Por Langdon
Winner
Publicación
original: "Do Artifacts Have Politics?" (1983), en: D. MacKenzie
et al. (eds.), The
Social Shaping of Technology, Philadelphia: Open University Press, 1985.
Versión castellana de
Mario Francisco Villa.
En las controversias
acerca de la tecnología y la sociedad, no hay ninguna idea que sea más
provocativa que la noción de que los artefactos técnicos tienen cualidades
políticas. Lo que está en cuestión es la afirmación de que las máquinas,
estructuras y sistemas de nuestra moderna cultura material pueden ser
correctamente juzgados no sólo por sus contribuciones a la eficacia y la
productividad, ni simplemente por sus efectos ambientales colaterales, sino
también por el modo en que pueden encarnar ciertas formas de poder y autoridad
específicas. Dado que algunas de estas ideas tienen una presencia persistente e
inquietante en las discusiones sobre el significado de la tecnología, es
necesario prestarles una atención explícita...(2)
No resulta sorprendente
descubrir que los sistemas técnicos se encuentran profundamente entretejidos
con las condiciones de la política moderna. Las organizaciones físicas de la
producción industrial, la guerra, las comunicaciones, etc., han alterado de
forma esencial el ejercicio del poder y la experiencia de la ciudadanía. Pero
ir más allá de este hecho evidente y defender que ciertas tecnologías poseen en sí mismas propiedades
políticas parece, a primera vista, algo completamente erróneo. Todos sabemos
que los entes políticos son las personas, no las cosas. Descubrir virtudes o
vicios en las aleaciones de acero, los plásticos, los transistores, los
circuitos integrados o los compuestos químicos parece una absoluta y total
equivocación, un modo de mistificar los artificios humanos y de evitar plantar
cara a las auténticas fuentes, las fuentes humanas de la libertad y la
opresión, la justicia y la injusticia. Echar la culpa al hardware parece incluso más estúpido que culpar
a las víctimas cuando se juzgan las condiciones de la vida pública.
Por tanto, el austero
consejo que comúnmente se ofrece a aquellos que coquetean con la idea de que
los aparatos técnicos poseen cualidades políticas es: lo que importa no es la
tecnología misma, sino el sistema social o económico en el que se encarna. Esta
máxima, que en sus muchas variantes es la premisa central de una teoría que
puede denominarse determinismo social de la tecnología, expresa una obvia
sabiduría. Sirve como correctivo necesario para aquellos que se ocupan de
manera acrítica de asuntos tales como "el ordenador y sus impactos
sociales", pero no miran detrás de los aparatos técnicos para descubrir
las circunstancias sociales de su desarrollo, empleo y uso. Este enfoque
proporciona un antídoto contra el determinismo tecnológico ingenuo: la idea de
que la tecnología se desarrolla únicamente como resultado de su dinámica
interna y, entonces, al no hallarse mediatizada por ninguna otra influencia,
moldea la sociedad para adecuarla a sus patrones. Aquellos que no han
reconocido aún los modos en los que las fuerzas sociales y económicas dan forma
a las tecnologías no han ido mucho más allá de ese determinismo.
Sin embargo, este
correctivo tiene sus propias limitaciones; entendido de forma literal, sugiere
que los aparatos técnicos
no tienen ninguna importancia. Una vez que uno ha hecho el trabajo detectivesco
necesario para descubrir los orígenes sociales (la mano de los poderosos tras
un determinado ejemplo de cambio tecnológico) ya habría explicado todo lo que
es importante y merece explicarse. Esta conclusión proporciona comodidad a los
científicos sociales: da validez a lo que habían sospechado desde siempre, a
saber, que no hay nada distintivo en el estudio de la tecnología. Por
consiguiente, pueden volver otra vez a sus modelos tradicionales de poder
social (modelos sobre la política de los colectivos sociales, políticas
burocráticas, modelos marxistas de lucha de clases y otros por el estilo) y
tener todo lo que necesitan. El determinismo social de la tecnología no difiere
esencialmente del determinismo social de, podríamos decir, la política del
bienestar o los impuestos.
La tecnología, no
obstante, tiene buenas razones para explicar la fascinación que recientemente
ha ejercido sobre historiadores, filósofos y científicos políticos; buenas
razones que los modelos tradicionales de las ciencias sociales sólo abarcan en
parte en sus explicaciones de lo más interesante y problemático del tema. Ya he
intentado mostrar en otro lugar por qué una gran parte del pensamiento social y
político moderno contiene afirmaciones recurrentes acerca de la que se puede
denominar teoría de la política tecnológica, una amalgama de nociones a menudo
cruzadas con filosofías liberales ortodoxas, conservadoras y socialistas
(Winner, 1977). La teoría de las políticas tecnológicas presta mucha atención
al ímpetu de los sistemas sociotécnicos a gran escala, a la respuesta de las
sociedades modernas a ciertos imperativos tecnológicos y a todos los signos
habituales de la adapatación de los fines humanos a los medios técnicos. Al
hacer esto, ofrece un nuevo conjunto de explicaciones e interpretaciones para
algunos de los patrones más problemáticos y confusos que han tomado forma
dentro de y en torno al crecimiento de la cultura material moderna. Un punto a
favor de esta concepción es que toma los artefactos técnicos en serio. Más que
insistir en que reduzcamos todo a una mera interrelación entre fuerzas
sociales, sugiere que prestemos atención a las características de los objetos
técnicos y al significado de tales características. Siendo un complemento
necesario para, más que un sustituto de, las teorías de la determinación social
de la tecnología, esta perspectiva identifica ciertas tecnologías como
fenómenos políticos por sí mismas. Nos conduce, tomando prestada la expresión
filosófica de Edmund Husserl, a
las cosas en sí mismas.
A continuación esbozaré
y ofreceré ejemplos de dos formas en las que los artefactos pueden poseer
propiedades políticas. En primer lugar, me ocupo de aquellos ejemplos en los
que la invención, diseño y preparativos de un determinado instrumento o sistema
técnico se convierten en un medio para alcanzar un determinado fin dentro de
una comunidad. Bien enfocados, los ejemplos de este tipo resultan muy directos
y fáciles de entender. En segundo lugar, me ocuparé de los casos de lo que se
pueden denominar tecnologías inherentemente políticas, sistemas ideados por
humanos que parecen necesitar o ser fuertemente compatibles con ciertos tipos
de relaciones sociales. Los argumentos sobre este tipo de casos son mucho más
complejos y están más cerca del núcleo del tema que nos ocupa. Con el término
"política" me referiré a los acuerdos de poder y autoridad en las
asociaciones humanas, así como a las actividades que tienen lugar dentro de
dichos acuerdos. Con el término "tecnología" haré referencia a todo
tipo de artefacto práctico moderno,(3) pero para evitar confusiones, prefiero
hablar de tecnologías, piezas o sistemas más o menos grandes de hardware de cierto tipo especial. Mi intención
aquí no es cerrar la discusión de una vez por todas, sino señalar sus
dimensiones y significados más generales.
Planes técnicos como
formas de orden
Todo el que haya viajado
alguna vez por las autopistas americanas y se haya acostumbrado a la altura
habitual de sus pasos elevados puede que encuentre algo anormal en los puentes
sobre las avenidas de Long Island, en Nueva York. Muchos de esos pasos elevados
son extraordinariamente bajos, hasta el punto de tener tan sólo nueve pies de
altura en algunos lugares. Incluso aquellos que perciban esta peculiaridad
estructural no estarían inclinados a otorgarle ningún significado especial. En
nuestra forma habitual de observar cosas tales como carreteras y puentes, vemos
los detalles de forma como inocuos, y raramente pensamos demasiado en ellos.
Resulta, no obstante,
que los cerca de doscientos pasos elevados de Long Island fueron
deliberadamente diseñados así para obtener un determinado efecto social. Robert
Moses, el gran constructor de carreteras, parques, puentes y otras obras públicas
de Nueva York entre los años veinte y setenta, construyó estos pasos elevados
de tal modo que fuera imposible la presencia de autobuses en sus avenidas. De
acuerdo con las evidencias presentadas por Robert A. Caro en su biografía de
Moses, las razones que el arquitecto ofrecía reflejaban su sesgo clasista y sus
prejuicios raciales. Los blancos de las clases "ricas" y "medias
acomodadas", como él los llamaba, propietarios de automóviles, podrían
utilizar libremente los parques y playas de Long Island para su ocio y
diversión. La gente menos favorecida y los negros, que normalmente utilizaban
el transporte público, se mantendrían a distancia de dicha zona porque los
autobuses de doce pies de altura no podrían transitar por los pasos elevados.
Una consecuencia era la limitación del acceso de las minorías raciales y grupos
sociales desfavorecidos a Jones Beach, el parque público más alabado de los que
Moses construyó. Moses se aseguró de que los resultados de sus diseños fueran
efectivos vetando poco después una propuesta de extensión del ferrocarril de
Long Island hasta Jones Beach.(4)
Como parte de la
historia de la política americana reciente, la vida de Robert Moses es
fascinante. Sus tratos y acuerdos con alcaldes, gobernadores y presidentes, y
su cuidadosa manipulación de asambleas legislativas, bancos, sindicatos, prensa
y opinión pública son otros tantos casos de estudio de los que los científicos
políticos podrían ocuparse durante años. Pero los resultados más importantes y
duraderos de su trabajo son sus tecnologías, los grandes proyectos de
ingeniería que dieron a Nueva York gran parte de su actual aspecto. Después de
generaciones, los pactos y alianzas que Moses forjó han desaparecido, pero sus
obras públicas, especialmente las autopistas y puentes que construyó con el fin
de favorecer el uso del automóvil frente al desarrollo de los trasportes
públicos, continuarán dando forma a la ciudad. Muchas de sus estructuras
monumentales de acero y hormigón encarnan una desigualdad social sistemática,
una forma de ingeniería de las relaciones personales que, después de cierto
tiempo, se convierte sin más en parte del paisaje. Como el diseñador Lee
Koppleman comentó a Caro acerca de los puentes tan bajos de Wantagh Parkway:
"El viejo hijo de puta se aseguró bien de que los autobuses nunca lograran acceder a sus malditas
avenidas." (Caro, 1974: 952).
La historia de la
arquitectura, el urbanismo y las obras públicas contiene un gran número de
ejemplos de planes físicos con propósitos políticos implícitos o explícitos.
Podemos mencionar, por ejemplo, las anchísimas avenidas parisinas diseñadas por
el barón Haussmann durante el mandato de Luis Napoleón con el fin de prevenir
toda posibilidad de desórdenes callejeros del tipo de los que tuvieron lugar
durante la revolución de 1848. Podemos visitar cualquiera de los grotescos
edificios de hormigón y las enormes plazas construidas en los campus
universitarios americanos a finales de los años sesenta y comienzos de los
setenta con el propósito de evitar las manifestaciones de estudiantes. Los
estudios sobre maquinaria industrial y herramientas también se convierten en
interesantes historias políticas, incluyendo algunas que rompen con nuestras
expectativas habituales acerca de por qué se producen las innovaciones
tecnológicas. Si suponemos que las nuevas tecnologías se introducen con el fin
de lograr una eficacia cada vez mayor, la historia de la tecnología nos
contradecirá de vez en cuando. El cambio tecnológico conlleva una amplísima muestra de motivos
humanos, de los cuales el deseo de obtener dominio sobre los demás no es el
menos frecuente, incluso aunque ello implique un sacrificio ocasional respecto
a los costes y cierta violencia en los modos de conseguir más a partir de
menos.
Un ejemplo de todo esto
de puede encontrar en la historia de la mecanización industrial durante el
siglo XIX. Hacia 1885 se instalaron en la planta de fabricación de segadoras
Cyrus McCormick de Chicago modernas máquinas neumáticas de forja, una
innovación reciente y con su eficacia aún por probar, con unos costes estimados
de 500.000 dólares. En la interpretación económica tradicional de tal suceso se
esperaría que esta decisión hubiese modernizado la fábrica y logrado el tipo de
eficacia que generalmente implica la mecanización. Pero el historiador Robert
Ozanne ha mostrado por qué este desarrollo debe contemplarse en un contexto más
amplio. Precisamente en ese momento, Cyrus McCormick II se hallaba envuelto en
una lucha contra el sindicato nacional de forjadores. En realidad, él veía la
utilización de esas nuevas máquinas como una forma de "arrancar de raíz
los elementos subversivos entre sus trabajadores", es decir, los
trabajadores especializados que habían organizado el sindicato local de
forjadores en Chicago (Ozanne, 1967). Las nuevas máquinas, manipuladas por
trabajadores no especializados, realmente producían resultados de peor calidad
a costes más altos que los primitivos procesos. Tras tres años de utilización,
las máquinas fueron simplemente eliminadas, pero para entonces ya habían cumplido
su misión: la destrucción del sindicato. De esta manera, la historia de estos
desarrollos técnicos en la fábrica McCormick no pueden entenderse adecuadamente
sin hacer referencia a los intentos organización de los trabajadores, la
política de represión de los movimientos sindicales en Chicago durante aquel
periodo y los sucesos relacionados con el atentado con bomba en Haymarket
Square. La historia de la tecnología y la historia de la política
norteamericana se entrelazan firmemente en este caso.
En casos como los de los
puentes de Moses o las máquinas de forja de McCormick, puede verse claramente
la importancia de los planes técnicos que preceden al uso de los instrumentos
en cuestión. Es obvio que las
tecnologías pueden ser utilizadas de manera que faciliten el poder, la
autoridad y los privilegios de unos sobre otros, por ejemplo, la
utilización de la TV
para promocionar a un candidato político. De acuerdo a nuestra forma de pensar
usual, concebimos las tecnologías como herramientas neutrales que pueden
utilizarse bien o mal, para hacer el bien, el mal o algo intermedio entre
ambos. Pero generalmente no nos detenemos a pensar si un determinado invento
pudo haber sido diseñado y construido de forma que produjera un conjunto de
consecuencias lógica y temporalmente previas a sus usos corrientes. Los puentes de Robert Moses, por
ejemplo, se utilizaron finalmente para que los coches fueran de un lugar a
otro; las máquinas de McCormick se utilizaron efectivamente para realizar
forjas de metal; ambas tecnologías, no obstante, implicaban propósitos
distintos de esos usos inmediatos. Si el lenguaje político y moral con
el que valoramos las tecnologías sólo incluye categorías relacionadas con las
herramientas y sus usos; si no presta atención al significado de los diseños y
planes de nuestros artefactos, entonces estaremos ciegos ante gran parte de lo
que es importante desde el punto de vista intelectual y práctico.
Dado que el asunto se
comprende mucho más fácilmente a la luz de intenciones particulares ocultas bajo
una determinada forma física, he puesto unos ejemplos que parecen casi
conspiraciones. Pero para reconocer las dimensiones políticas de las
tecnologías no se necesita atender sólo a casos de conspiración premeditada o
malas intenciones. El movimiento organizado de personas minusválidas en los EE.
UU. señaló durante la década de los setenta numerosos casos en los que las
máquinas, instrumentos y estructuras de uso común (como autobuses, edificios,
avenidas, fontanería...etc.) hicieron imposible a muchas personas físicamente
disminuidas moverse libremente, algo que les excluía sistemáticamente de la
vida pública. Hay que decir, no obstante, que los diseños inadecuados para
personas minusválidas son frecuentemente más un resultado de negligencias
generales que de las intenciones activas de personas particulares. Pero ahora
que el tema ha sido presentado a la opinión pública, es evidente que requiere
un remedio que haga justicia. Un gran número de artefactos están ahora siendo
rediseñados y reconstruidos con el fin de atender a las necesidades de esta
minoría.
Intentaré extraer
algunas conclusiones de todo lo anterior. Lo que nosotros llamamos
"tecnologías" son los modos de ordenar nuestro mundo. Muchas
invenciones y sistemas técnicos importantes en nuestra vida cotidiana conllevan
la posibilidad de ordenar la actividad humana de diversas maneras.
Conscientemente o no, deliberada o inadvertidamente, las sociedades eligen
estructuras para las tecnologías que influyen sobre cómo van a trabajar las
personas, cómo se comunican, cómo viajan, cómo consumen... a lo largo de toda
su vida. En los procesos mediante los cuales se toman las decisiones sobre
estas estructuras, las personas terminan distribuyéndose en diferentes estratos
de poder y en diferentes niveles de conocimiento, por mucha libertad de
elección que exista cuando se introducen por primera vez instrumentos, técnicas
o sistemas particulares. Debido a que las elecciones respecto al equipamiento
material, la inversión de capital y los hábitos sociales tienden muy pronto a
estabilizarse, la primitiva flexibilidad respecto a los propósitos prácticos
desaparece una vez que se adoptan ciertos compromisos iniciales. En este
sentido, las innovaciones tecnológicas se asemejan a los decretos legislativos
o las fundamentaciones políticas que establecen un marco para el orden público
que se perpetuará a través de las generaciones. Por esta razón, deberíamos
conceder a la construcción de autopistas, la creación de redes de televisión y
la introducción de características aparentemente insignificantes en las nuevas
máquinas, la misma cuidadosa atención que a las reglas, los papeles y las
relaciones en la política. Estos elementos que unen o dividen a las personas
dentro de una sociedad particular no se construyen sólo por medio de las
instituciones y prácticas políticas, sino también, y de manera menos evidente,
por medio de planes tangibles de acero y hormigón, cables y transistores,
tuercas y tornillos.
Tecnologías inherentemente
políticas
Ninguno de los
argumentos y ejemplos considerados hasta el momento implica una afirmación más
fuerte y problemática, formulada a menudo en artículos sobre tecnología y
sociedad: la creencia en que algunas tecnologías están por su propia naturaleza
cargadas políticamente de un modo muy específico. De acuerdo con esta
perspectiva, la adopción de un determinado sistema tecnológico implica de forma
inevitable una serie de condiciones referentes a las relaciones humanas con un
tono político característico, por ejemplo, centralizado o descentralizado, de
igualdad o desigualdad, represivo o liberalizador. Esto es lo que se afirma, en
última instancia, en afirmaciones como las de Lewis Mumford sobre la existencia
de dos tradiciones tecnológicas contrapuestas en la historia occidental, una
autoritaria y otra democrática (Mumford, 1964). En todos los casos que he
citado, las tecnologías son relativamente flexibles en su diseño y
planificación, y variables en cuanto a sus efectos. Aunque uno puede reconocer
los resultados producidos en un medio particular, también puede fácilmente
imaginarse cuales serían los muy diferentes resultados y consecuencias
políticas de la construcción y empleo de un artefacto o sistema tan sólo
parecido en parte. La idea que ahora debemos someter a examen y evaluar es la
de que ciertos tipos de tecnología no permiten tanta flexibilidad y que
elegirlos es elegir una determinada forma de vida política.
Diversos argumentos en
favor de que las tecnologías son inherentemente políticas ya han aparecido en
muchos contextos diferentes, demasiados para ser resumidos en este artículo. No
obstante, existen dos formas básicas de abordar el tema en la mayoría de dichos
enfoques. Una versión defiende que la adopción de un determinado sistema
técnico requiere de hecho la creación y mantenimiento
de un conjunto particular de condiciones sociales como ambiente de
funcionamiento de dicho sistema. Esta posición es la que sostiene un autor
contemporáneo que mantiene que: "si aceptamos la construcción de centrales
nucleares, también aceptamos la existencia de una élite de técnicos,
científicos, industriales y militares. Sin este tipo de gente, no podríamos
tener energía nuclear" (Mander, 1978). Según esta concepción, algunos
tipos de tecnología requieren que sus medios sociales se estructuren de un modo
determinado, al igual que un coche necesita ruedas para moverse. El artefacto
no puede llegar a existir como tal artefacto operativo a no ser que se cumplan
las condiciones sociales y materiales adecuadas para el mismo. El término
"requerir" está empleado aquí en un sentido de necesidad práctica más
que lógica. Así, Platón consideraba una necesidad práctica el que un barco en
alta mar tuviera un capitán y una tripulación incondicionalmente obediente.
Una segunda versión del
argumento, en cierto sentido más débil, sostiene que cierto tipo de tecnología
es fuertemente compatible con,
pero no requiere en sentido estricto, relaciones sociales y políticas de cierto
estilo. Muchas apologías de las energía solar sostienen ahora que esta clase de
tecnologías son más compatibles con una sociedad igualitaria y democrática que
los sistemas basados en la energía del carbón, del petróleo o en la energía
nuclear; pero, al mismo tiempo, no defienden que todo lo relacionado con la
energía solar requiera obligatoriamente formas de organización democráticas. Su
argumentación es, en resumidas cuentas, que la energía solar es una forma de
energía descentralizada tanto en su sentido técnico como político: técnicamente
hablando, es mucho más razonable construir pequeños sistemas solares y
distribuirlos ampliamente, que diseñar grandes centrales productoras de
energía: políticamente hablando, la energía solar se acomoda muy bien a las
necesidades de individuos y comunidades locales que pretenden encargarse de sus
propios asuntos, porque les permiten tratar con sistemas que les son más
accesibles, comprensibles y controlables que las fuentes de energía habituales.
Desde esta perspectiva, la energía solar es deseable no sólo por sus beneficios
económicos y ambientales, sino también porque permite la existencia de
instituciones saludables en otras áreas de la vida pública...(5)
Estos argumentos, por lo
tanto, pueden seguir múltiples direcciones. ¿Son las condiciones sociales de
las que hemos hablado requeridas o compatibles con la operatividad de ciertos
sistemas técnicos? ¿se hallan dadas todas estas condiciones interna o
externamente (o de ambas maneras) al sistema técnico particular? Aunque los
textos que acentúan tales preguntas a menudo son poco claros acerca de lo que
se está afirmando, en general los argumentos de esta categoría tiene una
presencia considerable en los discursos políticos actuales. Éstos tratan de
explicar de muchas y diferentes formas cómo se producen los cambios en la vida
social ocasionados por la innovación tecnológica. Lo que es más importante,
frecuentemente pretenden apoyar intentos de justificación o criticar propuestas
de acción en relación a las nuevas tecnologías. Los argumentos de este tipo,
mediante el ofrecimiento de razones políticas a favor o en contra de la
adopción de ciertas tecnologías, se mantienen apartados de las formas de
razonamiento más comúnmente utilizadas y más sencillas sobre las razones de
costes económicos, beneficios, impactos en el medio y posibles riegos de salud
y seguridad pública que pueden entrañar los sistemas técnicos. El tema que aquí
interesa no es el de cuántos puestos de trabajo se crearán, qué tipo de
ganancias habrá, cuánta polución resultará o cuantos cánceres se producirán.
Más bien, el asunto tiene que ver con cómo pueden las elecciones sobre
tecnologías tener consecuencias importantes para la forma y calidad de las
asociaciones humanas.
Si examinamos los
patrones sociales incluidos en los ambientes de los sistemas técnicos, podemos
darnos cuenta de que algunas invenciones y sistemas se hallan ligados casi de
forma invariable a modos específicos de organización de autoridad y poder. La
pregunta clave es: ¿se deriva este estado de cosas de una respuesta social
inevitable a las propiedades de las cosas en sí mismas, o es, sin embargo, un
patrón impuesto de manera independiente por un cuerpo de gobernantes, una clase
dominante, o por cualquier otra institución social o cultural con el propósito
de realizar sus propios intereses?
Tomando el ejemplo más
obvio, la bomba atómica es sin lugar a dudas un artefacto inherentemente
político. Mientras exista, sus propiedades letales exigen que esté controlada
de forma centralizada dentro de una cadena de mandos jerárquica y cerrada a
todo tipo de influencias que puedan convertir su labor en algo imprevisible. El
sistema social interno a la bomba tiene que ser obligatoriamente autoritario:
no hay otra forma posible. Este estado de cosas es una necesidad práctica
independiente del sistema político en el que se encarne la bomba, independiente
del tipo de régimen o del carácter de sus gobernantes. De hecho, los estados
democráticos deben encontrar formas de asegurar que las estructuras sociales y
la mentalidad características de la gestión de las armas nucleares no se
"mezclen" ni se "extiendan" en el estado como un todo.
La bomba es, por
supuesto, un caso especial. Las razones de por qué son necesarias en su medio
inmediato relaciones autoritarias tendrían que estar claras para todo el mundo.
Si, no obstante, queremos buscar otras instancias particulares en las que
determinadas variedades de tecnología necesitan claramente el mantenimiento de
unos patrones especiales de poder y autoridad, la historia de la técnica
moderna contiene un buen número de ejemplos.
El monumental estudio de
Alfred D. Chandler sobre la empresa comercial moderna, The Visible Hand, presenta una
profunda documentación para defender la hipótesis de que la construcción y
operatividad cotidiana de muchos sistemas de producción, transporte y
comunicación de los siglos XIX y XX necesitaron el desarrollo de determinadas
formas sociales: una organización centralizada y jerarquizada a gran escala,
administrada por gestores altamente especializados. El análisis de desarrollo
de los ferrocarriles es típico de Chandler:
"La tecnología hizo
posible un transporte más rápido y eficiente; pero el transporte de pasajeros y
productos, así como la continua reparación y mantenimiento de las locomotoras,
vagones, trenes, estaciones, almacenes y otros equipos, requerían la creación
de una organización administrativa de tamaño considerable. Esto implicó la
contratación de un conjunto de gestores que supervisasen el funcionamiento de
todas las actividades en una extensa área geográfica; así como la formación de
un mando administrativo de ejecutivos altos y medios que guiasen, evaluasen y
coordinasen el trabajo de los gestores responsables de la operatividad
cotidiana".
A lo largo de todo su
libro Chandler señala dos maneras en las que las tecnologías utilizadas en la
producción y distribución de la electricidad, derivados químicos y una gran
variedad de productos industriales "demandan" o "requieren"
esta forma de asociación humana. "Por tanto, las necesidades operativas de
los ferrocarriles exigieron la creación de las primeras jerarquías administrativas
de la empresa americana" (Chandler, 1977: 244).
¿Hay otra forma
concebible de organizar estos agregados de personas e instrumentos? Chandler
demostró que, en la mayor parte de las ocasiones, la forma social previamente
dominante, la pequeña empresa familiar tradicional, era simplemente incapaz de
afrontar dicha tarea. Aunque no especula mucho más allá, está claro que
Chandler opina que existe una variedad muy pequeña de formas de autoridad y
poder apropiadas para los modernos sistemas sociotécnicos. Las propiedades de
la mayor parte de tecnologías actuales (por ejemplo, los oleoductos y las
refinerías) son tales que es posible la existencia de economías colosales en
escala y velocidad. Si se espera que tales sistemas funcionen eficazmente,
efectivamente, rápidamente y de forma segura, es necesario cumplir algunos
requisitos de organización social interna; las posibilidades materiales de las
tecnologías modernas disponibles no podrán de lo contrario ser explotadas
adecuadamente. Chandler reconoce que a medida que uno compara las instituciones
sociotécnicas de distintas naciones, uno ve "distintos modos en los que
las actitudes culturales, los valores, las ideologías y los sistemas políticos
afectan a estos imperativos" (Chandler, 1977: 500). Pero el peso del
argumento y de la evidencia empírica de The
Visible Hand sugieren que es
muy improbable que se produzca cualquier tipo de desviación significativa
respecto al patrón básico.
Es posible, no obstante,
que otras disposiciones del poder y la autoridad, como por ejemplo, la
descentralización y autogestión democrática de los trabajadores, demuestren ser
tan capaces de organizar fábricas, refinerías, comunicaciones, sistemas y
ferrocarriles como las organizaciones que Chandler describe. La evidencia de
este último punto nos la proporcionan los equipos de montaje de la industria
del automóvil en Suecia o las fábricas gestionadas por los propios trabajadores
en Yugoslavia. Mi propósito aquí no es el de iniciar una controversia en torno
a los resultados de estos ejemplos, sino señalar lo que yo considero que es su
fundamento. La evidencia disponible tiende a confirmar que los sistemas
tecnológicos más sofisticados son de hecho altamente compatibles con un control
de la gestión jerárquico y centralizado. La cuestión más interesante, no
obstante, tiene que ver con si este patrón centralizado es o no en realidad un
requisito de tales sistemas, una pregunta que no es únicamente empírica. El
asunto depende en última instancia de nuestro juicio acerca de qué pasos, si es
que hay alguno, es prácticamente necesario dar en las operaciones con ciertas
tecnologías particulares, y qué requieren tales pasos, si es que requieren
algo, de la estructura de las comunidades humanas. ¿Estaba Platón en lo cierto
al decir que un barco en alta mar necesita estar gobernado por una mano firme y
que esto sólo puede conseguirse mediante la presencia de un único capitán y una
tripulación obediente? ¿está Chandler en lo cierto al afirmar que las
propiedades de los sistemas a gran escala necesitan un control jerárquico y
centralizado?
Para responder a estas
preguntas, tendríamos que examinar con cierto detenimiento la exigencias
morales de la necesidad práctica (incluidas aquéllas sostenidas por las
doctrinas económicas) y sopesarlas en relación a las exigencias morales de
otros tipos, por ejemplo, la noción de que es bueno para los marineros
participar en el gobierno del barco o para los trabajadores tener derecho a
involucrarse en la toma de decisiones administrativas de su empresa. No
obstante, una característica de las sociedades basadas en sistemas tecnológicos
altamente sofisticados es que las razones morales distintas de las prácticas
tiendan a parecer obsoletas, "idealistas" e irrelevantes. Toda
exigencia que uno pueda desear plantear en nombre de la libertad, la justicia y
la igualdad puede ser neutralizada inmediatamente cuando se confronta con
argumentos concernientes a la efectividad: "Bien, pero esa no es manera de
gobernar una línea de ferrocarril" (o una fundición, o una línea aérea, o un
sistema de comunicaciones cualquiera..., etc.). De esta manera, nos encontramos
aquí con una cualidad muy importante de todo discurso político moderno y de la
forma en que la gente piensa normalmente acerca de qué medidas están
justificadas como respuesta a las ventajosas posibilidades que las tecnologías
ponen a nuestra disposición. En muchos casos, decir que algunas tecnologías son
inherentemente políticas es decir que determinadas razones de necesidad
práctica, aceptadas de manera general (especialmente la necesidad de mantener
sistemas tecnológicos cruciales como entidades que funcionen sin sobresaltos)
han tendido a eclipsar otros tipos de razonamientos y justificaciones morales.
Un intento de salvar la
autonomía de la política de las garras de la necesidad práctica involucra la
idea de que las condiciones de asociación humana que se hallan en lo más
interno de las operaciones de los sistemas tecnológicos pueden mantenerse con
facilidad alejadas de la política considerada como un todo. Los norteamericanos
han creído durante mucho tiempo que los planes de poder y autoridad dentro de
las grandes corporaciones industriales, empresas de servicios públicos y
similares tiene poco que ver con las instituciones públicas y con las prácticas
e ideas de este estilo en general. El que "la democracia se pare a las
puertas de las fábricas" es admitido como ley de vida que tiene poco que
ver con la práctica del liberalismo político. ¿Pero puede separarse tan
fácilmente la política interna a las tecnologías de la política de toda la
comunidad? Un reciente estudio de sobre los grandes hombres de negocios
americanos, los ejemplos contemporáneos de la "mano visible de la
gestión" de la que hablaba Chandler, los ha definido como personas
impacientes respecto a escrúpulos democráticos tales como los de "un
hombre, un voto". Si la democracia no funciona para la empresa, la
institución clave de toda sociedad, estos ejecutivos americanos se preguntan
cómo puede esperarse que funciones para el gobierno de la nación (particularmente
cuando el gobierno intenta interferir con los logros de las grandes empresas);
los autores del informe observan que los patrones de autoridad que funcionan de
manera efectiva en la compañía se convierten a ojos de los ejecutivos y hombres
de negocios en el "modelo deseable respecto al cual se han de comparar el
resto de relaciones políticas y económicas de la sociedad" (Silk y Vogel,
1976). Aunque tales descubrimientos están lejos de ser concluyentes, no
obstante reflejan un creciente sentimiento general: lo que dilemas como el de
la crisis energética exigen no es una redistribución de los bienes ni una mayor
participación pública, sino una gestión pública más centralizada y
considerablemente más fuerte: la propuesta de la administración Carter para un "Energy
Mobilization Board" y otras similares.
Un caso especial en el
que los requisitos operativos de cierto sistema tecnológico podrían influir en
la calidad de la vida pública y que está siendo actualmente sometido a intensos
debates es el de los riesgos de la energía nuclear. A medida que se agota el
suministro de uranio para los reactores nucleares, el plutonio tiende a
presentarse como un sustituto adecuado generado como subproducto en los
reactores. Existen objeciones bien conocidas al reciclaje del plutonio debido a
sus costes económicos, sus riesgos contaminantes y sus riesgos relativos a la
proliferación mundial de armas nucleares. No obstante, más allá de estos
problemas existe otro conjunto de peligros menos apreciados: aquellos que
implican la restricción de libertades civiles. La extensión del uso de plutonio
como combustible en las centrales nucleares aumentaría la probabilidad de que
éste fuese robado por grupos terroristas, el crimen organizado u otras
personas. Esto daría lugar a la perspectiva, nada trivial, de un incremento
extraordinario de las medidas se seguridad en torno al plutonio para evitar su
robo. Los trabajadores de la industria nuclear, así como los ciudadanos de a
pie, podrían muy bien empezar a ser objeto de registros, acusaciones de
espionaje, vigilancia e incluso medidas como la ley marcial, todo ello
justificado como medidas de seguridad respecto al plutonio.
El estudio de Russell W.
Ayres sobre las ramificaciones legales del reciclaje del plutonio concluye:
"Con el paso del tiempo y el incremento de la cantidad de plutonio
existente surgirá una fuerte presión para la eliminación de los controles
tradicionales de los tribunales y el poder legislativo sobre las actividades
del ejecutivo y el desarrollo de una autoridad central fuerte que garantice una
estricta seguridad". Ayres advierte que "una vez que cierta cantidad
de plutonio haya sido robada, la necesidad de poner todo el país patas arriba
con el fin de recuperarla será algo inevitable". De esta manera, el autor
anticipa y se preocupa por los tipos de pensamiento que caracterizan, como ya
he señalado, a las tecnologías inherentemente políticas. No obstante, es cierto
que, en un mundo en el que los seres crean y mantienen sistemas artificiales,
nada es absolutamente "necesario". Pero, una vez que un determinado
curso de acción esté en marcha, una vez que artefactos como las centrales
nucleares han sido construidos y activados, los modos de justificar la
adaptación de la vida social a los requerimientos técnicos crecerán tan espontáneamente
como los hongos. En palabras del propio Ayres, "una vez que el reciclado
comience y los riesgos de un robo de plutonio se hayan hecho realidad, los
casos de infringimiento de los derechos fundamentales por parte de los
gobiernos serán un hecho" (Ayres, 1975: 374, 413-414, 443). Después de
cierto tiempo, aquellos que no acepten las duras condiciones e imperativos
serán considerados unos soñadores o unos estúpidos.
Las dos modalidades de
interpretación que he esbozado muestran cómo es posible que los artefactos
tengan cualidades políticas. En primer lugar, nos centramos en cómo pueden las
características específicas del diseño y planificación de un artefacto o
sistema convertirse en medios de establecer determinados patrones de poder y
autoridad en un cierto entorno. Las tecnologías de este tipo poseen un cierto
rango de flexibilidad en las dimensiones de su forma material. Es precisamente
por esto por lo que sus consecuencias para la sociedad deben entenderse en
relación a los actores sociales capaces de influir sobre ellas mediante los
diseños y planes seleccionados. En segundo lugar, examinamos de qué modos las
propiedades rebeldes de ciertos tipos de tecnología se encuentran fuertemente,
y quizá inevitablemente, ligadas a particulares patrones institucionalizados de
poder y autoridad. Aquí, la elección inicial sobre si se debe o no se debe
adoptar algo es decisiva para las consecuencias. No existen diseños físicos o
planes alternativos que den lugar a diferencias significativas; lo que es más,
no existen genuinas posibilidades de una intervención creativa por parte de
diferentes sistemas sociales (capitalistas o socialistas) que puedan alterar la
rebeldía de la entidad o cambiar significativamente las cualidades de sus
efectos políticos.
Saber qué variedad
interpretativa se aplica en cada caso determinado es lo que a menudo puede
discutirse, algunas veces de manera apasionante, en relación al significado de
la tecnología y cómo vivimos. Yo he defendido la postura de "ambas",
puesto que me parece que ambos tipos de interpretación pueden aplicarse según
cuáles sean las circunstancias. De hecho, puede suceder que en un complejo
tecnológico determinado (un sistema de comunicaciones o transporte, por
ejemplo) algunos aspectos sean flexibles respecto de sus posibilidades para la
sociedad, mientras que otros aspectos sean (para mejor o peor) completamente
rígidos. Las dos variedades de interpretación que he sugerido pueden
superponerse una a la otra y relacionarse en muchos aspectos.
Todos estos son, por supuesto,
temas respecto a los cuales se puede estar de acuerdo o no. De esta manera, los
defensores de energías alternativas creen haber descubierto al menos un
conjunto de tecnologías igualitarias, democráticas y comunitarias. Tal y como
yo lo veo, las consecuencias sociales de las energías alternativas dependerán
exclusivamente tanto de la configuración del hardware como de la de las instituciones
sociales creadas con el fin de distribuir la energía. Puede ser que encontremos
formas de descubrir las orejas del lobo debajo de la piel de cordero. Al
contrario, los defensores del desarrollo de la energía nuclear parecen creer
que están trabajando con una forma de tecnología muy flexible cuyos efectos
sociales adversos pueden ser fácilmente evitados por medio del cambio en los
parámetros del diseño de reactores y en los sistemas de depósito de residuos
nucleares. Por razones más arriba señaladas, creo que tienen una fe ciega y
peligrosa. Sí, es posible que seamos capaces de gestionar algunos de los
riesgos que conlleva la energía nuclear respecto a la seguridad y la salud
públicas. Pero ¿cuáles serían las consecuencias para la libertad a medida que
la sociedad se adaptara a las cada vez más peligrosas e ineludibles
características de la energía nuclear?.
Mi opinión de que
deberíamos prestar más atención a los objetos técnicos en sí mismos no quiere
decir que podamos pasar por alto los contextos en los que están dados tales
artefactos. Un barco en alta mar puede muy bien necesitar un único capitán y
una tripulación obediente. Pero un barco averiado, en la dársena, sólo necesita
personas que lo reparen. Entender qué tecnologías y qué contextos son los
realmente importantes para nosotros es una empresa que implica tanto el estudio
de los sistemas técnicos específicos y de su historia como el estudio completo
de los conceptos y controversias de la teoría política. Hoy por hoy, la gente
desea a menudo hacer cambios drásticos en sus modos de vida acordes con la
innovación tecnológica y, al mismo tiempo, se resiste a cambios similares
justificados sobre bases políticas. Si no es por otra razón, al menos por esa
es necesario lograr una visión acerca de estas cuestiones más clara que la que
hemos tenido durante demasiado tiempo.
Referencias
Argue,
R., B. Emanuel y S. Graham (1978), The
Sun Builder's: A People to Solar, Wind and Wood Energy in Canada, Toronto:
Renewable Energy in Canada.
Ayres,
R.W. (1975), "Policing Plutonium: The Civil Liberties Fallout", Harvard Civil Rights-Civil
Liberties Law Review 10.
Caro,
R.A. (1974), The Power Broker:
Robert Moses and the Fall of New York, Nueva York: Random House.
Chandler,
A.D. Jr. (1977), The Visible
Hand: The Crisis of Confidence in American Business, Cambridge (Mass.):
Harvard University Press.
Mander,
J. (1978), Four Arguments for
the Elimination of Television, Nueva York: William Morrow.
Mumford,
L. (1964), "Autoritarian and Democratic Technics", Technology and Culture 5: 1-8.
Ozanne,
R. (1967), A Century of
Labour-Management Relations at McCormick and International Harrester, Madison:
University of Wisconsin Press.
Raul,
E. (ed.) (1967), The
Encyclopedia of Philosophy, 8 vol., Nueva York: McMillan.
Silk,
L. y Vogel, D. (1976), Ethics
and Profits: The Crisis of Confidence in American Business, Nueva York:
Simon and Schuster.
Winner,
L. (1977), Autonomous
Technology: Technics-out-of-Control as a Theme in Political Thought,
Cambridge (Mass.): MIT Press.
Notas
(1) Versión castellana
de Mario Francisco Villa.
(2) Me gustaría expresar
mi agradecimiento a Merritt Roe Smith, David Noble, Charles Weiner, Sherry
Turkle, Loren Graham, Gail Stuart, Dick Sclove y Stephen Graubard por sus
comentarios y críticas. También deseo darle las gracias a Doris Morrison, de la Biblioteca de
Agricultura de la Universidad de California, por su ayuda bibliográfica.
(3) El significado de
"tecnología" que empleo en este ensayo no se adecua a algunas
definiciones más amplias de dicho concepto que se pueden encontrar en la
literatura contemporánea; por ejemplo, la noción de "técnica" en los
escritos de Jacques Ellul. Mi propósito en este ensayo es mucho más limitado.
Para una mayor discusión de todas las dificultades que pueden surgir a la hora
de definir la "tecnología", véase Raul (1967).
(4) véase Robert A. Caro
(1974), pp. 318, 481, 514, 546, 951-958
(5) Véase, por ejemplo,
Argue, Emanuel y Graham (1978). "Pensamos que la descentralización es un
componente implícito de la energía recuperable; esto implica la
descentralización de los sistemas de energía y comunidades de poder. La energía
recuperable no necesita fuentes productoras de energía colosales con medios de
transmisión y transporte poco estéticos y peligrosos. Nuestras ciudades y
pueblos, que hasta ahora han dependido de los suministros centralizados de
energía, pueden lograr así algo de autonomía por medio del control y la
administración de sus propios recursos energéticos" (p. 6)
Dejo mi saludo ritual como un apretón de manos o un "Ave María Purísima", Firme y Digno, Bocha... el sociólogo.
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