujeres de aquí, aparte de asar el nan, lavar la ropa y torturarse las unas a las otras, se pasan la vida pensando en el futuro de sus hijos. Cuando una mamá dice: “Es hora de casarse, mijito”, es porque ya tiene la res amarrada y el negocio cerrado. En cuestión de quince días el muchacho tiene mujer, tapete y obligaciones.
 
Es así como hace cinco años, Hasem Kafi (un nuevo integrante de mi equipo) se casó por primera vez. Hasem tiene 25 años y nació en Afganistán pero hace quince se fue para Pakistán desplazado por la guerra. Allí estudió medicina e inglés y llegó nuevamente a Afganistán porque Pakistán, en un intento por deshacerse de los afganos, sacó una ley según la cual les prohíben a los médicos afganos tratar a pacientes pakistaníes aun cuando hayan estudiado toda la vida en Pakistán. Es bastante paradójico. Hasem no puede ser médico en Pakistán por ser afgano y no puede ser médico en Afganistán por haber estudiado en Pakistán. Ambos países están llevados del berraco en cuanto a salud, pero ambos inventan reglas estúpidas para entorpecer los servicios de salud. Hasem llegó a MSF en busca de trabajo como médico, pero como el Ministerio de Salud es muy corrupto, para poder trabajar aquí le toca pagar mucha plata y esperar mucho tiempo. Como tiene muy buen nivel de inglés, yo le propuse que se quedara como traductor. Al principio no quería porque le habían ofrecido varios puestos mejor pagos como traductor. Naciones Unidas paga 400 dólares por mes y nosotros 207. Finalmente decidió que era mejor ser traductor en una ONG médica que en una oficina de la ONU.
 
A Hasem le decimos “Mulá Hasem” porque es súper beato. Se la pasa rezando y rezando y cumple todos los preceptos islámicos. Un día cualquiera, Hasem nos pidió ayuda. Nos contó que en parte se había devuelto porque la esposa no había podido tener hijos a pesar de los muchos tratamientos, y que la familia (de él, por supuesto) lo estaba presionando para que se casara de nuevo. A pesar de que su primer matrimonio no fue por amor, Hasem dice, y yo le creo, que quiere profundamente a su esposa y que aunque ella no pueda tener hijos, él no la va dejar. Huyendo de la maldita suegra, se vinieron para Kabul. Durante tres meses las cosas mejoraron y la esposa de Hasem estaba menos deprimida. Al principio a ella le dio muy duro venirse porque como había vivido tantos años en Pakistán, se le había olvidado lo precaria que es la vida diaria en esta ciudad: nada de electricidad, acueducto o alcantarillado. Sin embargo, hace veinte días cayó un rocket al lado de la casa de Hasem y se le explotaron todos los vidrios y se le dañaron todas las ventanas (como en nuestra época de Pablo Escobar). La esposa de Hasem se empanicó hasta tal punto que llamó al papá a Pakistán y éste vino a recogerla. Hasem se puso muy triste y enojado porque él se había peleado con su propia familia por ella y ella lo había abandonado.
 
Ni corta ni perezosa, la maldita mamá de Hasem lo llamó desde Pakistán y le dijo que ya le tenía la segunda esposa lista. Hasem, en medio de su tristeza y su desilusión, se fue para Pakistán a preparar la fiesta de compromiso. Pero ¿adivinen a quién se encontró en la carretera?: a la esposa, que venía de vuelta. Como en Pakistán lo estaban esperando con la otra muchachita, Hasem siguió su camino, después de mandar a su esposa para la casa, dispuesto a enfrentar el problemita.
 
La familia de la muchachita le dijo de inmediato: “Le damos esta niña sólo si se divorcia de la otra”. Hasem dijo: “No”. La mamá de Hasem dijo: “No hay ningún problema; como ella no le ha dado hijos, él está en su derecho de dejarla”. Pero como Hasem tiene pelotas, reiteró su negativa, empacó y se vino para Afganistán. Yo estoy completamente segura de que Hasem tiene más cojones que la mitad de los hombres de este país.
 
En Afganistán hay que tener más pelotas para escoger a quien se quiere que para matar a quien se odia.
 
Una tropa de viudas
 
En vista de que el número de pacientes en mi pequeño servicio de maternidad estaba aumentando mucho, me vi en la obligación hace unos días de contratar tres limpiadoras para que acompañaran y ayudaran a las parteras de la noche. Conseguir mujeres que trabajen en Afganistán es bien difícil, pero conseguir mujeres que puedan trabajar durante la noche es aún peor. Mis “muchachas” son: ocho parteras normales y una partera jefe. Todas estudiaron por lo menos tres años en la universidad, y la que menos experiencia de obstetricia tiene es doce años. La mayoría empezaron en este oficio como ayudantes de la mamá, quien era simplemente una partera en las montañas sin ningún entrenamiento. Por ejemplo, Adela (la menor de mis parteras) tiene 25 años pero desde los 13 está atendiendo partos. Ya se imaginarán lo experimentada que es. Cada que nos embalamos con una paciente, Adela sale con algún truco que generalmente funciona y que yo nunca he leído en ningún libro. Son cosas muy absurdas pero que obran. Adela me dice: “Voltéela para la izquierda y dígale que cuando tenga la contracción grite lo más duro que pueda”. Yo la dejo hacer lo que ella quiera (siempre y cuando no sea muy peligroso) y generalmente sale bien.
 
Para ser sincera, estas peladas me dan sopa y seco en cuanto a maniobras en partos complicados. Yo, por mi parte, les enseño a atender el parto de una manera más higiénica, a usar antibióticos racionalmente, a usar la oxitocina y a prevenir hemorragias. Mejor dicho, nos enseñamos mutuamente trucos todo el día.
 
La mayoría de las parteras son solteras y provienen de familias muy liberales, que les permitieron salir de la casa a estudiar. Pero como durante la noche el número de partos es muy alto (por aquello de que los humanos somos mamíferos y parimos de noche para evitar que los depredadores se nos coman las crías), tuve que contratar limpiadoras para poder maximizar las dos salitas de parto.
 
Me puse a pensar quién sería la persona más apropiada para ocupar este cargo. Nota: en MSF cuando uno pide que le dejen contratar más gente, tiene que hacer un job description y justificar quién y por qué.
 
Resulta que la mayoría de mis parteras no viven cerca a la clínica, porque ésta queda en el equivalente a Niquitao en Medellín y toca traerlas en taxi desde el centro de la ciudad. Las limpiadoras tienen que ser del barrio porque es muy complicado organizarles transporte. El peligro de contratar mujeres que vivan cerca de la clínica es que cada vez que al marido le da la gana, viene y se la lleva de la clínica, ya sea para que le haga el almuerzo, para que le sirva el té o para que cuide a los niños. Pensamos entonces que tenían que ser mujeres sin marido. Las únicas mujeres sin marido son las solteras o las viudas. Yo quería que fueran solteras para que fueran bien jóvenes y aprendieran bien rápido. Luego caí en cuenta de que si son solteras, son vírgenes; si son vírgenes, no saben nada de nada y menos de reproducción; como no saben nada de reproducción, si ayudan en la sala de partos se les contamina la pureza y quedan muy perjudicadas para conseguir marido.
 
Nota: atender partos se considera algo muy sucio, y cada noche las parteras se tienen que bañar en un rito de ablución porque, según ellas, en el Corán está escrito.
 
Descartadas las solteras, sólo me quedó la opción de las viudas. En Afganistán, como consecuencia de la guerra, hay bonanza de viudas y no fue sino que yo le dijera a una paciente que me mandara a las vecinas viudas para que al otro día tuviera ocho aspirantes a limpiadora de maternidad.
 
Les hice una entrevista básica con unas preguntas muy ridículas pero como yo no sé nada de entrevistar limpiadoras afganas, esto fue lo que les pregunté:
Nombre
Edad
¿Sabe leer o escribir? (respuesta negativa, ocho de las ocho)
¿Se sabe los números? (algunos)
¿Cuántos hijos tiene?
¿Qué le pasó a su marido?
¿La dejan los suegros trabajar de noche?
Y otras preguntas para evaluar qué tan limpias son.
 
Recuerden que aquí no hay agua y por lo tanto el concepto de “limpio” es muy distante del nuestro.
 
Les pregunté:
¿Cada cuántas tazas de té hay que lavar el vaso?
¿Cada cuántos días hay que lavar la ropa?
¿Cada cuántos días cambia usted las sábanas de su cama?
 
Las respuestas fueron múltiples y sorprendentes.
 
Una de ellas pensaba que era suficiente lavar el vaso una vez al día sin importar cuántas personas habían tomado en él. Otra me respondió que la ropa se lava cada semana y que usa el mismo balde de agua para trapear y para limpiar la casa y la cocina.
 
Mi criterio de selección fue bastante subjetivo y probablemente injusto. Contraté a las tres más limpias, que no tuvieran más de cinco hijos pero todos menores de doce años. Parece cruel pero si contrataba una con muchos hijos, de pronto iba a estar muy cansada para trabajar por la noche, y el trabajo en la maternidad es duro.
 
Mis limpiadoras son mujeres muy fuertes y muy sufridas. Se llaman: Momena, Mohbuba y Aua Gul (flor del aire). A las tres les mataron el marido en la guerra, y dos de ellas tienen hijos muertos por rockets. Nunca habían “trabajado”, pero cuando uno se mira las manos (propias) y luego se las mira a ellas se da cuenta de quién es la que nunca ha “trabajado”.
 
Durante dos días les hice un entrenamiento exhaustivo acerca de limpieza. Nos pusimos los guantes, llenamos los baldes y a limpiar se dijo. Les mandamos a hacer uniformes, con pañoleta y sandalias. Estaban matadas. Por una parte, con la platica que les pagamos pueden alimentar a los hijos, pero por otra trabajar y aportar dinero a la casa donde viven las pone en una situación menos desventajosa.
 
El entrenamiento no fue nada fácil. Hacerles entender que cada vez que uno limpia una cama hay que lavar el trapo me costó mucho pero, además, convencerlas de que no se tenían que preocupar por cuánta agua estaban gastando fue casi imposible. Luego les enseñamos a mezclar el cloro para desinfectar la sala de partos, a lavar los uniformes todos los días y finalmente a lavar los vasos y los platos cada vez que alguien los usara. Quién creyera, pero mi tropa de viudas ya son unas expertas. Claro que a veces se descachan y me toca regañarlas. Cuando llego por la mañana, cojo una gasa blanca, la mojo y la paso por las camas y si encuentro sangre o mugre, les toca repetir todo el trabajo. Yo sé que parece un poquito drástico, pero la higiene de la maternidad no se puede negociar porque si las mujeres se infectan porque nosotros somos sucios entonces estamos haciendo iatrogenia.
 
A veces me pillo que meten a lavar la ropa de los hijos junto con la de la maternidad porque son tan pobres que no tienen jabón y para sacar la mugre ponen una piedra y golpean la ropa con un palo y la juagan. Yo me hago la loca y las dejo contrabandear la ropa de los hijos. Dentro de unos días nos va a llegar una lavadora que le pedimos a los alemanes y el trabajo se les va a hacer más fácil.
 
Estoy llegando a la conclusión de que en Afganistán el estado civil más ventajoso es la viudez. Pueden trabajar, nadie les pega, y tarde o temprano los hijos crecen y las cuidan hasta que se mueren.
 
Desalmados pero románticos
 
Las rosas son las flores más apreciadas en Afganistán, orgullo tanto de los hombres como de las mujeres. Los porteros y los choferes de la oficina, cuando no están atareados se entretienen arreglando el jardín, comprando matas y podando las rosas. De salida para las clínicas, yo corto una (la que me salga mejor con la pañoleta) y me la pongo detrás de una oreja. Suena súper cursi pero así como aquí no hay ni acueducto ni alcantarillado, tampoco hay reglas que dominen la moda. Todo vale: mezclar colores y telas, flores en el pelo, mirella en las manos, pulseras en los pies. Inclusive, como no hay televisión, los niños varones se dejan poner chaquetas de la Barbie (segundazos importados de Europa) porque para ellos el rosado no es de mujeres y el azul no es de hombres. Lo único que es verdaderamente libre en Afganistán es la moda.
 
Cuando uno camina por las calles de Kabul y en algunas veredas aledañas, se encuentra con muchos hombres que llevan una rosa entre los dientes. Se ven muy cómicos porque son muy masculinos, con la barba larga y negra, con ojos verdes que parecen poseídos por el demonio, con turbantes enormes y entre los labios una rosa. En las calles los hombres paran en los antejardines de las casas, se agachan, cierran los ojos y se inhalan el aroma de las rosas y las toman entre las manos delicadamente para no dañarlas; son machos en todo su esplendor pero ante una rosa se vuelven los más suaves de los suaves. Se ponen una rosa entre los labios porque les encanta el olor.
 
Los contrastes en este país son sorprendentes, los hombres son los más agresivos del mundo pero al mismo tiempo se sientan horas en mangas a tomar té y a recitar poesía. Quién lo creyera, pero al igual que las rosas, la poesía les encanta. En la cultura persa, la poesía es importante y desde chiquitos los niños recitan historias de amor. En la estación de policía que queda al lado de la clínica, los policías montan la ametralladora en una mesa y le meten por el barril un ramo de rosas.
 
Lácteos afganos
 
En Colombia tenemos “queso pera”; en Afganistán tenemos “queso piedra”. Se llama crut y es literalmente queso blanco que dejan deshidratar hasta que se vuelve una piedra. Para comérnoslo, toca ponerlo en el piso y golpearlo con una piedra. Es muy salado pero delicioso, y obviamente a ninguno de los franceses les gusta.
 
El otro lácteo que me encanta es el helado. Se llama shiriaj y se prepara a mano, así: traen la nieve desde las montañas, echan en una olla leche con azúcar y cardamomo y menean manualmente la olla, metida entre la nieve, por horas, hasta que su contenido se va congelando en las paredes. No es un Mimo con chocolate y Rice Crispies, ni mucho menos una paleta de Häagen Dazs, pero el heladito afgano a mí me sabe a gloria.
 
Últimos días en Kabul
 
Hace diez días que nos tienen incomunicados y sin poder salir al internet porque la situación de seguridad está poniéndose horrorosa. La primavera trajo consigo una reacti­vación de la subversión. En parte es por la primavera y en parte porque ya se están empezando a sentir los resultados de la guerra contra Irak. Hay un rumor de que va a haber un ataque muy grande en Kabul pero no contra los militares sino contra los extranjeros. Hace dos días le tiraron una granada por la ventana a un carro de una ONG a unos dos kilómetros de nuestra casa. Por lo pronto, los talibanes decidieron que no sólo van a matar a los extranjeros sino que también van a matar a los afganos que trabajan para los extranjeros, y en las carreteras ya se pusieron manos a la obra. Hay una ONG que se encarga de desminar las carreteras, y estos imbéciles mataron a tres de los muchachos desminadores (afganos). La posición de ISAF fue darle una semana de vacaciones a todo el personal afgano mientras pasa el rumor o mientras se materializa el ataque. La posición de la ONU fue limitar todos los movimientos en el sur del país y cancelar algunos de los vuelos, y la posición de MSF es muy dura para nosotros. Evacuaron el equipo de Ghazni (esta ciudad queda en el sur y allí tenemos un hospi­talito pediátrico y un centro de tuberculosis). Se trajeron al equipo por carretera porque no hay dónde aterrizar una avioneta. Intentaron primero contactar a ISAF para sacarlos en helicóptero pero el peligro era que un rocket lo tumbara. Finalmente trajeron al equipo escoltado por el ejército afgano, pero en uno de nuestros carros. La mañana de la evacuación estábamos todos muy tensos porque la carretera Ghazni-Kabul pasa a través de zonas muy peligrosas. Finalmente, el equipo llegó a Kabul sin ningún problema y ya mandaron a tres para París. El hospital se queda en manos del personal afgano, que es muy bueno, y por tres meses MSF sigue pagando los sueldos y mandando los medicamentos. En dos meses, si la situación se calma, vuelven a mandar a otro equipo de expatriates. Hace tres semanas evacuaron a una de las enfermeras (francesa) porque se estaba chiflando. Se la pasaba llora que llora. Es que no es fácil vivir en estas condiciones, especialmente para los europeos jóvenes que crecieron tan protegidos.
 
En Kabul nos tienen absolutamente encerrados. Vamos de la casa a la oficina y de la oficina a la clínica y nada más. No podemos abrir las ventanas de los carros por miedo a que nos metan una granada y no nos dejan ir al centro de la ciudad. El bazar también está prohibido, caminar está prohibido, parar en el camino a la clínica está prohibido. La jaula cada vez se pone más estrecha.
 
Sin embargo, el trabajo en la clínica es cada vez mejor. En la maternidad que abrimos este mes atendimos 152 partos y remitimos 50 pacientes con complicaciones y sangrado. Es un verdadero servicio de urgencias obstetricias. La mayoría de las pacientes llegan en malas condiciones porque sangran mucho antes de que las logren traer a la clínica. Este mes vamos a empezar el servicio de transfusión para nuestras pacientes. Lo que me mantiene cuerda en este loco país es definitivamente el trabajo, porque la vida se limita a trabajar y dormir. A los franceses ya me acostumbré y son hasta buena gente cuando no están trabados.
 
Ya di fecha para terminar esta misión. La primera semana de julio me voy para París y probablemente me quedo unas dos semanas viajando por el sur de Francia con unos amigos. Luego vuelo a Nueva York por una semana. De ahí salgo para Miami para pasar unos días con Sergio y su esposa Sandra y finalmente ¡para LA CASA!
 
No veo la hora de estar en Medellín. Sí, mis fantasías no incluyen ciudades exóticas ni culturales: París y Nueva York no me atraen. Yo lo que quiero es lo mío, lo que uno no aprecia hasta que no lo tiene, lo que uno conoce desde que nació. Para bien o para mal yo nací en Colombia y eso es lo que quiero. Ese país medio anárquico, medio caótico, medio medio...
 
Tenebrosa caravana
 
Después de haber nacido en Colombia, haber crecido en Medellín y haber vivido en Afganistán, ya no hay mucho que me haga temblar, pero ayer vi una imagen que me hizo parar de respirar por unos segundos. Caminando en la vecindad de una de las clínicas, vi venir una tribu de kutchis. Salí corriendo a coger mi cámara porque en la primavera los kutchis vuelven de su recorrido por Pakistán y traen consigo a sus animales recién paridos. Montan todas las ovejitas y cabritas en un camello y las amarran. Esta foto no me la podía perder. Estaba haciendo un calor horrible y se veían venir desde lejos. Me paré en la mitad de la carretera con la cámara, me puse a mirar por el huequito, y esperé unos segundos. El calor hace que las imágenes se distorsionen y que parezca que está saliendo vapor de la carretera.
 
Venían lentamente y pude ver que la tribu venía encabezada por una mujer con un camello. Se acercaron y pude ver con más claridad algo que nunca se me va a olvidar. Esta mujer traía en las manos la cuerda con la que tiraba del camello y lo dirigía, y al mismo tiempo sostenía las muletas para poder caminar porque le faltaba por completo una pierna. Era evidente, se había parado en una mina quiebrapatas. Le minaron los caminos pero ella nunca va a parar de caminar. Yo bajé la cámara y los miré pasar porque esa imagen no la quiero volver a ver.
 
PD: Hoy les repito lo que una de estas mujeres me dijo antes de irse de la clínica: “Que muchas flores aparezcan en tu camino”.
  
Las despedidas
 
Hoy fue mi cumpleaños 31 y mi segunda fiesta de despedida con los hombres del personal. La fiesta de despedida con las mujeres fue ayer, y les contaré cómo fueron ambas.
 
Cuando un expat termina la misión, por lo general hace una fiesta para despedirse del personal. Las llamamos clapping parties porque, durante la bailada, los que no están bailando deben aplaudir al son de la música por horas y horas. Les recuerdo que no se consume ni una gota de alcohol. (Tan prohibido está el alcohol, que no se consigue ni el antiséptico y las ONG no lo pueden importar). La mitad de mi personal de la clínica son mujeres y la otra mitad son hombres. Yo pensé en hacer una fiesta con todos juntos pero Leilomá (mi sabia consejera) me dijo: “Natiján, ¿cómo se te ocurre? A ninguna de nosotras nos van a dejar ir a una fiesta adonde hay hombres y, además, queremos hacer una fiesta de mujeres para bailar y despedirnos. Si en la casa se dan cuenta de que va a haber hombres, aunque sea uno solo, no nos vuelven dejar salir a fiestas con los expatriados”.
 
Entonces le dije: “Listo, nos encerramos en la casa, sacamos a los hombres y hacemos una fiestecita pero contratemos a los mismos músicos que tocaron en la fiesta de Sylvain, que estuvo tan animada”. (Nota: aquí hay unos tríos, equivalentes a una papayera, que se contratan para las fiestas. Uno toca el tambor, otro sentado en el piso toca un medio acordeón y el otro una cítara). Entonces Leilomá, ya un poco exasperada, me dice: “Natiján, no podemos contratar a los mismos porque son hombres y no se puede bailar delante de hombres que no sean de la familia”. Le respondí: “¿Y qué hacemos, entonces?”.
 
“Pues aquí lo que se usa es que para las fiestas de mujeres contratan a unos músicos igualitos pero que sean niños. Como son niños no tienen problema y podemos bailar y ponernos vestidos sin mangas”.
 
Le dije hasta lo más de contenta: “Listo, listo, listo, mandemos a Matahbbudin (el logístico) a conseguir a los peladitos y vos y yo nos dedicamos a hacer la comida”.
 
Eso fue lo que hicimos; nos fuimos para el bazar a conseguir la carne; compramos nueces y sandías, melones y duraznos, queso de cabra y pasas, y finalmente la tela para los respectivos vestidos. (Nota: es muy importante recibir a los invitados en la casa de uno con la mejor ropa posible). Leilomá me regaló unos “cortes” (como dicen las señoras de Medellín) de una tela que le habían traído de Pakistán, y yo le compré a ella una tela brillantosa. Ella se encargó de la confección y me hizo un atrevidísimo vestido verde con mangas corticas cuya camisa sólo me llegaba a la rodilla (pakistaní style). Este vestido sólo se puede usar en fiestas de mujeres, por lo “atrevido”; aquí sería apropiado para monjas de cualquier denominación. Yo pensaba: “Si pudieran ver los ultra descaderados y grangrenadores pantalones que se pone mi hermanita adolescente, pensarían que vengo de una familia de prostitutas”.
 
La fiesta duró tres horas porque ése es el máximo tiempo que pueden estar ausentes de la casa y porque cuando la luz empieza a caer hay que regresar a ella. Bailamos y bailamos y comimos arroz con pistachos y almendras (con la mano y en el piso, como es la costumbre). Antes de irse me entregaron los regalos. La partera jefe me bordó un vestido tradicional para los matrimonios. Es morado, con abundantes adornos dorados, de pantalones y pañoleta verde. Me lo puse todo el resto de la fiesta. Las otras me regalaron joyas de lapislázuli, pañuelos y monedas antiguas, y una me trajo un regalo para mi mamá porque ella le quería agradecer que me hubiera dado el permiso para venir a Afganistán. (Si tan sólo supieran que yo no pido permiso para nada desde que tengo 12 años).
 
Fue muy duro para mí decirles adiós. Ellas me decían: “Es que usted es como nosotros, usted sí entiende”. Yo les dije que no se preocuparan, que me encargaría de pedir un reemplazo que no fuera de Europa. Esto suena horrible, pero basada en la evidencia de un año de convivir con ellos y luego de conocer a las afganas, estoy convencida de que les es más fácil relacionarse con mujeres provenientes de países donde las personas todavía tienen familia. Pedí entonces un reemplazo que hablara muy bien inglés, y como a los franceses les da pereza y trabajo aprenderlo bien, me mandaron una partera de Nueva Zelanda (una cincuentona lo más de querida).
 
La despedida con los hombres fue cuento aparte. En ésta si chillé como marrano el 24 de diciembre. Vinieron todos los choferes, los vigilantes y los de la oficina. Khan y Zaman (los cocineros) me prepararon mis tortas favoritas. Almorzamos chuzos de cabra y nos pusimos a bailar. Bailamos la danza tradicional todos juntos y luego me entregaron muchos regalos. Me iban a regalar un tapete entre todos, pero yo les dije que no porque me era muy difícil llevármelo (en realidad dije que no porque esos tapetes los hacen unos niños que viven como esclavos, todo el día sentados frente a los telares).
 
Al final les agradecí cuanto habían hecho en una carta un poco dramática en la cual les decía que les agradecía, sobre todo, la confianza que habían tenido en mí al llevarme a sus mujeres a consulta y dejarme atenderles los partos. Lloramos casi todos y me explicaron que para ellos es muy duro vernos salir porque saben que la posibilidad de volvernos a ver es mínima. Para ellos el hecho de que arriesguemos nuestras vidas y dejemos a nuestras familias es muy significativo y me lo hicieron saber.
 
Uno me dijo: “Gracias, Natiján, por venir a ayudarnos a reconstruir nuestro país y gracias por abrir estos servicios de maternidad para que los niños de Afganistán puedan nacer sanos”. Cuando yo oí esto, no pude sino llorar y llorar.
 
Luego del llanto nos pusimos a bailar y hubo un momento que va a ser inolvidable para mí. En la fiesta estaba un expat sudafricano blanco, un ingeniero. Empezamos a poner música de todo el mundo (los afganos bailan merengue lo más de cómico) y al cabo de un rato yo puse “La mayonesa”. Cada quien bailaba como podía, y nos metieron en una ronda a Razul (el conductor afgano), a Grant (el ingeniero blanco sudafricano) y a mí (la ginecóloga colombiana) y por un momento me di cuenta de que a pesar de que el mundo es muy grande, las culturas múltiples y distantes y los conflictos interminables, sí hay momentos y situaciones en las que todo se deja atrás y se puede convivir.
 
Epílogo
 
Hace dos meses llegué a Medellín. Volví a empezar a trabajar en el hospital La María a los quince días de haber llegado. Todavía me aterro cuando abro la nevera de mi casa y veo tanta comida de tanta variedad. Salgo a caminar cada vez que puedo adonde puedo. Me paso horas viendo programitas de mala calidad, tirada en un sofá, tomando Lecherita. Estoy rodeada de familiares, colegas y amigos, y sin embargo... Extraño a mis afganos (y digo “mis” porque son míos). Yo ya les escrituré el corazón. Son míos con todas sus virtudes y limitaciones. Son míos a pesar de que les peguen a sus mujeres. Son míos porque se volvieron parte de mi felicidad y porque me devolvieron la capacidad de distinguir entre lo que es realmente un problema y lo que es un inconveniente.
 
Mi primer recuerdo de Afganistán es a los ocho años. Teníamos un juego de mesa que se llamaba Risk y que consiste en dominar el mundo por medio de estrategias militares, con un pequeño componente de azar. Una de las cartas más apetecidas en el juego era la de Afganistán por su estratégica ubicación. Hasta una niña de 8 años podía hacer el análisis de por qué era importante tener a Afganistán. Veintidós años más tarde entiendo su importancia en el contexto mundial. (Pensándolo bien, este juego parece inventado por Bush). Quisiera tener esa carta en la mano para volverla a jugar...
 
La saga continúa. Después de un prolongado silencio de Rest & Recuperation, escribo desde la tierra de Heidi. Estoy en Ginebra desde hace unas horas porque hasta el 15 voy a estar en entrenamiento para mi nueva misión. Aún no tengo ningún detalle porque hoy apenas me dieron unos papeles para llenar cuando fui directo del aeropuerto a entregar el pasaporte. En unos días salgo para Sudán del Sur. No sé nada de nada y ni siquiera me acuerdo si figuraba en el juego de Risk. A duras penas me tomé el trabajo de buscarlo en el atlas. (Qué vaina, yo tan tranquilamente ignorante). Y ¿por qué no quedarme en Colombia haciendo lo mismo?, me preguntó alguien. En realidad, las necesidades son casi iguales y al fin y al cabo ésta es mi “tierra”; pero no he encontrado todavía cómo balancear las ganas de hacer algo, con la frustración de no poder hacerlo. Un día voy a volver... no sin antes haber vivido en África y contarles, a través de mails y de fotografías digitales, cómo lo ve esta médica paisa, ahora en una nueva misión.



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Fuente: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1182&pag=10&size=n

NdE: Gracias Sandra Ardohain por el artículo y por ser una bella persona interiormente y que se refleja hacia el exterior.

Dejo mi saludo ritual como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.

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mirando por el retrovisor

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