Recomendamos el siguiente análisis de Enrique Lacolla.
Las fricciones entre el gobierno y la CGT no preanuncian nada bueno. Es indispensable poner paños fríos a la disputa y comprender que el problema argentino sólo se resolverá si los integrantes del frente nacional consensúan sus intereses.
Los enemigos de cualquier proyecto nacional y popular exultan. Hugo Moyano choca con el gobierno, después de que el Frente para la Victoria relegara a los exponentes del movimiento obrero en las listas a representantes del pueblo y que una serie de desacuerdos sobre temas salariales y obras sociales se manifestaran entre el Poder Ejecutivo y la dirección de la CGT. Hace tiempo que venimos siguiendo en esta columna, con inquietud, la progresión de este contencioso. (Ver El discurso y Una disputa cada vez más acerba). Hoy ha tomado un giro ominoso: desde el ejecutivo se auspicia el reemplazo de Moyano y en el sector afín a este se buscan –o se encuentran- apoyos tan poco recomendables como Luis Barrionuevo o el “Momo” Venegas.
Si este diferendo llega a mayores y se concreta en una fractura del movimiento obrero y en un definitivo distanciamiento entre Cristina Fernández y los trabajadores nucleados en torno de Hugo Moyano, una vez más podríamos definir a la Argentina como el país de las oportunidades perdidas. No es sin una profunda desazón que apuntamos esto.
Hay toda una parafernalia de resquemores, resentimientos y sospechas que avivan el conflicto. El “setentismo” de muchos integrantes del actual gobierno, la incapacidad para elaborar el duelo que deriva de la terrible experiencia de esos años, una desconfianza visceral que deviene del odio hacia la “burocracia sindical” que alentaba en sectores de las formaciones armadas y la Jotapé y que tal vez no era otra cosa que el trasvasamiento inconsciente de la sorda antipatía de los hijos de clase media hacia el “negraje”, son factores que pueden estar enturbiando el panorama actual.
Sin embargo, más allá de los factores psicológicos hay razones objetivas más sustantivas que alimentan al diferendo. El lema “profundizar el modelo” en el cual la Presidente asentó su campaña no parece estar muy en sintonía (fina o gruesa) con la orientación concreta de la política oficial actual. Al menos con los primeros indicios proporcionados por esta. A pesar que se han dirigido ya al Congreso unas leyes de suma importancia, como son la ley de tierras y el tema de Papel Prensa, la orientación de fondo, a estar por los discursos de Cristina, giraría en torno de un pacto con la llamada “burguesía nacional” y en una suerte de neodesarrollismo de impronta frondizista.
Sobre las virtudes de la burguesía “nacional” no hay mucho que decir. La postura que tuviera ese estrato en la época del primer peronismo fue renuente y más bien girado hacia la oposición, mientras que en la época de la debacle neoliberal no ostentó ningún espíritu de lucha. Aceptó las políticas privatistas y el desguace del estado sin decir ni mu y sacó provecho de la legislación antilaboral promulgada durante el gobierno de De la Rúa. Su deseo de contar con un mercado interno que le asegure buenas ganancias no condice con su desinterés por la intensificación del empleo, promoviéndolo a un estatus de regularidad que reduzca y finalmente abrogue el trabajo en negro.
Se trata, como es obvio, de un sector muy importante y al que conviene apoyar en sus eventuales políticas expansivas; pero arreglando estas de acuerdo a un plan estratégico que contemple la planificación del desarrollo y la armonía social.
Si el gobierno nacional elige recostarse de manera preferente o exclusiva en este sector productivo para diseñar sus políticas de mediano o largo alcance, vamos a estar en problemas. Pues no sólo el grupo adolece de esas limitaciones, sino que aliarse estrechamente a él reduce las oportunidades para implantar las reformas que son necesarias para que el país despegue, a saber: una reforma tributaria de carácter progresivo y un control del giro de divisas al exterior de las empresas nacionales y transnacionales para convertirlas en activos que concurran al desarrollo interno. La Presidente, ante rumores en este último sentido, se apresuró a desautorizarlos como calumniosos. No vemos porqué semejante propuesta podría ser considerada una calumnia. Más hubiera valido haberla dejado al menos como una amenaza pendiendo sobre los capitales concentrados, a fin de inducir al buen comportamiento de los grupos empresarios. O, mucho mejor aun, se la debería instrumentar ya, para llevar a cabo un plan cuatrienal que ponga al país en la rampa de despegue.
Por otra parte el apoyo popular que está buscando la Presidente para poner en práctica sus ideas parece sustentarse en la clase media. Este es un sector importantísimo de la población y de gran valor para tomar de él los elementos que son necesarios para formar los cuadros que se encarguen de pilotear el desarrollo con miras a fundar una Argentina más igualitaria, más educada y más clara en sus certidumbres. Pero, como grupo social, la pequeña burguesía adolece de un carácter fluctuante, no es de fiar en los momentos de crisis porque resulta demasiado sensible al discurso del sistema o tiende a refugiarse en el moralismo abstracto y, sobre todo, porque carece de la disciplina orgánica que es necesaria para actuar como bloque consciente de sus intereses primordiales.
El movimiento obrero organizado, por su proximidad al terruño, por sus raíces hundidas en el suelo y por la conciencia que sus dirigentes tienen del papel fundamental que jugó en las luchas sociales argentinas desde los años ’40 a esta parte, representa en cambio el núcleo más sólido que tiene el gobierno para reposar sobre él. Más allá de los sedimentos de corrupción que pueden anidar en él y que de cualquier manera no alcanzan a los de otros sectores. Fue la conciencia que la oligarquía, la patria financiera y el imperialismo tienen de ese rasgo distintivo lo que los determinó a atacarlo sin tregua después del 55, a intentar a barrerlo del mapa durante el proceso y a prácticamente deshacerlo durante el alud neoliberal y la política desindustrializadora que devastó a la Argentina en los años 90.
Hoy el movimiento se ha reconstituido, en gran parte gracias a la política económica y productiva de los gobiernos Kirchner, y ha vuelto a ser una de las patas que sostienen al proyecto nacional, como en la época del general Perón, cuando el sindicalismo y una parte del ejército era otro de los sostenes de aquél. Hoy el apoyo militar no existe: se sepultó a sí mismo con la experiencia represiva de la dictadura y, lo que es menos doloroso pero aun más problemático, con la inexistencia de una política gubernamental dirigida a rescatar a ese sector de la parte negra de su pasado a fin de potenciarlo en sus resortes nacionales. Para democratizarlo de veras hace falta tanto una formación docente que aun se echa de menos, como una valorización de su carácter como parte fundante de la nación, ayudándolo a ponerse en contacto con la verdad y liberándolo de la estulticia docente de la escuela liberal de nuestra historia.
De modo que es el movimiento obrero, organizado en la CGT más combativa, que se enfrentó al entreguismo del menemismo, del delarruísmo y de los “gordos” que prosperaron con el primero, la palanca que tiene Cristina Fernández para llevar adelante un proyecto nacional. A decir verdad, no sabemos si este existe, pues hasta ahora, a pesar de emprendimientos importantísimos como la nacionalización de las AFJP, la ley de medios o la ley de tierras, la tendencia positiva de estos emprendimientos no ha encontrado un marco global que les preste un sentido a gran escala. El Plan Fénix brindaría ese marco, pero hasta hoy permanece como un trabajo de laboratorio más que como un proyecto fundante.
No es nuestra pretensión tomar partido en el diferendo que en estos meses se ha venido planteando entre el gobierno y los sindicatos. De hecho es imposible hacerlo, pues una fractura como la que se está delineando esterilizaría los avances producidos en los últimos ocho años, dejaría al gobierno debilitado y a la CGT escupiendo al cielo, pues la alternativa al kirchnerismo, vista la relación de fuerzas económicas y la inanidad ideológica y la perversa tontería de la mayor parte los partidos de la oposición, no sería otra cosa que un retorno a los 90. De modo que lo que se impone es una autorreflexión fría de los protagonistas del diferendo: en el delicado juego de equilibrios que debe practicar Argentina en un mundo en trance, pelearnos entre nosotros sería suicida. Hay que dejar de lado la irritación, los arranques de cólera, los resentimientos corporativos, las puñaladas traperas y las amenazas extorsivas para, ahora que las cartas están sobre la mesa, articular un debate ponderado que busque conciliar intereses y reconocer en el otro al semejante, o al menos al socio indispensable para seguir avanzando en una maraña donde proliferan las emboscadas.
Dejo mi saludo ritual como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.
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