Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

Evolución

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viernes, 18 de noviembre de 2011

Un diálogo cara a cara

El reencuentro entre Juan Bautista Bustos y José María Paz -una recreación libre del autor- ocurre en algún lugar de Córdoba, muchos años después de que los dos interlocutores circunstanciales abandonaran este mundo.
Juan Bautista Bustos (arriba) José María Paz (abajo)  (fotomontaje da Javier Candellero)

-Una pena, Paz, que usted y yo estuviéramos en bandos distintos.
–¿Cómo es eso, Bustos?
–Y sí. Imagínese que si hubiéramos cinchado para el mismo lado, las cosas habrían sido bien diferentes. Pero usted se me tiró para el lado de los unitarios...
–No, señor, yo no fui unitario. Yo era un hombre de provincias, igual que usted; lo que pasa es que no congeniábamos, ni siquiera fuimos amigos, y el destino nos puso en caminos diferentes.
Juan Bautista Bustos se arrellana en la butaca y permanece callado. José María Paz se acerca a la ventana. El sol de la tarde recorta su silueta a contraluz, mientras contempla la línea azul que las serranías cordobesas dibujan en el horizonte; las mismas sierras donde hace mucho tiempo, allá por 1829, libraron la batalla de San Roque.
–Usted no habrá sido unitario, pero les dio una buena mano... –insiste Bustos.
–No se equivoque. La única mano que di en mi vida fue a la patria, y usted lo sabe bien, porque los dos éramos soldados del mismo ejército, el del general Manuel Belgrano. Y créame que desde entonces llevo con orgullo este brazo inútil que cuelga de mi hombro derecho, porque me recuerda aquellos días en que, como dice usted, todos cinchábamos para el mismo lado.
–Sí, claro. Gran patriota, Belgrano. Valiente y humilde como pocos –replica Bustos, lanzando un suspiro–. Él no tuvo la culpa de lo que pasó en Arequito. La culpa fue de quienes nos mandaron a replegar para que frenáramos las montoneras de López y Ramírez. Cobardes y altaneros, es lo que eran los individuos que mandaban en Buenos Aires. Pero, esa vez, usted y yo no nos prestamos a esas locas miras, ¿se acuerda, Paz?
–Claro que me acuerdo –responde el otro con la mirada perdida en la lejanía–. Recuerdo como si fuese hoy que sublevamos a las tropas para no tener que pelear con nuestros hermanos santafesinos y entrerrianos, como quería la gente del Directorio. ¿Vio, Bustos, que alguna vez nos entendimos?
El del sillón no puede comprobar si la ironía final despertó una leve sonrisa en el rostro del que está de espaldas. Difícil, piensa. Lo conoció en vida y sabe de su carácter taciturno y circunspecto. Paz se vuelve hacia él y lo encara.
–Pero después de eso, usted me falló –dispara.
–¿Por qué dice eso?
–Porque se vino para Córdoba y se quedó con el gobierno, que era su objetivo.
–Lo que pasa es que usted se quedó con las ganas –contraataca el otro, abandonando el sillón–. Pero no se trató de una cuestión personal, viva usted seguro de eso; yo necesitaba plantarme en Córdoba para frenar a los unitarios, que después de Cepeda volvían a la carga. Además, usted era 11 años más joven que yo, podía esperar su turno...
Paz se queda mirándolo, fijamente, en silencio. En sus pupilas cansadas se reflejan las imágenes de aquellos días aciagos de comienzos de los años ‘20 cuando las Provincias Unidas se habían desunido y ardía la guerra interior. La peor guerra, la que él más aborrecía.
–Porque usted se dio con el gusto nueve años después, ¿o no fue así? –completa Bustos.
Paz camina unos pasos, masticando la respuesta. No quiere que aquella conversación, tensa y amable a la vez, se vaya al demonio por culpa de algún exabrupto, de una provocación inoportuna.
–Como usted dijo antes, no se trató de una cuestión personal. El que necesitaba plantarse en Córdoba ahora era yo, para dar batalla a lo que se veía venir después del fracaso de Lavalle. Y que por desgracia vino, pero usted ya no estaba en este mundo para ver lo que yo sí vi y que estoy seguro de que tampoco le hubiera gustado.
–¿Está hablando de Rosas? –inquiere Bustos. Ahora es él quien mira través de los cristales cómo el sol, lentamente, se oculta tras las montañas.
–Sí, de Rosas y de lo que vino en el mismo saco. Que a mí me tocó padecer durante todo el tiempo que duró, que no fue poco. Por suerte pude ver su final antes de morirme, al menos tuve ese consuelo.
–¿Tan malo fue? ¿O acaso a usted le disgustaba Rosas porque era federal?
–¿Federal? No se equivoque. Rosas no era federal, eso es lo que él les hacía creer a los mandones de provincias para tenerlos a su servicio. De federal no tenía nada, si nunca sacó un pie de Buenos Aires.
–No puedo responderle porque no viví ese tiempo. Pero usted sí lo vivió. Y lo escribió además, en sus Memorias, según tengo entendido. Yo no tuve tiempo de escribirlas. Gracias a usted partí de este mundo en el ’30.
–No me culpe de su desgracia, Bustos –contesta el aludido, endureciendo apenas el tono de voz–. Le tocó a usted como bien me podría haber tocado a mí. Esas eran las reglas de juego que los dos conocíamos muy bien. Lo mismo puedo decir de Quiroga, que vino en su auxilio, y a él también le tocó perder. Las batallas de la vida se pierden o se ganan, y usted y yo conocimos de las dos clases.
Bustos se acerca unos pasos y los dos quedan frente a frente.
–Si no salgo reventando caballo de La Tablada sus soldados me hubiesen pasado a degüello, usted lo sabe bien –dispara.
–Puede ser. Pero salvó su vida, lástima que por poco tiempo. Cosas del destino...
Otra vez el silencio. La ventana, teñida de arreboles y azulados, refleja el ocaso. De a poco, el cuarto va quedando en semipenumbras.
–Le propongo algo, Paz.
–¿Qué cosa?
–Un juego. Que volvamos a nuestro último encuentro, el que tuvimos en Yocsina, unos días antes de la batalla de San Roque, y pensemos qué hubiera pasado si usted y yo nos hubiésemos puesto de acuerdo en seguir juntos en lugar de enfrentarnos.
–Ajá. ¿Y qué hubiera pasado, según usted?
Bustos cavila, aunque se le nota que ha pensado en eso muchas veces. Que no es algo que le ha venido a la mente en ese momento, sino que hace rato que da vueltas en su cabeza. Añares, seguramente. Al cabo de un largo minuto, responde.
–Pienso, como le dije al principio, que las cosas habrían sido diferentes. Que Córdoba habría hecho pata ancha, convertida en centro de unidad de todo el país.
–Pero si eso mismo es lo que yo traté de hacer –replica Paz–. Después de pelear con usted y con Quiroga, formé la Liga del Interior, y llegué a juntar varias provincias, el noroeste y Cuyo completo... Claro que el destino jugó sus cartas y me dejó con las ganas...
–Le bolearon el caballo... –desliza Bustos con un toque de socarronería.
–Sí, por zonzo. Y después ya nada fue igual.
–¿Y si no se lo boleaban?
–Hubiera vencido a Estanislao López, y con el Litoral controlado y Quiroga fuera de acción, Rosas no hubiera podido evitar lo que habría pasado entonces...
– ... que usted se convirtiera en el hombre fuerte del país...
–Quizá, pero para fundar la República que no teníamos, para dictar la Constitución que debió esperar más de 20 años para ser sancionada. Para convertirnos en una nación civilizada, Bustos; para eso, no para otra cosa.
–Fíjese que es muy parecido a lo que yo tenía en mente algunos años antes que usted, cuando llamé a un congreso general en Córdoba, que los unitarios, con Rivadavia a la cabeza, hicieron fracasar.
–Entonces el hombre fuerte hubiera sido usted... –devuelve Paz.
–A lo mejor... Aunque teníamos muchos planes, todavía estábamos a tiempo de darle a San Martín la mano que los porteños le negaron, y quién le dice que no hubiera sido nuestro hombre el que concluyera la guerra de Independencia y entonces hubiéramos salvado la unidad continental, que por desgracia se vino a pique.
Paz lo escucha en silencio, girando su rostro hacia la ventana. En el firmamento cordobés asoman, tímidamente, las primeras estrellas. Adentro, las sombras invaden el cuarto.
–No quiero ser aguafiestas, Bustos, pero creo que por algo ni usted ni yo pudimos cumplir nuestros sueños. Se ve que la cosa no estaba para nosotros...
–Puede ser, pero lo que vale es que lo intentamos. Lo único que no intentamos, y no vuelva a escaparse por la tangente, es pelear en el mismo bando, los dos contra los unitarios. Pero, claro, usted desconfiaba más de nosotros que de ellos...
–Ya le dije que yo no soy unitario. Pero en algo tiene razón: los caudillos de su tiempo no me inspiraban confianza, eran gente inculta y violenta que se valían de los pobres infelices en provecho propio.
–Yo no era un caudillo como los que usted pinta, lo sabe bien. Yo era, igual que usted, un militar de carrera, un profesional. Y si quedan dudas, basta con echar un vistazo a lo que hice en Córdoba durante mis casi 10 años de gobierno. No se persiguió a nadie ni se ultrajó ningún derecho. Por el contrario, tuvimos una Constitución, imprenta y universidad. No, Paz, no me meta en la misma bolsa... Federal, sí, y a mucha honra.
–De acuerdo, admito que usted era distinto, pero lamentablemente se le acabó el tiempo antes de que pudiera hacer muchas cosas.
La Luna se recorta en la ventana y sus pálidos rayos invaden la habitación, proyectando la sombra de los muebles sobre las blancas paredes. A lo lejos, se escucha el canto de las chicharras.
–Por lo visto tendremos cambio de tiempo –pronostica Paz.
–Y usted no me cambie de tema, Paz. A usted también le quedaron cuentas pendientes con la vida. ¿O acaso pudo terminar con Rosas, como quería?
–Tiene razón, no pude. Lo intenté hasta donde me fue posible. Lo mismo que el pobre Lavalle y tantos otros que quedaron en el camino. Pero, ¿sabe una cosa? Es probable que de no ser porque se levantara contra él un federal de peso como Urquiza, Rosas habría muerto de viejo en su sillón.
–¿Cómo es eso?
–Muy sencillo. Los que usted llama unitarios, poniéndonos a todos en la misma bolsa, según sus propias palabras, no fuimos capaces de torcerle el brazo. Rosas era muy hábil a la hora de desunir a sus posibles enemigos y así se mantuvo en el poder una pila de años. No lo subestime a Rosas; tenía tanto de taimado como de astuto. Por eso recién cayó cuando uno de su bando se decidió a romper filas, y ese fue Urquiza.
–¿Y usted?
–Yo ya estaba retirado. Había muerto Margarita y estaba a cargo de mis hijos. De todos modos, después de Caseros me puse al servicio de la organización nacional.
–De Buenos Aires, querrá decir.
–Mire, Bustos –dice Paz señalando la ventana–. Mire qué noche hermosa nos regala nuestra Córdoba. No quiero discutir con usted por cosas que, a esta altura, ninguno de los dos podemos arreglar, ¿no le parece?
–Como quiera, pero sigo pensando que gente como usted y yo se la servimos en bandeja a los que manejaron el país. Que nuestro destino es parecido al de Moreno, Belgrano, San Martín. Igual que ellos, nos quedamos con las ganas de hacer más por la patria, y con hilo en el carretel para hacerlo. Una lástima, Paz, pero así fueron las cosas.
–Lo importante es que nuestros paisanos nos recuerden como buenos patriotas, que figuremos en los libros de Historia, que la memoria le gane al olvido.
–En eso a usted le fue mejor que a mí, amigo Paz.
Una tenue luz de luna ilumina la última imagen: la de dos hombres que se dan la mano, convencidos de que entre ellos, estén donde estén, no quedan cuentas pendientes.


Dejo mi saludo ritual como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.

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